por Susy Scándali
No se puede conocer un país en quince días. Esto es absolutamente cierto. Pero se puede sentir, intuir, vivenciar, atisbar, percibir, recorrer con los ojos y el corazón bien abiertos…y empezar a comprender.
“Si te dejas llevar por lo que dice la calle, pensarás que estamos muy, muy mal…aquí todo el mundo se queja”, fue la advertencia de Justino, operador de Radio Nacional, el compañero de Nuria, mi colega periodista de Granma, mis amigos y referentes en Cuba. Gracias a ellos, pude conocer La Habana como no creí que se pudiera en tan pocos días. Les estaré eternamente agradecida. No sólo por esas caminatas interminables recorriendo callecitas y rincones que no sabía que podían existir, sino por advertencias como la mencionada…
En Cuba todo el mundo se queja. Que “aquí se gana muy poco”, que “los jubilados no nos podemos comprar nada”, que “mi pariente (siempre hay algún familiar en el exterior, en cualquier país) me dijo que allí (en ese otro país), la gente no espera tanto el transporte”, que “quiero viajar y no puedo”…
Y es cierto que en Cuba la situación no es la mejor.
Pero también lo es que en Cuba, nadie muere de hambre. Quien quiere estudiar, estudia. Quien quiere viajar, viaja. Se puede ahorrar y se puede crecer económicamente. Los medicamentos los puede comprar cualquiera, la salud es totalmente gratuita y de excelencia, las embarazadas reciben dietas especiales y hay hogares para la niñez y la ancianidad sin familia. Y algo no menos importante: las puertas están siempre abiertas y la gente camina a cualquier hora por las callecitas siempre oscuras. Más de un automóvil duerme afuera con la llave puesta y las rejas, -muchas, de todas formas-, son un adorno.
Primer día, a pura guagua y conociendo gente
Ya el primer día en La Habana me iba a dar la medida de lo que iba a ser Cuba: un torbellino de sensaciones, sabores, olores…y gente, gente, gente que te habla, que te para, que te interpela, que te pregunta de dónde venís, que te acompaña aunque viniera caminando en otro sentido, que te cuenta su vida cuando le hacés una sola pregunta, que podría ser, por ejemplo, el nombre de una calle…
Ese primer día esta actitud me sorprendió mucho. Uno de los tantos ocasionales caminantes se rió: “esto es Cuba, mi amor”. Y me dejé llevar…
Salí temprano hacia la terminal de Viazul –la compañía estatal de larga distancia sólo para turistas- y me detuve un segundo para repensar el camino que me había indicado mi amigo Justino. Un muchacho que iba caminando a la par me mira, se detiene y me pregunta “¿qué puedo hacer por ti?”. Le digo que sólo estoy tratando de encontrar la parada de la guagua P16, una tarea casi imposible porque no había carteles. “Voy para allá”, me dice. Y me acompaña. No sólo me acompaña hasta la parada, sino que sube, me paga el viaje –dos moneditas de 40 centavos-, se queda conmigo, siempre charlando y luego baja para acompañarme a la Terminal. Es un pibe de unos veinte años, se llama Pachito y como buen cubano, se queja. Dice que quiere viajar, que se quiere comprar ropa buena –la que usa no está nada mal, zapatillas y jeans importados en excelentes condiciones-, y me pregunta qué voy a hacer después. Le digo que voy a la playa. Me dice que le encantaría faltar al trabajo –en el Instituto de Endocrinología- y venir conmigo. Le digo que no falte, charlamos un rato más a la salida de Viazul y me da su número de celular por si nos veíamos antes de que yo me volviera.
Dejo a Pachito y me subo a otra guagua, la P10. El viaje es largo y antes de bajarme, le pregunto a un hombre, que me indica dónde tengo que bajar…y se baja conmigo. Se llama Venancio, tiene 65 años y es “cristiano científico”, vive solo en la Habana Vieja y está cuidando a un familiar enfermo. Todo eso en unos minutos, donde además aprovecha para sacarme la ficha. Dice que tengo una “niña interior” y me invita a su casa, no sin antes advertirme que cuando quiera saber algo, le pregunte a una persona mayor como él. Antes de indicarme la parada de la próxima guagua –la 69-, me deja sus datos para que lo visite cuando quiera.
Llego a la parada de la 69 y espero, espero, espero. Pasa casi una hora y le pregunto a otro muchacho que espera en el mismo lugar, si por ahí pasa la guagua. “¿Argentina?”, me pregunta inmediatamente y se ríe ante mi sorpresa…como si fuera tan difícil advertir que una es argentina cuando la “ye”nos delata ante la primera frase que pronunciamos. Es Rogelio, un diseñador que había vivido once años en Montevideo antes de volverse a Cuba, separado y extrañando a sus dos hijitas. Llega la 69 y me paga el pasaje. Charlamos largamente hasta que la guagua para en un lugar y todo el mundo desciende. Fin del recorrido. Para ir a Santa Fe, el barrio del distrito Playa donde está, valga la redundancia, la playa, había que tomar otra guagua. La espera fue menor y cuando llega me dice “ojalá tengamos suerte, en esta guagua no se permite gente parada”: es más chiquita que las otras, apenas un poco más grande que una combi. Tuvimos suerte, subimos aunque,no sé cómo, había mucha gente parada o más bien, agachada. Otro viaje largo, sentados en un escalón del piso, al lado del chofer. Otra vez se termina el recorrido y bajan todos. Llegamos. Rogelio, siempre charlando, me acompaña hasta la playa y se va a su casa.
Primer chapuzón en Cuba, en una playita pequeña y llena de niñas y niños (ya empezaron las vacaciones), con madres gritando en la orilla “oye! Ven más aquí!”, como si el agua subiera más allá de la cintura en algún momento, por más que caminaras un kilómetro. Mi calidad inocultable de turista me condena a pagar un cuc (dólar cubano, un poco más caro que el norteamericano) por el uso de una sombrilla, aunque no estuve más de una hora.
Regreso caminando, en guagua, en taxi colectivo (diez pesos moneda nacional, menos de la mitad de un dólar) y otra vez caminando. A la nochecita se anunciaba el concierto de Silvio Rodríguez en la Plaza San Francisco de Asís, en la Habana Vieja. Había que apurarse.
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