Fetiche: un ensayo para desenmarcarar las omisiones necesarias de la sociedad de consumo
Una reflexión sobre el “fetichismo de la mercancía” de Marx, concepto clave para comprender su teoría de la alienación en el modo de producción capitalista, desde una mirada contemporánea.
El ejemplo por antonomasia de mercancía como fetiche, sin eslabones productivos, es la carne.
Por Ivo Marinich (*)
Podría jurar que el café apareció en la mesa por generación espontánea. Como miraba por la ventana, abstraído en quién sabe qué pensamientos, no escuché los pasos de la moza ni el sonido de la taza al dar contra la madera. Ese instante en que lo vi, humeante, solitario, sobre la mesa, me pareció sobrenatural. Una materialización, un acto de magia. Ninguna mano había creado la porcelana de la taza, la cuchara; nadie había molido el café ni calentado el agua o la leche. A mis ojos, durante ese lapso, se manifestó como el conejo que emerge del sombrero del mago.
Lo que siguió fue un efecto dominó, porque todo a mi alrededor, las mesas y sillas, las medialunas y porciones de tortas en el mostrador, las lámparas que colgaban del techo, todo, de pronto, me pareció, también, carente de una instancia originaria, como si no hubiera habido etapas en su constitución, sino un momento único, el de su versión acabada.
Esto es lo que Karl Marx llamó “Fetichismo de la mercancía”, concepto clave para comprender su teoría de la alienación en el modo de producción capitalista. Las mercancías se presentan como versiones sin instancias previas. Quiere decir que el trabajo humano detrás de ellas, y, por ende, la explotación que deviene de la extracción de plusvalía, queda invisibilizado, así como a mis ojos nadie había cosechado el café que iba a consumir, nadie había fabricado la cafetera ni moldeado a fuego el metal con el que revolvería los dos sobrecitos de azúcar que, claro, nadie había producido.
El ejemplo por antonomasia de mercancía como fetiche, sin eslabones productivos, es la carne. El fraccionamiento del cadáver del animal en las góndolas de las carnicerías niega la representación del eslabón primario, la vaca, el cerdo, el pollo; mercancías que, tras la matanza, se fraccionan en productos que disimulan la mercancía originaria.
Se da un quiebre de orden semiótico, un corte en la cadena de significantes, porque nadie ve una vaca o un cerdo sobre el asador, sino un trozo de carne cuyo origen queda velado. De hecho, salvo excepciones, la nomenclatura del producto contribuye a esta ruptura: molleja, chinchulín, bife, pulpa, cuadril, asado, peceto, aguja, vacío y usos de diminutivos como lomito o pechito, entre otros, no remiten a la representación de extremidades, órganos y vísceras de un cadáver, sino al nombre que adquiere la forma y composición del trozo de carne.
El fetiche de la carne no solo invisibiliza la labor de ganaderos, mataderos y transportistas, sino al propio animal que nunca se percibe como tal en nuestros platos.
Esto ocurre -más allá del fomento de la industria que a finales del siglo XIX trasladó los frigoríficos radicados en la ciudades a zonas rurales para que el faenamiento no pudiera verse, oírse ni olerse- en el marco de una contradicción latente, que es el hecho de consumir productos cárnicos en un momento histórico en el que se han constituido vínculos empáticos con los animales, como el mascotismo, las luchas contra la explotación animal, contra la tauromaquia y las organizaciones rescatistas, entre múltiples otros.
Pago, todavía aturdido con la idea de que el café simplemente apareció en la mesa. La moza me entrega el vuelto acompañado por el ticket fiscal, que primero examino y luego, ya en la calle, hago un bollo y tiro en el primer tacho de residuos que encuentro. Y lo olvido tan pronto entra en la bolsa plástica, como si el cesto fuera un agujero negro que desmaterializara el objeto en su interior.
Aquí se da una inversión del fetichismo de la mercancía; si en la carne percibimos el objeto acabado, amorfo, sin eslabones previos, desvinculado de su fuente primaria, con los residuos, por el contrario, nos desentendemos de las instancias posteriores. La botella vacía, la lata abierta, el pote consumido, el telgopor inútil, van a parar a la bolsa que, atorada de basura, se cierra y se deposita en los contenedores de la calle.
Se da la misma lógica del café; esa bolsa, que a la mañana ya no estará donde se dejó, parece evaporarse, desaparecer como desaparecen las cartas de las manos de un prestidigitador. Pero el derrotero del residuo, aunque nos desentendamos de él, sigue su curso hacia la calamidad ecológica.
El simple ejercicio de echar un objeto al cesto de la basura, no permite, por la aparente lejanía con su instancia última, la contaminación, percibir su consecuencia en la inmediatez.
Los eslabones productivos de la carne y las instancias posteriores del residuo son omisiones necesarias de la sociedad de consumo, que pregona la máxima elemental: “Si no lo veo, no existe”. Para desenmascarar el fetichismo, es necesario mirar a los ojos a la negación. Las alternativas empáticas y sustentables solo pueden surgir desde la inquietud que pone en jaque nuestra provechosa comodidad, y aunque parezca una sumisión voluntaria a la contrariedad, nos ofrece, sin embargo, el alivio de anular una de tantas contradicciones humanas.
(*) Lic. en Ciencias de la Comunicación (UBA), autor de “El publicista”, ganador del primer premio de relato de la SADE Zárate en 2018 y 2019 y del primer premio nacional de novela corta “Luis José de Tejeda” con “Casa Güerci”.
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