¿Eso es arte?
Un repaso a través de la historia de la narrativa del arte plástico. Desde el arte cavernícola hasta los nuevos paradigmas de representación. Qué es lo que une a La Gioconda con el orinal de Duchamp (foto). Algunas respuestas.
Por Julieta Pilorget
Especialista y crítica de arte
La pregunta a la que nos enfrentamos no es si este mingitorio es realmente una obra de arte, sino por qué no podría serlo ya que cumple todas las condiciones para ello: es un objeto con cualidad estética, es decir, con un diseño, tiene una idea de por medio (el artista modificó su posición al girar el mingitorio original en 90 grados), posee un título (Fuente) y está ubicado en un museo para su valoración estética. Entonces, ¿por qué nos causa descontento que el orinal de Duchamp sea considerado tan válido como una pintura de Leonardo o Caravaggio?
Duchamp “patea el tablero” y abre la posibilidad a que a partir del siglo XX cualquier expresión humana que contenga carácter estético y formal pueda ser considerada arte. Otras técnicas y medios, alejados de la pintura, escultura. Ahora hablamos de performance, video arte y de instalación (que es la forma que toma primordialmente el arte contemporáneo). Se pasa de hablar únicamente de medios como el óleo, la acuarela, la témpera, el acrílico, el esculpido, el modelado a hablar del ready-made, de la apropiación, del pastiche, de la basura. La posición del espectador cambia a la vez que cambian los dispositivos de las obras: de espectador contemplativo a parte integrante de la obra. Las obras dejan de ser objetos sólo para observar y pasan a ser espacios con los cuales interactuar, en los que se puede (y a veces se debe) intervenir.
El arte mimético
La narrativa mimética, según Arthur Danto, determina el funcionamiento de la obra de arte hasta el último tercio del siglo XIX. La mímesis se constituye así en un rasgo constitutivo de la obra, organizando tanto los comportamientos autorales como los espectatoriales en torno a una idea de representación fundada en la referencia al entorno. Así como hablamos de artista mimético, podemos hablar de un espectador mimético, formado en el hábito de reconocer la relación de semejanza visual entre una superficie bidimensional y un mundo tridimensional.
La categoría de arte, sin la cual la humanidad vivió durante casi dos mil años, es un invento de occidente que se consolidó recién en el siglo XVIII. Solemos pensar que el arte tal como se concibe de manera tradicional, con sus disciplinas establecidas, es algo natural y existe desde el origen de la humanidad. El arte, lo que entendemos por Arte con mayúscula, es una construcción cultural. Es decir que nuestra visión es construida. El arte no es uno solo, sino que permanentemente se transforma, tanto en sus funciones, motivaciones, intenciones, búsquedas y su público.
Hemos aprendido de niños que el cielo se pinta de azul y el sol de amarillo. Poder identificar e interpretar (otorgarle significado) a lo que vemos es enseñado y aprendido y por lo general, en relación a la apreciación del arte (sobre todo del moderno y más aún del contemporáneo) actuamos como si nuestro modo de ver fuera innato. El significado viene siempre dado a posteriori y éste obedece a factores construidos e instituidos: la cultura, las sociedades, los valores éticos y morales, las épocas, las modas, los contextos, los gustos, las costumbres…. Lo que sabemos y lo que creemos afecta el modo en que vemos las cosas.
El modelo visual es adquirido pero aún así tomamos la visión por sentada, creemos que todos vemos lo mismo y que hay una sola manera de ver el mundo.
Cuando se presenta una imagen como obra de arte, estamos condicionados por toda una serie de hipótesis aprendidas acerca del arte: pensamos que el arte es y debe ser una representación mimética de la vida, que debe ser bello, realizado por alguien con talento, único, etc. Estas hipótesis ya no se ajustan al mundo de hoy.
