Entrevista a María Moreno, autora de “Black out”: “El bar es un hogar contra el hogar, es la comunidad por fuera de la familia”
La mezcla y lo fragmentario, su experiencia con el alcohol, la presencia de la sangre, un libro experimental, atravesado por los escritores de los que fue amiga la autora y, en el medio, el retrato de una generación.
Bajo una prosa renuente a las categorizaciones que muta sin aviso de la crónica o el microensayo a la ficción y exige no ser tomada literalmente, la periodista y escritora María Moreno emprende en “Black out” una suerte de biografía fragmentaria que pone el foco en lo generacional antes que en lo personal, pese a que el poliédrico texto está tramado por su relación con el alcohol y los duelos múltiples por la muerte de su padre y sus amigos escritores.
A la autora de “El affair Skeffington” y “Vida de vivos” no le interesa parcelar su escritura, delimitar sus intervenciones en el campo literario de aquellos textos más próximos al oficio periodístico. Con ese mismo desparpajo procede a la hora de exhumar viejos materiales que pone a recircular para generar nuevas significaciones que revaliden o incluso desmientan las originarias.
Bajo esas señas particulares se monta la arquitectura monumental de “Black out”, un texto que se perfila como el retrato de una generación, la de los ’60 y ’70, que posiciona a Moreno como una sobreviviente de interminables juergas alcohólicas -la mayoría con epicentro en algunos de los bares míticos del barrio de Once- que entrelaza con la evocación de su infancia y el retrato de los amigos escritores que ya no están: Claudio Uriarte, Miguel Briante, Charlie Feiling y Norberto Soares.
Con un tono general de asepsia emocional que ni siquiera se quebranta cuando evoca el dolor por la muerte de su padre, la escritora repasa las constelaciones literarias de las que formó parte y recrea salpicadamente su infancia en fragmentos donde predominan las alusiones a la sangre -como los referidos a lo traumático que resultó para ella el ciclo menstrual con su ritmo discontinuo y episodios de hemorragias sin freno- y al alcohol (“entraba alcohol, salía sangre”, asocia en un momento del relato).
“Comencé a beber para ganarme un lugar entre los hombres. Imitaba una iconografía fuerte: Alfonsina en el Café Tortoni, Norah Lange en el Auer’s Keller. Como Alfonsina, quería un hogar contra el hogar, ser la mujer de las medias rotas, la varonera ante cuya sorna se ponen a prueba las teorías -expone Moreno en el libro-. Estaba convencida de que, más que ganar la universidad, las mujeres debían ganar las tabernas”.
-¿Cuáles son los alcances de ese “ritual de despedida” que emprendés en el libro? ¿Te despedís de una etapa o de algunos afectos perdidos?
-No soy yo quien se despide. No es algo personal. Digo “yo” pero es una despedida más total: a un modo de intervenir en la cultura, de generar espacios por fuera del mercado, de inventar estructuras que no aceptan escribir sobre lo que quiere el otro: editoriales, medios de comunicación. Cada uno de los personajes representa una posición estética, un estilo. En Norberto Soares, Charlie Feiling, Miguel Briante, Claudio Uriarte, Jorge Di Paola Levin, Héctor Libertella, el estilo hace al retrato.
-“Black out” tiene una estructura circular con tres títulos que se repiten ¿Esta idea de circularidad excede el juego literario, se puede leer como una forma de leer tu vida?
-No, es un yeite para organizar la escritura. Como escribo en el final, “La pasarela del alcohol” es del orden del retrato. “Ronda”, de la deriva alcohólica, su nomadismo. Y “Del otro lado de la puerta vaivén”, del microensayo. No creo en la circularidad, hay retornos con un resto y una diferencia, pero al darse en otro tiempo y lugar cambian, hay que estar atentos para no leer lo mismo por la propia carencia para leer lo que no es retorno. Es como cuando se dice que el matrimonio entre personas del mismo sexo repite al heterosexual. Es que no se sabe leer fuera del modelo.
