Federico Bianchini: “Quería contar por qué alguien decide viajar a un mundo sin plata, llaves, armas o virus”
El periodista registra en "Antártida. 25 días encerrado en el hielo", una crónica sobre los límites de la resistencia en una geografía donde el tiempo no pasa y el malestar acecha.
Federico Bianchini. Foto: Gentileza Emiliano Delpino
por Julieta Grosso
Durante un ciclo que se puede prolongar hasta un año, un grupo de científicos y militares se dedica a investigar la fauna, la flora y el clima de la región más austral del planeta, una experiencia cargada de peripecias que el periodista Federico Bianchini registra en “Antártida. 25 días encerrado en el hielo”, una crónica sobre los límites de la resistencia en una geografía donde el tiempo no pasa y el malestar acecha.
Frente a la topografía más inquietante que vio en su vida, la primera reacción es parecida al anestesiamiento: un paisaje de belleza tan inusual que desafía al lenguaje, arrincona al oficio de narrar que le ha valido a Bianchini reconocimientos como el Rey de España y la Beca Michael Jacobs de la Fundación García Márquez (FNPI).
“¿Cómo describir un paisaje que me emociona y me da ganas de llorar?”, se interpela el cronista en un tramo del libro que franquea sus cavilaciones sobre la escritura.
La experiencia en Carlini -una de las trece bases argentinas situadas en la Antártida- iba a durar una semana pero los contratiempos climáticos la extendieron por casi un mes. De nuevo en Buenos Aires, el periodista tardó varios meses hasta dar con el pulso exacto para narrar la vida cotidiana de un grupo de hombres y mujeres que llegan a esta geografía helada para relevar la fauna, medir la presión del viento, consignar las horas de sol y hasta contar la cantidad de nubes que se amontonan en el cielo.
Lo más difícil para los científicos y militares que pasan un tiempo en la base científica no es aprender a sobrellevar el frío extremo sino la irritabilidad que provoca la inclemencia térmica poniendo a prueba la convivencia forzada entre casi desconocidos, mientras a cientos de kilómetros nacen los hijos que conocerán -con suerte- al cabo de unos meses y las familias se acostumbran a prescindir de ellos para afrontar enfermedades o contratiempos económicos.
“Ustedes tienen que hablar con sus familias, con sus esposas, para que sepan cómo contarles las cosas. Porque si su hijo tiene un resfrío o se lleva una materia, quizá es mejor que ellas no se lo cuenten. Porque una cosa insignificante allá se potencia y puede parecer urgente”, adoctrina uno de los integrantes más avezados de la expedición.
“Antártida. 25 días encerrado en el hielo” (Tusquets) testimonia las estrategias para aventar la sombra de una depresión que ponga en riesgo el trabajo -entre los estímulos se cuentan las proyecciones de cine o las veladas en “Ataque”, el boliche improvisado en el mismo sitio donde funciona el comedor- y se interna en cuestiones casi metafísicas como la percepción del tiempo en un territorio donde justamente “el tiempo no pasa” y el cuerpo debe soportar días o noches de doce horas según la estación del año.
“Al principio pensaba en hacer una nota que contara qué hacen los científicos en la Antártida. Solo muchos meses después de volver me di cuenta de que con todo el material que tenía mi intención había cambiado, el desafío era mucho mayor. Ya no quería dar cuenta de un aspecto mínimo de ese lugar sino que intentaría reproducir ese mundo de manera que el lector que muy probablemente no pueda viajar a la Antártida pudiera sentirse en ese continente pálido y misterioso”, cuenta Bianchini a Télam.
– ¿Cómo surgió la oportunidad de viajar a un destino al que es tan difícil acceder?
– Muchas veces el periodismo no es más que una excusa para hacer lo que uno quiere y no se anima a hacer. Desde chico había tenido ganas de conocer la Antártida. A fines de 2013 supe que en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), de quien depende la revista Anfibia donde trabajo, iba a empezar a funcionar el Instituto Antártico Argentino (IAA). Era la oportunidad que había esperado durante mucho tiempo. Así que empecé a hacer gestiones y, después de varios meses, llegué a la base Carlini.
