Entretextos: “Intrusa” y “Peces remo” de Emilia Vidal
La bióloga, poeta y narradora marplatense, autora de la plaquette "Algunos absolutos medibles" (Goles Rosas, 2018) y el libro "La desnudez de los huesos" (Azul Francia, 2020), comparte con los lectores de LA CAPITAL dos cuentos.
Emilia Vidal.
Intrusa
(Finalista en el 1° concurso “Cuentos a la calle” de Una Brecha)
En esta época de inundaciones el río se ensancha y llega a las casas, a las patas de los muebles y de la gente. Se necesita consuelo, y esperanza también, por eso les llevo la palabra. Muchos me hacen señas desde adentro para que me vaya, otros sueltan rápido un “nogracias”. Pero esta mañana se me dio por insistir. Toqué el timbre una vez y esperé, toqué de nuevo. Aplaudí un par de veces porque el timbre capaz que no anda, pensé. Debería haberme ido pero corrí el cerrojo de la reja y me acerqué a la puerta de entrada. Golpeé fuerte, varias veces. Pude escuchar como un desplazamiento adentro, un ruido parecido al arrastre de algo pesado. Sentí el fajo de revistas que llevaba en los brazos como un recién nacido, me pareció más pesado e incómodo, sentí que era mucho.
Decidí rodear la casa, se me cruzó por la cabeza que tal vez, ese ruido de arrastre que había escuchado viniera de alguien que precisaba mi ayuda. Tiene que ser alguien. Al costado de la casa encuentro un pasto descuidado, hay ciruelos y naranjos rebosantes, muchas frutas reventadas en el suelo. Descubro una puerta lateral que está entreabierta. Sé que no debería entrar sin permiso y pienso que podría dejarle la palabra así, deslizando una de las revistas por esta abertura, pero me pregunto qué clase de hijo hace eso. Digo buen día en voz alta para que lo escuche quien sea que se esté moviendo. La casa me responde con la misma onomatopeya sin nombre. Descubro un reflejo al fondo y me aproximo a eso aferrándome a las revistas como si me sostuvieran.
El reflejo resulta ser un estanque amplio que huele a barro y a hojas mojadas, otra huella de los caprichos del río. Entre los pastos veo huesitos que podrían ser de roedores y otros que seguro fueron palomas. Tengo la sensación de ser observada, hago un giro de trescientos sesenta grados y no veo a nadie, la panza me empieza a estrujar adentro mientras pasan por mis ojos uno, dos ciruelos, dos naranjos, el interior de la reja del frente, la pared del costado con su puerta entreabierta, una ventanita a un lado, una mata de zarzamoras, un aljibe con el arco apestado de óxido, una soga en la que flamean hilachas al viento, y el estanque otra vez. Intento humedecer mis labios pero la saliva me sale pastosa.
Escucho ese arrastre un poco más cerca, solo que ahora no se desplaza sobre posibles cerámicos sino entre pajas o pasto. Quizá haya salido. Me doy cuenta que estaba mirando a la altura equivocada, el ruido viene del suelo pero sigo sin encontrar su causa. Todo verde, todo verde, ¿unas vetas grisáceas? Sé que Él me está poniendo a prueba, no puedo fallarle, soy su testigo. A pocos metros de donde estoy mis ojos encuentran el movimiento, descubro que eso salió. Se detiene a un par de metros de mis pies, nos convertimos en una quietud frente a otra quietud contenida. Agudizo la vista y aparecen los contornos de una forma vagamente conocida en libros, creo que es un reptil. Es algo enorme. Esa cosa parece un árbol acostado, con el movimiento medido y la piel quebrada por el tiempo. Veo unas patas que se diluyen en el verde vegetal e imagino que terminan en pezuñas irregulares por el ruido que hacían adentro. Veo dos orificios enormes en su trompa y cuando llego a la cabeza me encuentro con su mirada. Más bien me estaca esa mirada, la verdad es que apenas respiro.
Acudo a Él y oro sin voz, mentalmente, padre mío, padre santo que todo lo ve y lo sabe, cuida mi camino. Eso me fortalece de alguna manera y pone en movimiento mis pies, hacia atrás. Señor acepto tu prueba, me aliento. Reculo lentamente hasta que siento mis medias mojadas, estoy entrando al estanque. Soy fiel, soy buena, le imploro sin desviar la mirada. No me dejes caer. No puedo continuar, se me escapan las revistas que me sostenían, su palabra, todo va a parar al agua, ¿cómo pude hacer eso? Ya no sé cómo seguir, intento un paso más atrás y resbalo. El estanque es más profundo de lo que parecía, hago un esfuerzo por apoyarme y mis manos se hunden en el lecho que parece de plastilina.
La bestia se acerca y siento el revoloteo de las aves que escapan entre graznidos. El sonido que hace al arrastrar su cola me entumece el cuerpo. Escucho una voz en mi cabeza que no es de mi Señor, tampoco mía, dice una palabra como un eco. Mueve una pata y luego la otra, achica la distancia y a cada paso repite, me repite, intrusa. Creo que le quedarán tres pasos más para alcanzar mis piernas que no quieren, no hay caso, no se mueven. Intrusa. Mi brazo responde y me pongo rápido a buscar una piedra, cualquier cosa que sea dura, que me sirva para defenderme de esta impotencia del lodo y la caída. Intrusa. Tanteo algo de forma redondeada, apenas puedo abarcarlo con la mano, lo saco y lo alzo frente a mis ojos. Cuando el barro se escurre de esa cosa con huecos veo que es una cabeza, casi al hueso. Intrusa.