El óleo y el elitismo
El arte, y en especial la pintura al óleo, ha sido durante mucho tiempo una manera elitista y exclusiva de mostrar a una audiencia en particular un poder adquisitivo y un estatus especial que corresponde y representa a unos pocos. Como sostiene el teórico británico John Berger, la pintura al óleo tenía como función la de dejar en claro un poder a partir de la posesión de objetos. La pintura convertida en moneda, en valor con el cual comerciar. Desde el Renacimiento, que una persona tuviese una vasta colección de arte era sinónimo de reconocimiento, de cultura, de status. El arte funcionaba como manera de enaltecer el espíritu y elevar el ego (¡así continúa siendo hoy en día!). La preferencia por el arte mimético proviene desde entonces: cuánto más fidedignas fueran las apariencias de los objetos en la pintura más preciadas eran, ya que era la forma de dejar registro de lo que los patrones del arte poseían, y de cómo ellos se veían a sí mismos, incluso si eso involucraba exagerar su apariencia física en pos del orgullo y la buena reputación (como en el conocido caso del Rey Sol, Luis XIV de Francia, quien siendo esmirriado, hacía pintarse como un hombre esbelto). De paso, la fidelidad mimética también elevaba el estatus de los pintores, ya que se creía que cuanto más realista fuese la obra, mayor era su talento y genialidad.
El hombre en el centro, el arte renacentista
La perspectiva es el método que ha regido el imaginario de occidente en los últimos 500 o 600 años. Sometida a una convención, exclusiva del arte europeo y establecida en el Renacimiento, lo centra todo en el ojo del espectador, haciendo del ojo el centro del mundo visible (a tono con el Humanismo reinante en ese período para el que el hombre era la medida de todas las cosas). La perspectiva lineal es una más dentro de las infinitas manera de ver el mundo. Con la invención de la cámara fotográfica -y sobre todo la de cine- se le demostraba al hombre que no era el centro, cambiando el modo de ver, lo que se reflejó de inmediato en la pintura. Así se alejaba la modernidad de la idealización y del esquema de “cubo encerrado” que dominó el pensamiento Europeo durante siglos (y por ende el nuestro como naciones poscoloniales).
A partir del surgimiento de la fotografía en el siglo XIX, posibilitó que la pintura poco a poco y lentamente se alejara de la dependencia de lo figurativo, ya que aquella cumplía con el propósito de representar fielmente la realidad. El problema de la pintura se reducía a un problema técnico, creativo, estilístico. Así pasamos a hablar de la autonomía del arte por encima de su arraigada dependencia de lo que constituye la realidad visible a los ojos. La pintura se transforma en un lenguaje en sí mismo, pudiendo tomar la experiencia de lo real y transformarla a su conveniencia. Desde este momento la pintura comienza a “irrespetar” ciertos cánones sobre cómo pintar apropiadamente, dejando de ser esa “ventana que proyecta el mundo” para ser ahora una realidad propia y autónoma que se proyecta hacia el mundo. La pintura ya no refleja al mundo como espejo. Es el mundo quien ahora absorbe lo que proyecta la pintura.
Las vanguardias del siglo XX
Los artistas de las vanguardias del siglo XX rompen con la tradición pictórica que dominó el pensamiento occidental por siglos, y posibilitó que el cuadro cada vez más se reconociera como una entidad autónoma, para finalmente transformarse en un objeto en sí mismo. La autonomía total del arte se consigue cuando el arte logra despojarse de toda lógica objetual y se puede representar a sí mismo, siendo el significado de la obra plausible de innumerables interpretaciones.
Los factores de genialidad y destreza del artista no siempre son la mejor vara para evaluar si una obra de arte es buena o no. Si fuera así, pensaríamos, como se pensó durante mucho tiempo, que el arte egipcio o mesopotámico, o el medieval o barroco fueron decadentes en la historia del arte porque no lograron el nivel alcanzado por los griegos o romanos quienes habían logrado la forma artística más elevada y absoluta del ser humano, por ser quienes elaboraban con mayor precisión y maestría motivos cuyo valor estético residía en el parecido a la realidad.
