Entretextos, literatura de acá: “Atrapado” de Sandra Rodríguez
La escritora, amante del género de terror y el fantástico, comparte uno de sus relatos con los lectores de LA CAPITAL.

Sandra Rodríguez.
Por Sandra Rodríguez (*)
—Yo quiero ver esas tumbas hechas pelota del fondo —dijo Fabio, el chico ganador que andaba para todos lados enchufado como un robot imbécil a su walkman, y a quien Pedro le tenía una envidia inconfesable—. En Thriller aparecen tal cual. ¿Alguno vio el video en la tele? El de Michael Jackson.
—¿Y qué tiene, pibe? —dijo Pedro alzándose de hombros—. Medio país debe de haberlo visto.
—¿Vos lo viste?
—Más vale.
Todo el grupo se animó entonces a adentrarse en la parte más antigua del cementerio. Incluso las chicas.
—Total ustedes nos cuidan —dijo Clari, la que le gustaba a Pedro.
Y el fanfarrón de Fabio dijo, ganándole de mano:
—Quédense tranquilas, chicas.
Se encontraron con tumbas abandonadas, con las cruces oxidadas y caídas, flores más muertas que los muertos que dormían en su parcela de infierno, ahí abajo.
A estos ya no los visitan más, pensó Pedro, y se dijo que era una suerte estar vivo y saber que esa misma noche iba a meterse en sábanas calientes después de llenarse la panza. No como estas momias. Gente tan, tan vieja que ya no era gente, enterrada en el barro helado.
Lo cierto es que Pedro pensaba todo eso para achicar el pánico y contrarrestar la inquietud, el miedo que le iba ganando el alma. Ahora avanzaban por una zona cada vez más oscura, bien de película de terror. Él había mentido con lo de Thriller: de sólo ver las fotos de Michael Jackson con esos ojos de zombie, bien saltones y contrastando en aquella cara negra, se le quitaban las ganas de ver ese video plagado de horrores.
¿Y qué horrores, qué espantos provenientes de la vida real y no de la pantalla estarían acechándolo ahí, ocultos tras las lápidas y los monumentos y las bóvedas? Imaginó viejos podridos alzándose de sus tumbas y de sus criptas, agitando sus mortajas hechas harapos y ansiando vengarse de quienes venían a perturbar su sueño eterno. Y ni qué hablar de los fantasmas, de los espectros y de los seres invisibles pero en constante y maligna actividad, de los espíritus que rondan dispuestos a perder a las almas.
El corazón le bombeaba más y más rápido, lo agitaba en escalofríos que nada tenían que ver con la atmósfera nocturna. Una ráfaga le erizó la piel, y la vergüenza de mostrarse como un cobarde delante de la barra —delante de las chicas de la barra, especialmente, y delante de Clari muy especialmente— lo decidió: que se quedara Fabio, que era tan hombre; que las cuidara él a las chicas, que era tan machito. Y sin poder resistir más echó a correr. Quería salir de ahí lo más rápido posible: que nadie lo viera cagarse encima, por el amor de Dios.
Su miedo contagió a los demás, y así todos huyeron a la salida del cementerio.
En la carrera, Pedro perdió de vista el camino, y al pisar una vieja tumba la pierna se le hundió en la tapa del cajón, que enseguida se volvió trizas de tan podrida. Lo cierto es que la pierna le quedó atrapada entre las maderas.
—¡Mierda!
Buscó en el bolsillo el encendedor, y por el espacio del cajón roto pudo vislumbrar, bajo el tenue claror de la llama, algunos huesos. Perdió el encendedor, y las manos no dejaban de temblarle, y la voz no le salía, y sintió un líquido caliente bajándole por la pierna. Si algo le faltaba, era mearse de miedo. Tendría que cambiarse de instituto. De barrio tendría que cambiarse. ¡De ciudad! ¡De país!
Lloró, casi sin darse cuenta. Llamó a los pibes —al menos creyó que los llamó—, pero no vino nadie. El aire le faltaba, y el corazón, que hasta ese momento le latía tan rápido, ahora iba cada vez más despacio. Le pesaban los ojos, no podía mantenerlos abiertos.
Oyó voces acercándose. Logró alzar los párpados, y distinguió luces.
¿Linternas?