Peces remo
(Publicado en “Antología de narrativa argentina de Entre Vidas”)
Los números cuatro, siete, doce, eran señalados por orden de aparición. Contaban los perros estacionados sin vida, al costado de la ruta. Pablo apuntó a un bulto magullado de color oscuro, el número 13. Bianca asintió de manera casi imperceptible, la vista fija en la ruta, la mano izquierda en el volante. Contaban los animales con la misma parsimonia con la que, alguna vez, contaron los árboles de mimbre o los insectos que se estrellaban en el parabrisas del Falcon de su infancia.
Cada tanto, Bianca se restregaba las manos para aliviar el ardor. Por la mañana había estado en el jardín, en cuclillas, con las manos en la tierra. Cortó caléndulas para la Mama Luisa, cortó rosas también. Juntó ramitas de melisa y cedrón que ya no servían para el té pero alcanzaban para amenizar el olor a bosta y naftalina que inundaba la casa de la abuela.
Pablo observó los brazos de su hermana, las manos con manchas rosadas, los rasguños perdidos en el antebrazo, las picaduras de insectos. Las manos que se turnaban para conducir y frotarse.
La Mama Luisa se había puesto a juntar las brevas para su famoso dulce y le falló el banquito.
—Pero no hay nada que temer, mijitos —les anticipó al teléfono. Ella sanaría porque los huesos se le volvían a pegar y el cuerpo le quería seguir andando. Además, los viejos como ella, habían crecido rodeados de otro aire, uno limpio. Habían comido carne y granos sin venenos—. Acuérdense del abuelo, pazdescanse: ¡una jarra de vino en cada comida! Si hasta el tabaco era bueno.
En eso tenía razón, las cosas habían cambiado.
Un bulto amarillo pajizo no formó parte del inventario, tal vez la silueta de un carancho alimentándose de él contribuyó con el silencio unánime. En cambio, en lugar de recitar un catorce monocorde, Pablo dijo: son muchos, mirá si es como en Japón con los peces remo.
Ese verano había visto en las noticias que la llegada de esos peces a la costa presagiaba una catástrofe. Pero qué podían augurar esos bichos muertos que no hubiese pasado ya.
—Tal vez los estén envenenando a propósito —dijo él mirando al frente.
—O se estén muriendo por lo que le echan al campo —contestó ella.
Cada vez que se juntaban, volvían a ser los hermanos pequeños que fueron algún día. Ella maestra del patio, él aprendiz de la flora y la fauna doméstica.
Si Pablo se teñía el bozo con jugo de naranja, Bianca sacaba de la galera la palabra “pigmento”. Si su hermano encontraba huevos transparentes en una maceta, Bianca sabía que eran babosas. Si la luna a veces salía redonda o doblada y finita, su hermana traía el Atlas del Universo. Si Pablo había visto a sus padres desnudos en medio del sexo, Bianca le explicaba cómo se hacían los bebés.
—Quince —dijo Pablo.
—¿Por qué no preparás el mate? —le contestó su hermana.
Y Pablo preparó. Se tomó el primero y le extendió el segundo con la bombilla apuntando para su lado, atento a la ruta para cerciorarse de que el camino estuviera despejado.
Ya habían pasado la usina y la vieja estación, les quedaba una hora para llegar a la plaza de Dionisia. La casa de la abuela estaba a dos cuadras hacia adentro.
Pablo volvía a su hermana cada tanto. Ya no le preocupaba el estado de sus brazos y manos al volante. Siempre iba a ser el menor, el alumno. Y se encontraba en ese momento bisagra en el que no se puede refutar al maestro porque es tarde. Momento en que solo se puede acompañar la última lección. Ella había decidido dejar de usar la peluca el año pasado y, en lugar de eso, se contentaba con una bandana verde. Pablo lo veía como una resignación y temía que siguieran otras. Como si, a falta de fuerza, ella estuviera soltando la soga de la que colgaba su cuerpo.
—Mirá, Pabli, otro. Con ese son dieciséis —dijo ella. Hizo una pausa con el mismo gesto ausente—. Las cosas no van bien.
Con esto Pablo coincidió, pero en silencio.
Emilia Vidal (Mar del Plata, 1979) es bióloga, poeta y narradora, especialista en microbiología, autora de diversos artículos y un libro de investigación. En poesía, publicó la plaquette “Algunos absolutos medibles” (Goles Rosas, 2018) y el libro “La desnudez de los huesos” (Azul Francia, 2020). En narrativa, participó con relatos cortos en el sitio web La Palabra Precisa, en la “Antología de narrativa argentina de Entre Vidas” (Bucanera, 2021) y “Otras formas de ser humano” (Cia. Naviera Ilimitada, 2024). Algunos de sus textos fueron premiados y/o seleccionados como finalistas en concursos literarios (Biblioteca Popular Babel, Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro, convocatoria de Una Brecha “Cuentos a la calle”, premio OEI de cuentos de ciencia y tecnología). Desde 2020 concurre al taller literario Heterónimos, coordinado por Nicolás Hochman.