El historiador de arte Ernst Gombrich sostiene que el “Arte con A mayúscula” no existe, sólo existen los artistas. El arte es una idea, una connotación, un valor agregado a un objeto. Pero no es en sí el objeto mismo, no es una condición preexistente del objeto.
El arte en la historia
El arte no siempre ha sido el mismo; sus funciones, públicos y motivaciones han cambiado y siguen cambiando de manera constante.
Podemos definir al arte como una manera mediante la cual visualizamos y reinterpretamos el mundo que nos rodea. Su función -si es que se puede considerar al arte como funcional- ha cambiado a lo largo de los miles de años desde las cavernas de Lascaux y Altamira hasta las instalaciones de Rikrit Tiravanija, pasando por el famoso mingitorio de Marcel Duchamp. No podemos utilizar el mismo criterio de evaluación a la hora de hablar de cada una de estas obras. Las épocas son distintas, el contexto en el que cada artista vivió es distinto, y por lo tanto, las motivaciones y búsquedas estéticas también son diferentes.
A partir del siglo XX el arte pasa a ser autónomo e independiente de cualquier experiencia mimética de lo real. El arte entonces no depende de una visión única e inmodificable sobre cómo vemos la realidad exterior, sino que debe ser un medio para explorar nuevos modos de ver y de relacionarnos con aquello que nos rodea.
El arte contemporáneo suele ponernos en situaciones incómodas. Como espectadores de ciertas propuestas artísticas muchas veces no sabemos cómo reaccionar ni qué hacer con aquello que se presenta como obra de arte. No tenemos las “instrucciones” que, pensamos, nos darían acceso a la obra. Nos vemos imposibilitados de enmarcar las obras de arte dentro de los parámetros que determinan la apreciación artística de un objeto. Esto no nos sucede con el arte de otras épocas. Conocemos las reglas frente a, por ejemplo, el David de Miguel Angel: pararse en frente, mirarla, recorrerla, sentir placer, displacer o indiferencia, darnos vuelta y alejarnos. Ahora, cuando se nos presenta el “La democracia del Símbolo”, de Leandro Erlich (el obelisco sin la punta y la misma frente al Malba) como una obra de arte, las cosas se tornan más complejas ya que los parámetros con los que habitualmente contamos para clasificar se resienten frente a este fenómeno cuyo carácter artístico se nos presente, al menos, dudoso. Comenzamos a inquietarnos. ¡Esto lo podría hacer yo! Pero aunque lo hiciésemos no nos convertiríamos en artistas. No aceptaremos a ésta como una obra de arte en tanto nuestra práctica espectatorial esté determinada por la narrativa mimética que organiza la circulación artística desde el siglo XV.
Acarreamos con una tradición visual que nos indica que todo arte debe ser no sólo representativo sino además mimético, o sea, que debe imitar aquello que comprendemos como realidad visible y tangible.
La narrativa moderna del arte
La irrupción de la narrativa moderna dejó al espectador desprovisto de parámetros que hasta cierto momento distinguían al arte de lo que no lo es y la sociedad parece no haberse repuesto aún totalmente de esa catástrofe categorial. Obras reconocidas dentro de la narrativa institucional, como las de Mark Rothko, suelen ser, aún hoy, blanco de reproche espectatorial.
En el arte, lo que en un momento fue objeto de rechazo y crítica, hoy en día es mucho más aceptado. Los modos de ver y nuestra visión no se construyen en un día, los nuevos modelos toman tiempo en ser adoptados por las sociedades y por el público. Si el espectador pudiese desplazarse a un nuevo sistema narrativo en el que lo inesperado juega un papel fundamental en la relación con la obra, disiparía su angustia en un nuevo placer artístico que no demanda una evaluación de la obra en términos de de destreza técnica; ese sería el primer paso de reconfiguración narrativa hacia las prácticas modernas y contemporáneas.