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Cultura 6 de abril de 2025

Entretextos: una selección de poemas de Rafael Felipe Oteriño

Vaya este homenaje de LA CAPITAL al poeta platense de nacimiento y marplatense por adopción, con reverencia, agradecimiento y admiración por su obra poética.

Rafael Felipe Oteriño. Fotos: Mauricio Arduin.

NO NACÍ AQUÍ

No nací aquí pero el mar me hizo suyo:
a mí me atrapó esa planicie que está detrás de las olas,
la que florece oscura cuando llegan las lluvias,
la que no deja un solo día de rugir
y se balancea inmemorial como un parpadeo.

No nací aquí pero el mar me hizo suyo:
no lo amaba al llegar pero ahora lo amo,
tiene el nombre de mis hijas que nacieron ayer,
la forma de mis manos que dibujaron la casa,
el amor y su sombra, la conciencia y el páramo.

Su historia no es mi historia ni aquí yacen mis muertos,
su lengua me era extraña hasta que empecé a pronunciarla,
este fue mi lugar cuando aprendí a rendirme.

Aquí se cumple la sentencia que en el agua está escrita:
somos siempre los primeros en las orillas del mar,
a merced de olas que no escuchan más que su propio latido.

UNA PALABRA

Para decir piedra,
pez, viento, paloma,
tuve que vivir.
Para saludar a un barco,
para decir estela,
horizonte de mar, bahía,
tuve que vivir.
Para virar,
para guiarme por las estrellas,
para seguir un rumbo fijo,
tuve que vivir.
Para señalar el norte,
para enviar un mensaje,
para esperar respuesta,
para saber esperarla,
tuve que vivir.
Para decir caballo: mi caballo.

Todo debió pasar
por mis pies, por mis manos,
tocarme, golpearme,
penetrar mi piel
como el lento acoso de una fiera.
Para afirmar: “-este es el aire
y el fuego”,
“-esto lo líquido y lo sólido”,
y que aire, fuego,
líquido,
sólido,
desnudaran su corazón de medusa,
su confundido aroma.

Más allá de todas las preguntas,
por encima de todas
las tentaciones,
tuve que vivir.

Para decir una palabra,
para decir una sola
palabra,
la primera y la última,
para que naciera esa palabra,
tuve que vivir.

HIJA EN LA HAMACA

El balanceo de mi hija en la hamaca
me habla de la vida:
su cuerpo pendiente de una rama,
sus manos aferradas al imperio
de un invisible azul,
los pies deslizándose en el aire
como en la tierra.

Parece el invierno con su vara de hielo,
parece el verano, tan antiguo.
Visible, invisible
-de pie, hasta la flor más alta-,
abriendo y cerrando los ojos,
queriendo llegar.

Ese ir y venir sobre azucenas,
sobre hueso y dolor, sobre murallas,
mientras en la sombra
cabecean los ancianos,
y en la copa del árbol
habita un susurro.

(Ese vaivén: que no se apague,
que la estrella no caiga
esta noche,
que no se detenga).

Todo, desde la hamaca, se ve;
todo, desde la altura, se aleja.
Salta en el agua un pez,
hay primavera en la rama.

El balanceo de mi hija en la hamaca:
la vida y, también, la muerte,
en este rincón del parque.

ESTA LEY

Cuando no se puede ir más abajo se comienza a subir;
pregúntaselo al madero después del naufragio,
pregúntaselo al nadador en la corriente,
pregúntaselo al ahogado;
pregúntaselo a la ballena en la mirada de Starbuck,
pregúntaselo a Dante en las tinieblas,
pregúntaselo a Virgilio;
pregúntaselo a la moneda en el lecho del río: parece flotar,
al cazador que frente al blanco cierra los ojos,
al guardafaros, al guardavías, al centinela de la torre,
a los que atraviesan la noche negra con rostro despavorido;
pregúntaselo a los que sueñan y no pueden despertar,
a los que empujan en el desierto una piedra enorme,
al suicida, al miedoso, al temerario,
a los que llegan a la tierra de nadie
y encuentran que en verdad no hay nadie;
pregúntales,
porque hubo un día en que ellos tocaron fondo;
ellos plantaron un árbol y lo vieron desmoronarse,
ellos buscaron el sol y lo hallaron caído,
ellos cerraron los ojos y volvieron sobre sus pasos;
se lastimaron un hombro,
vieron leviatanes ensuciando su saco y su almohada,
y fueron más lejos:
vieron a la rosa desprenderse del tallo;
pregúntales,
porque conocieron primero esta ley de la gravedad a la levedad
y ahora son libres.