Sí, linternas que ahora lo apuntaban. Y tanto lo apuntaban que debió levantar el brazo para protegerse los ojos.
Eran varios chicos. ¿Los pibes, que volvían?
No, no eran los pibes. Pudo verlos mejor. Los amigos de él no usaban mochila.
Y vestían rarísimo estos. Y además uno llevaba muchos aros en la oreja, y hasta en los labios. Una de las chicas iba con el pelo de colores, una especie de arcoíris que brillaba bajo la luna. Todos parecían salidos de una película. O de un circo.
A Pedro no le importaba cómo lucían, mientras lo ayudaran a salir de ahí.
Trató de mover los brazos, de gesticular —¡¿por Dios, cómo no lo advertían aquellos desconocidos?!—. Extenuado en su parálisis, no le salía ni una sílaba. ¿Cuánto tiempo llevaba atrapado, hundido en aquella tumba hedionda en donde el gusano no muere?
—Ahí, miren —le oyó decir a una chica de falda muy corta.
—¡Shhh…! —Un gordo, un lechón notoriamente muerto de miedo, hacía señas para que bajaran la voz—. Si nos descubren, podemos ir en cana. Mis viejos me cagan a palos,y encima no me dejan usar la play por un mes.
—Acá, chicos, miren —dijo la del pelo de colores, señalando hacia Pedro—. Fue acá. Acá el chabón…
—… yo no creo en fantasmas —dijo otra—. Fede, tomá mi celu. Sacame una foto acá, ponele flash. Van a ver que no aparece nada. Otra que chabón ni chabón. Lo de ese accidente tan loco es puro verso.
Pedro vio que la chica le daba un aparatito al tal Fede, yahora se paraba frente al chico, para posar ante… ¿Una cámara? Vaya a saber, aunque él no estaba para andar dilucidando nada: una sensación de muerte le partía el corazón. ¿Qué era eso de que “fue acá”? ¿Qué era eso del accidente tan loco?
—¡¿Hey, che, no me van a sacar?! Mírenme la pierna cómo la tengo. ¡¡¡Quién me ayuda!!!
No: nadie hacía nada por él, nadie movía ni siquiera una pestaña por él.
Entonces, Pedro vio cómo el chico de la cámara o lo que fuera miraba con ojos desorbitados el aparato ese.
—¿Así que no iba a aparecer nada? —dijo, y enseguida se lo mostró al grupo. Y todos, incluso el chico, empezaron a levantar sus mochilas. Bien rápido las empezaron a levantar.
Solo de nuevo, Pedro gimió en su desesperación: otra vez lo habían dejado abandonado.
Y se quedó ahí entonces, esperando que vinieran a ayudarlo por fin. Y rogando —cosa que haría por toda una eternidad de siglos— que no se le apareciera aquello que la cámara acababa de registrar.
(*) Sandra Rodríguez nació en La Rioja y reside en Mar del Plata desde hace veinte años. De naturaleza artística y creativa, es actriz, bailarina, maquilladora y diseñadora gráfica, asidua lectora, amante del género de terror y el fantástico. Escribe desde la adolescencia. En 2023 comenzó a participar en el Taller de Corte y Corrección con Marcelo di Marco y su equipo, y ya ha corregido varios cuentos. Además, está en el proceso de revisión de una novela y de varios cuentos más. Una primera versión del cuento “El vendedor de almas” fue leída por Rodolfo Barone en su canal de Youtube “Los cuentos de Rodo”, en el que también publicó “El gato de la señora Pepper”. El relato “Una pared tan suave como el piso” apareció en el canal de YouTube y Spotify “Noches de pluma y tinta”.

Lo más visto hoy
- 1La atención en los bancos vuelve a su horario habitual « Diario La Capital de Mar del Plata
- 2Las mejores fotos de la masiva marcha por el Día de la Memoria en Mar del Plata « Diario La Capital de Mar del Plata
- 3La Fundación de Dante Gebel renovó una escuela secundaria de Mar del Plata « Diario La Capital de Mar del Plata
- 4Choque de tres vehículos sin heridos en la ruta 88 « Diario La Capital de Mar del Plata
- 5Secuestraron el auto desde el que habían abandonado a joven herido: era robado « Diario La Capital de Mar del Plata