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Opinión 24 de enero de 2021

Equilibrismo en dos ciudades

 

Por Jorge Raventos

La política está discutida en todas partes: a veces se le imputan excesos de intervención y en otros casos -a la inversa si se quiere- se le achaca impotencia, debilidad, torpeza, irrelevancia. En cualquier caso, en paralelo con el desencanto de la política, campean en las sociedades la disputa, la desavenencia, la confrontación hostil. Las grietas.

Un equilibrista en la Casa Blanca

Joe Biden y Kamala Harris han inaugurado en Estados Unidos un nuevo período presidencial rodeados por inéditas medidas de seguridad, con calles y avenidas casi vacías de ciudadanos y colmadas de soldados y policías. El presidente saliente abandonó Washington sin entregar formalmente los atributos a su sucesor, mientras se encuentra sometido al proceso de un segundo juicio político, acusado de alentar un intento de sedición (la sede del Congreso estadounidense fue invadida por una horda de trumpistas dispuestos a todo para impedir que se consagrara la victoria electoral de Biden).

Lo primero que hizo Biden al asumir fue firmar una docena de órdenes ejecutivas (un dispositivo parecido a los decretos de necesidad y urgencia), por las cuales quiso manifestar el cambio rotundo que pretende imprimir a la política de Estados Unidos, deshaciendo medidas centrales y políticas emblemáticas de la administración de Trump.

Empieza por otorgarle prioridad a la lucha contra el COVID-19, con la creación de una figura coordinadora nacional de la campaña para enfrentar la pandemia, que debe incluir la logística de la vacunación masiva. Ese coordinador trabajará codo a codo con el mismo presidente.

Biden decidió paralelamente que Estados Unidos volverá a la Organización Mundial de la Salud, como también lo hará al acuerdo climático de París, que su antecesor abandonó ruidosamente. Decidió asimismo dejar de lado la construcción del muro en la frontera con México, como parte de un pronunciado giro en materia migratoria que se propone otorgar la ciudadanía a unos 11 millones de inmigrantes irregulares (un objetivo que se apoya en una experiencia republicana anterior: durante su presidencia, Ronald Reagan otorgó residencia legal a unos tres millones de indocumentados). Otro giro notable: Biden suspende la temprana decisión de Trump de prohibir el ingreso a los Estados Unidos a ciudadanos de una decena de países musulmanes.

Las órdenes ejecutivas son una atribución discrecional que la Constitución de Estados Unidos otorga a los presidentes y todos los antecesores de Biden utilizaron en abundancia. El nuevo mandatario las necesitará hasta que pueda afirmar una coalición firme en el Congreso. Aunque ahora los demócratas controlan ambas cámaras (en el Senado hay empate, pero el voto de la vicepresidente desequilibra), lo que Biden promete es “gobernar para todos” y esa meta de equilibrio requiere algún grado de colaboración republicana. Qué ocurra de ahora en más con el partido opositor es un asunto central para la política de Estados Unidos.

Donald Trump ha dejado en claro que pretende liderar el movimiento que alentó desde la presidencia, de rasgos nacionalistas y aislacionistas, y esa intención se desplegará tanto fuera como dentro del partido Republicano. ¿Con cuánta eficacia? Eso está por verse: en los últimos días se observa que figuras relevantes de los republicanos -desde el ex vicepresidente Pence hasta Mitch McConnell, el jefe del bloque republicano del senado- toman distancia de Trump. Si esa fisura se abre un poco más, el juicio político a Trump podría avanzar en la cámara alta (se requiere una mayoría especial) y podría convertirse en una herramienta de la política tradicional para cerrar el camino de retorno que Trump quiere mantener abierto.

El exmandatario norteamericano dejó claro desde que se entrevió el resultado electoral, que no aceptaba el veredicto de las urnas y que lucharía contra él. Debe recordarse que, aún perdiendo, Trump recibió el apoyo de casi la mitad de los Estados Unidos y pretende mantener ese capital y hasta acrecentarlo. Su sucesor, entretanto, inicia la gran cruzada para recrear la unión y reponer a su país de la crisis y de la extendida pandemia. Pero debe hacerlo desde situación heredada, es decir, desde la grieta.

¿Cambios en el gabinete?