– ¿Cómo se trabaja la cuestión geográfica y espacial cuando lo territorial y lo climático es tan decisivo como en este caso?
– El marco es importantísimo: la luminosidad del cielo se difumina en nubes grises superpuestas. El suelo, blanco, salpicado apenas por una u otra piedra negra que asoma, los pingüinos y el mar oscuro que completan un paisaje monocromo: blanco, negro y gris. Y sin embargo, me interesaba contar por qué alguien decide viajar a ese lugar tan aislado del mundo donde no hay plata, no hay llaves, no hay armas ni virus de resfrío. Qué hacen los científicos que allí trabajan, cómo es el día de un militar que pasa un año alejado de su familia. Para eso tenía que encontrar a los personajes.
– En el texto el clima irrumpe como disparador del malentendido, la paranoia… Esos elementos son un buen sustrato para una novela ¿En algún momento sentiste la tentación de contar esta historia con los recursos de la ficción?
– Creo que, de algún modo, lo hice. Los recursos que utilicé para estructurar el libro y las historias fueron recursos tomados de la ficción. Me mantuve, es cierto, en el terreno de la no ficción, de la crónica, apegado a los hechos que conforman lo que llamamos “verdad”. Hay varias novelas que suceden allí (Poe, Lovecraft, W. Campbell, entre otros) pero con todos los personas que conocí y las situaciones que viví me pareció más interesante mantenerme dentro de los márgenes de la realidad.
– En la vida urbana, lo que hacemos suele estructurarse en torno a la partición del tiempo. ¿La experiencia en la Antártida, cifrada por la posibilidad de perder toda referencia temporal, es liberadora como alimenta nuestra fantasía o tiene también componentes inquietantes?
– Durante un entrenamiento militar que presencié en el cerro Tronador en 2010, uno de los instructores del curso dijo: “Lo mejor, allá en la Antártida, es trabajar. Porque si uno tiene tiempo libre, piensa, y si piensa mucho termina maquinando. Es difícil, pero con el tiempo uno encuentra la forma: hay que ordenar el escritorio para un lado y, al día siguiente, ordenarlo para el otro”. Al escucharlo pensé en lo aberrante que era sugerir el “no pensamiento”. En la percepción del hombre como máquina. Y, sin embargo, estando en la Antártida me di cuenta de que si uno no tiene nada que hacer puede descender hasta la depresión y terminar ahogado. Si no hay nada que hacer lo mejor es leer un libro, jugar un juego, ver una película, ponerse a trabajar.
– El texto se puede leer como la lucha de un grupo de hombres y mujeres contra el aburrimiento y la soledad. ¿Esta indagación funciona como metáfora de este tiempo en el que vivimos donde la soledad o el silencio aparecen como circunstancias casi atípicas y por otro lado indeseadas?
– Me decían que desde que Internet llegó a la base todos pueden hablar de lo que pasa en Egipto y se enteran de un terremoto en Chile, pero que no saben nada del que vive en la pieza de al lado. Internet y la televisión satelital cambiaron las relaciones. Antes, una guerra pasaba desapercibida, pero después de diez días de aburrimiento uno se enteraba de que el santiagueño había perdido a la madre, de que el cocinero era jujeño y que tenía dos hijos, uno extramatrimonial y no reconocido. Se creaban lazos parecidos a los de la guerra. Ahora es distinto y en las cenas la gente se preocupa más por reenviar una foto de WhatsApp que por charlar con el que tiene enfrente. Hay, sin embargo, una fuerte apariencia de confianza. Un “hacer que nos conocemos desde hace años” necesario para soportar la fatal conciencia de que a fin de cuentas siempre estamos solos, una constatación que en lugares así se pone en evidencia.
Télam.
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