-La memoria en el libro está tramada por el alcohol y la sangre. Son como los dos grandes temas que recorren el texto. ¿Funcionan de la misma manera en tu vida o son simplemente dos significantes que elegiste para organizar la escritura?
-El libro está organizado a partir de la escena alquímica de la madre: mezclar dos sustancias y crear otra diferente. Y podría decirse que la mezcla es el emblema del libro: de géneros, de escrituras, de clases. La sangre y el alcohol son metáforas como al alambique. Quizás todo el libro sea un ritual de transformación. Y, como digo en el libro, yo no confieso: cuento.
-¿Te ha costado socializar el dolor, el tuyo y el propio? Por ejemplo, también frente al dolor de tu amigo Gumier Maier por la pérdida de un amante elegís mantenerte a distancia…
-No es mi vida. Lo autobiográfico es un efecto. Eludí la efusión sentimental deliberadamente. No hay dolor cuando escribo. La escritura transforma el dolor en otra cosa. No se escribe desde el dolor y menos se escribe el dolor mismo. La literatura viene de otra literatura, no de la experiencia. Si el libro transmite dolor es porque recibe el legado de otros libros como “Una pena en observación” de C.E.Lewis, “Desgracia indeseada” de Peter Handke, “Una muerte muy dulce” de Simone de Beauvoir, que son “máquinas de duelo” pero también biografías de encomio. No centro el pudor en lo familiar ni en lo amoroso. El pudor es sobre zonas más oscuras de la propia vida como la cobardía intelectual, ceder en el propio deseo, la voluntad de integración renunciando a las convicciones. Pero como dice en el libro: el bar es un hogar contra el hogar. Es la comunidad por fuera de la familia. De eso quería hablar.
-“El desenfreno es una negociación. Suele ocupar el lugar de algo más insoportable, como el suicidio o la locura”, decís sobre el final del libro ¿Sentís que la bebida en un punto te “salvó” de opciones más drásticas?
-Creo que no hay que tomarse tan a pecho las frases efectistas. Quería romper la creencia en la causa-efecto entre “mala vida” y muerte. Pero no se trata de cómo bebo sino de especular en contra de la política de la felicidad y el cuidado paranoico del cuerpo. El alcohol permite a menudo incorporar un poco de muerte a la vida, en lugar de la gran muerte incontrolable. Capote decía con razón que “la cura”, a menudo, mata. El capitalismo no criminalizó el alcohol cuando servía para mantener la fuerza de trabajo obrera y lo criminalizó cuando los bares se volvieron lugares de reunión y sindicalización. La anfetamina fue durante mucho tiempo el motor de la lucidez intelectual, la noche productiva. Habría que hacer una historia política de la sustancia, aunque ya hay muchas. En todo caso leerlas fuera del imperativo de sobriedad que el capitalismo destina salvo para el consumo. Yo prefiero beber a comprar… salvo el trago.
-La memoria es siempre un proceso fragmentario e impreciso pero singular. ¿Cómo se reconfiguran en tu registro todos esos momentos que han transcurrido fuera de la sobriedad y que otros reconstruyen para vos? ¿Cuál es la sensación de verse replicada en sucesos o actitudes que no lográs identificar como propios?
-No hay que leer este libro literalmente. Me acuerdo de esa señora que le decía a Daniel Defoe, el autor de “Robinson Crusoe”: “¡Ay, señor, como habrá sufrido usted en esa isla!”. Siempre lo cuento porque me parece ejemplar. Ahora, que la narradora diga que no logre identificar, en lo que le cuentan, actitudes propias, no me parece mal. Casi todo lo que escribo es irónico con la identidad.
-Escribís: “Si David Viñas dijo que la literatura nacional empieza con una violación, habría que corregirlo un poco diciendo que empieza con un mamarám”. ¿Creés que a la par de la violencia, el alcohol tiene una presencia fundante en la literatura argentina?
-Totalmente. Todos nuestro libros fundantes como “Una excursión a los indios ranqueles”, “Facundo”, “Juan Moreira”, “Martín Fierro”, de manera manifiesta o no, la tensión entre civilización y barbarie y sus metáforas se organizan alrededor del dominio del alcohol.
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