Entretextos: “Familia y tradición” de Sebastián Lucas Moreno
El escritor y maestro marplatense comparte una crónica con LA CAPITAL.
Por Sebastián Moreno (*)
—Son las cuatro, pa; ¿me cambio?
Sin esperar respuesta ni sugerencias va a su pieza; ya merendó algo liviano; ya recargó la botellita con agua de la canilla y la puso en la puerta de la heladera; ya dejó la mochila con los deberes de sociales suficientemente lejos. Se cambia sin ayuda, meticulosamente y a reglamento; calza y polera térmicas; short negro sobre la calza; remera de entrenar, sin número pero del club, por fuera del pantalón; medias blancas con franjas rojas; el buzo, también negro con vivos rojos y el escudo bordado; los botines, todavía un poco flúor, herencia de un hermano mayor, bien ajustados con doble nudo. Cassandra está lista para ir a fútbol, por segunda vez.
Es en el club que no es el único ni el más importante del barrio. Con su discreto prestigio a nivel local, más allá de usarle el nombre a un club grande. Con su cancha de once, de césped sufrido y tribunita escalonada techando baños y vestuarios. Con su buffé y su salón de fiestas familiares. Con su quincho, su parrilla y sus medios barriles de aceite para la basura.
Todo pintado a franjas horizontales en los colores distintivos. El club que supo hacer lugar a las bochas, al frontón, al hockey, al tenis, al ajedrez o al paddle, siguiendo las modas o las demandas de socios y público en general, ofrece hoy, además de la grande, dos canchas medianas de sintético y otras dos más pequeñas, una de ellas cubierta y de baldosas; todas delimitadas en su espacio aéreo por gigantescos mosquiteros de red. La canchita cubierta donde Cassandra va a ir a fútbol por segunda vez, empezó como un playón a la intemperie, rodeado por una baranda de caño y tablones; la construyeron hará cuarenta años para jugar al hockey sobre patines, justo en el rincón de pasto donde yo tenía mis primeros entrenamientos en las divisiones infantiles de un club.
Llegamos temprano, no sabe que esta especie de galpón sin ventanas y tinglado alto envolvió la vieja canchita de hockey; nos sentamos en un angostísimo cajón de cemento que se estira contra la pared lateral, a metro y medio de la baranda de caño y tablones. Cassandra se para, me da su campera, se sienta y se para de nuevo; reconoce otros uniformes como el suyo; alguna cara, ningún nombre aún, unos botines rosa. En el galpón de tinglado alto cada ruidito estalla desmesurado; cada voz se hace coro y eco, y enseguida, coro de ecos; cada frase dicha es una adivinanza interminable con reverberancias de catedral.
Vino la combi. Entran en involuntaria fila, sin apuro ni estridencias, por el pasillo lateral. Son nenas, niñas, algunas señoritas, otra ya una chica. Se llaman Abril, Brisa, Cassandra, Mía, Maia o Zoe; entre el metro treinta y cuatro y el metro setenta; de treinta y ocho a sesenta y dos kilos. Todas con uniforme de entrenar; cada cual con su estilo y su peinado. No hay carreras ni corridas ni empujones; no hay piñas en la vacuna, ni paralíticas en los muslos; ni arengas desaforadas, ni insultos amistosos, ni apodos humillantes. Caminan serenamente; la sonrisa moderada, el paso firme, la frente en alto. Avanzan recatadas, resueltas y graciosas sobre el sagrado territorio de la pelota; no imagino otro sitio donde un grupo semejante de nenas-chicas se comporte así. Sobre el angostísimo cajón, padres, madres, tías, abuelos y hermanitos, acompañamos en respetuoso silencio; sí imagino un ritual milenario; un desafío al valor, la habilidad y la astucia, que paga en alegrías, atenciones, cuidados y respeto, y hasta con fama, gloria y dinero; ritual que mi padre y mis tíos, yo mismo y los hermanos de Cassandra tuvimos el derecho -o el deber, quién sabe- de aceptar oportunamente.
Los uniformes de todas las tallas se congregan sobre el lateral más lejano en torno a los profes, que se llaman Demian o Axel o Lautaro; presentan a una compañera nueva que, aún en ropa de civil, con lo más deportivo que encontró en su armario de niña, es bienvenida entre aplausos; ya es una de ellas, una de nosotros.
La voz del profe se hace coro a sí misma y retumba desmesurada en el galpón de tinglado alto; predica en una adivinanza interminable el primer circuito de actividades: asigna lugares y funciones, explica desplazamientos (con pelota-sin pelota), describe gestos técnicos; repite preceptos ancestrales, “primero, control; que no me rebote”, “firme el pase, con cara interna”. La atención prestada o fingida es total; Cassandra, una nena, es toda concentración; tiene la suela derecha sobre la pelota, la espalda curvada hacia adelante, los antebrazos cruzados sobre la rodilla levantada, los hombros juntos y la vista en el horizonte; en un gesto que no le enseñó nadie.
Un pitido corto que retumba en el tinglado, en el pecho y la panza, da inicio al entrenamiento -ritual- batalla. Pequeñas, fugaces escaramuzas se libran repartidas por todo el campo de juego contra un enemigo indomable, impredecible, tramposo, mal intencionado y redondo. Las nenas-chicas, con sus armas primitivas, recién estrenadas, pierden casi todas. Pero se toman revancha en la siguiente posta; enfrentan con determinación el desánimo, la furia o la vergüenza y ganan lo que se gana jugando a la pelota; aprenden, tímidamente, lo que es gritar BIEN, NO, GOL Y UH, si pega en el palo; aprenden a guardar cada pequeña victoria en un puño apretado.
Se juega. El coro de un profe arma los equipos para la segunda mitad de la práctica; se sabe todos los nombres. Otorga puestos, señala sectores, actúa movimientos, repite consejos milenarios: “primero, control”; “si atacamos, me desmarco”; “nunca salgo para adentro”. El pitido retumbante las devuelve a la batalla; pierden en casi todas: fallan controles y pases, abandonan marcas y sectores, corren tras los rebotes, le pegan como viene para donde estén mirando; dicen PASALA y VOLVÉ; gritan NO, BIEN, UH! Y GOL; se abrazan, se aplauden, se reprochan, se alientan, se ríen. Ganan lo que se gana jugando a la pelota y sacan del medio.
Sebastián Lucas Moreno tiene 50 años y se define como “nativo marplatense, maestro de Primaria Pública y papá de Cassandra, entre otros”.