Mi deseo en esas horas era que cesara la división del tiempo en meses, en semanas o en años. Deseaba acercarme a las cosas desde otro ritmo. Que la música fuese una cadencia que no se agotara ni se diluyera debido a marcas externas a esa armonía; que se extendiera desde mí hacia el mundo en su plenitud. No el mundo en su parcialidad asfixiante. La vida, la existencia, se debía presentar íntegra, no fraccionada en zonas más claras u oscuras, según les diese la luz del sol o el esplendor de la luna.
Un solo y largo día, sin sucesivas noches y amaneceres. Alejado de la contemplación y el imperio de los almanaques, que en ocasiones me llevaba, como al resto de los seres, al cese de ciertos actos por caprichoso arbitrio y, en otras, me impelía a decisiones que percibía ajenas, sin que yo gozara de la suficiente lucidez para tomarlas o hacerlas a un lado.
Se acababa ese rito del año nuevo o del año concluido. De alguna manera, esta visión de la existencia me sosegaba, me hacía percibir a mí mismo como a un ser de una naturaleza mayor. Alguien que de aquí a la muerte no debía continuar dando explicaciones; que sus actos, en esencia, eran auténticos y trascendentes, como antes jamás podrían haberlo sido.
No sé si mi deseo de esas horas se hizo realidad. Sé que mi deseo existe y recorre las páginas de más de un relato y que se afinca, como peregrino, en un abanico de hábitos y promesas, de aspiraciones y designios.
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