LA CUOTA DE NADA

No se debería abandonar una ciudad:
se llena de fantasmas.
Los que estaban y no se dejaban ver,
los que llegaron luego,
los que se aprestan para vivir.

Las casas se cubren de un musgo espeso
que tú, que allí has vivido,
no deberías ver.
La mano traza figuras cada vez más débiles
en los muros.

Es como ver lágrimas.
Algo que acaba de caer,
pero penetra muy hondo, y allí se queda.
A esa suerte algunos le llaman futuro,
otros, destino.

No deberías decir: yo no soy ése.
No deberías decirlo.
Volver, si puedes, cuando amenacen quitarte
la parte que llevas dentro.
La cuota de nada que te pertenece.

CANTÁBAMOS

Cantábamos sin la lengua adecuada,
cantábamos con la voz del relámpago
y la urgencia del trueno.
Pero nuestro canto estaba inflamado
desde muy atrás:
por voces que nos sostenían
con su cantar ininterrumpido.

Con la convicción de los hermanos mayores,
con el diamante en el pecho
de los que nos habían precedido,
hijos de un lugar, cantábamos:
una canción más alta que nosotros mismos,
una Arcadia más dulce
que la corriente del agua entre los dedos.

¿A quién cantábamos?, ¿con qué imágenes
y artes desconocidas cantábamos,
que el relámpago nos tocaba el hombro,
y no lo sentíamos; que el trueno
era duro y áspero, y no lo oíamos;
que las manos tiraban de nosotros,
y no obedecíamos?

Cantábamos
con labios acostumbrados sólo a cantar;
cada vez más lejos de nuestras casas,
por calles que ni los propios padres
reconocerían. Cantábamos, ¿lo recuerdas?,
y las cabezas rodaban de los cuerpos,
aún cantando.

TRABAJÉ EN EL JARDÍN

Dejé los troncos desnudos.
No quise que las hojas taparan tanto prodigio:
la convicción con la que salen de la tierra,
el decoro con el que filtran en el aire la exigua luz.

Construyen el día con un destello,
dejan libre su rosada carne, su henchido minuto,
su segundo,
sorprenden a la mañana, trepan fuerte y se abisman.

Ése que busca apoyo y se balancea distinto,
ese otro que crece confiado,
sin esperar la aprobación de nadie.

Quise verlos de cerca:
ser la corteza que se despina para no herir,
el verde que calla porque ha escuchado
el paso firme de alguien.

Podría darles un nombre y serían iguales a vos, a mí:
acostumbrados a conversar a solas,
a enfrentar solos el límite y el vendaval.

Verlos por dentro,
sentir su latido y observarlo preciso:
¿quién más?, ¿quién otro?, ¿quién dos veces
y, sin saberlo, abrigo?

En la torsión de las ramas,
en el esfuerzo por sucederse,
debería estar reflejado y lo estoy.

LA CAVERNA

Tiene la sustancia del mundo: la oscuridad.
Una boca por entero abierta,
silencios de gigante que no se apagan.
El viento ha arrojado allí unas pocas palabras y las repite,
pero no son más que palabras, pues no regresan.

Yo permanezco a su lado: del lado del fuego.
Custodio la entrada y me observo
recortado en la sombra (no soy más que sombra).
Tengo la sustancia de los hombres:
curiosidad y entrega, orgullo y obstinación.

NOMEOLVIDES

Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.

Tal vez sea mejor así:
que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.


Esta selección forma parte de una edición especial del suplemento Cultura de LA CAPITAL en homenaje a la obra de Rafael Felipe Oteriño, que incluye además una entrevista exclusiva de Paola Galano donde comprueba una vez más su exquisita sapiencia (leer haciendo clic acá) y un análisis exhaustivo de toda su obra a cargo de Carlos Aletto (leer acá). Vaya este homenaje, con reverencia, agradecimiento y admiración.