La asunción del nuevo gobierno estadounidense tuvo repercusiones en Buenos Aires. Algunos medios insisten en que un tweet con el que la Cancillería saludó el cambio de mando en Washington habría provocado un cortocircuito con la Casa Rosada y podría determinar un próximo alejamiento del titular de aquel ministerio, Felipe Solá.

Aunque es cierto que en las escasas líneas de ese mensaje electrónico se filtra un tono poco pertinente para un gesto diplomático que requería más bien cuidado y cordialidad verbal, también es verdad que los rumores sobre Solá se inscriben en ejercicios más amplios de presión destinados a que Alberto Fernández afronte una crisis de gabinete: al nombre de Solá habría que agregar el de Ginés González García y el de la ministra de Justicia, Marcela Losardo.

Que esa movida tienda a allanar un avance kirchnerista sobre terreno del Presidente no es contradictorio con que desde el otro extremo de la grieta también se la aliente: allí se apuesta a la vieja estrategia de la polarización y en ese sentido prefieren que el gobierno se identifique cada día más con la influencia de la vicepresidente y que se diluya el centrismo que Fernández sigue expresando.

El acuerdo sobre las clases

La polémica pública sobre la vuelta de las clases presenciales en las escuelas muestra una dialéctica interesante en ese sentido. El gobierno porteño de Horacio Rodríguez Larreta hizo su juego planteando con fuerza la necesidad de regresar a la escuela. Y hacerlo rápido: él propone mediados de febrero como puntapié inicial. Los gremios docentes (aunque con distintos matices) han rechazado ese planteo: “Es una política criminal para los pibes y para todos los que intervenimos en la educación”, dispararon desde uno de ellos (Ademys, la Asociación de Enseñanza Media y Superior).

Lo interesante de la situación es que desde el gobierno nacional se ha respaldado oblícuamente la postura de la ciudad autónoma. El ministro de Educación, Nicolás Trotta, insistió en la importancia de la presencialidad y afirmó la voluntad de iniciar las clases en marzo (la diferencia con el gobierno porteño es apenas de una quincena) y el propio Alberto Fernández intervino: “Perder un año de educación y conocimiento es muy grave para cualquier sociedad”, dijo. Y agregó: “Nosotros hemos decidido que las clases vuelvan con los cuidados del caso, por eso estamos en condiciones de confirmar que en marzo las clases se iniciarán”.

El Presidente aseguró que se aplicará prioritariamente la vacuna al personal docente, razón por la cual “entiendo que a partir de esta cobertura de inmunización no debería haber ninguna oposición” por parte de los gremios. Con este mensaje, el Presidente advierte a los gremios que negarse a dar clases no sería un enfrentamiento exclusivo con Larreta, sino con el gobierno nacional. La Casa Rosada cuenta en este punto con un sólido respaldo de los gobernadores.

Conservar el centro

Es evidente que Fernández no quiere abandonar el centro del sistema, consiente de que, de hacerlo, facilitaría la operación opositora que busca mostrar un gobierno copado por el kirchnerismo e impotente ante los gremios docentes.

Aunque la debilidad y la timidez del gobierno decepcionen a muchos de sus votantes, que esperaban más fuerza o más energía, el Presidente trata en esas condiciones de sostener una esperanza de moderación y acuerdismo y, al mismo tiempo, de evitar que las fuerzas centrífugas dispersen su coalición.

La moderación es una apuesta difícil, pero indispensable, porque el país necesita construir un centro amplio y firme sobre el que puedan asentarse acuerdos de mediano y largo plazo que le den estabilidad y previsibilidad.

Se parte de una situación dramáticamente frágil. Un estudio reciente de la firma Real Time Data reveló que cerca de un 25 por ciento de entrevistados en una muestra consideró que algunas de las fuerzas políticas que se presentaron en las últimas elecciones presidenciales no son democráticas y “no deberían tener derecho a competir”. Puede argumentarse que la cuarta parte de una muestra es una proporción minoritaria, cierto, pero es una magnitud significativa. Y esa es la que condensa a los sectores más intolerantes y extremos de la grieta argentina, que preferirían lisa y llanamente eliminar a sus rivales. Gente de un perfil comparable al de quienes en Washington ocuparon el Capitolio en el ocaso de la presidencia Trump. O al de ese elitismo bienpensante que, cuando tiene poder, amordaza, denigra o proscribe a sus adversarios (siempre invocando las mejores intenciones).