Entretextos: “El Regional”, un relato de Carolina Favini
Carolina Favini (1983) nació en la ciudad de Mar del Plata. Cursó los estudios secundarios en el Instituto Alberto Schweitzer. Es Acompañante Terapéutica y actualmente trabaja con niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad. Realizó varios talleres de Escritura Creativa, destacando dentro de los mismos los dictados por la profesora Evangelina Aguilera, con quien ya había trabajado durante el año 2020 en un proceso que culminó con la publicación de su primer libro de cuentos, “Correr el telón”, de Gogol Ediciones, en octubre de 2021.
Hace unos meses me vi obligada a abandonar la prepaga porque no la podía pagar. Tenía menos trabajo. Estoy enferma y vengo acá. Al principio, lo hacía semanalmente y ahora, cada veintiún días, casi siempre inexactos.
Tomo el colectivo 512 en la avenida Pedro Luro y luego de cuarenta y cinco minutos, aproximadamente, bajo en otra avenida, Juan B. Justo, frente al enorme predio en el que está emplazado el Hospital Interzonal General de Agudos Doctor Oscar E. Alende, más conocido como el Regional.
El turno es a las nueve, pero llego a las nueve menos cuarto. Doy una vuelta a la manzana, intentando retrasar mis pasos mientras avanza el reloj y luego recorro el espacio, secando la sudoración de las palmas de mis manos en el jean, hasta que llego al área de salud mental y me anuncio con la chica de la ventanilla. Las paredes que alguna vez fueron blancas, algunos consultorios y dos bancos de madera y de aristas duras, combinan a la perfección con la frialdad del lugar. Una pequeña sala amontona a quienes esperamos al médico y a, cada costado, grandes vidrios nos separan de la población estable del lugar. Pido permiso y me hago pequeña en el espacio libre del banco de madera frente al pabellón de las mujeres y de espaldas al de los hombres, en el que varios deambulan sin sentido.
A mi lado, una señora pregunta, en un tono de voz casi imperceptible y cubriendo su boca con un pañuelo de colores, si soy la persona que su hermana envió para cuidarla y, sin darme tiempo a responder agrega que su familia quiere internarla por loca pero que ella está bien. Dobla prolijamente el pañuelo, lo guarda en su cartera y mirándome de reojo va a pararse cerca de uno de los ingresos a los consultorios. La chica de la recepción toma mates mientras conversa y se ríe animadamente con el hombre de seguridad. Vuelvo a limpiarme la sudoración de mis manos, al tiempo que advierto cómo mi respiración comienza a agitarse. Busco en la mochila mi libro y luego de beber un gran sorbo de agua intento concentrarme en la lectura de aquellas páginas.
La puerta de blindex es abierta violentamente por un joven y ante el silencio repentino y general, levanto la vista. Es difícil jugar a adivinar su edad, pero no debe tener más de veinticinco años. Lleva una remera y un pantalón deportivo sucios y nada en los pies. Temblando y con las manos extendidas se acerca a la ventanilla a pedir su medicación. La chica, sin soltar el mate, le dice que debe esperar que lo atienda el médico y que hay mucha demora. Él repite que sólo necesita su medicación y comienza a llorar a los gritos. El hombre de seguridad sale del cubículo y el joven se apresura a insistir con su pedido de medicación.
—Nicolás, te escapaste hace dos días —le dice de cerca y con una voz que nada tiene que ver con su enorme cuerpo —O esperas al médico o te vas, pero acá no molestes. Y con el último sonido de la letra s, el chico se deja caer en el suelo y nuevamente llora, a la vista de todos, pero ahora ya no con el llanto estridente de la primera vez, sino con una congoja pesada que le sacude todo el cuerpo. Sin ningún tipo de reparo, el hombre de seguridad lo levanta de un brazo y lo lleva afuera. Nicolás lo putea y le pega una trompada a la puerta para luego retirarse a los tumbos.
Entre el murmullo del resto y el sonido de la pava eléctrica calentando el agua, advierto que mi pensamiento comienza a ser aleatorio e inconexo. Me duele el pecho, siento la tensión en las piernas y las mandíbulas apretadas. La ansiedad es física y mentalmente agotadora.
La puerta de uno de los consultorios se abre y llaman a alguien que no soy yo. Necesito tomar aire. Voy hasta la puerta mientras observo nuevamente a la señora que, con el pañuelo tapando su boca, le dice algo a un hombre que espera a su lado.
Respiro el aire fresco de la mañana y me siento en el piso, apoyando la espalda contra el vidrio. El ruido de la gente que va y viene, de los automóviles que pasan, y de los hombres, generan una música singular, propia de ese lugar y del que sólo puedo abstraerme cuando observo a una paloma venir directamente hacia mí. De repente, decide comenzar a caminar hacia la mitad de la calle. Pienso en que debo correrla antes de que algún vehículo vuelva a circular por allí. Cuando intento incorporarme ya es tarde. Estoy lenta y un auto que le pasa casi por encima, la deja sacudiendo su cabeza. Me esfuerzo por levantarme mientras ella me observa, como atontada, sin entender por qué no se apura esta humana que podría ser su salvación y veo cómo, una ambulancia, la pisa completamente.
Siento el ruido de sus huesos y de su pequeño cuerpo al explotar. Son las once horas de una mañana de lunes y el resto de la gente que pasa por allí parece no haber visto nada. Nadie frenó, nadie reparó en la finitud de la vida de esa paloma. La culpa pelea cuerpo a cuerpo contra la ansiedad que me habita. Debería haberla salvado. Me acerco, con la mínima fuerza que conserva mi cuerpo, a correr los restos de lo que, hasta hace apenas minutos, era un ave cuando oigo gritos. En ese momento la gente sí se detiene y observa. Cada uno de los transeúntes queda estático en su lugar y todos giramos nuestras cabezas mirando a quien grita “Agárrenlo”.
Un joven con remera y pantalón deportivo sucio y nada en sus pies, es perseguido por un enfermero y otro hombre. Un auto bordó frena a escasos centímetros del cuerpo aplastado de la paloma y de mí. El conductor se baja y corre en dirección al joven que no es, ni más ni menos, que Nicolás. Otras personas lo siguen. Regreso, hecha un manojo de nervios, a la sala de espera y vuelvo a sentarme, aprovechando el lugar libre mientras la mayoría mira y saca conclusiones sobre lo que ocurre afuera.
Biografía
Carolina Favini (1983) nació en la ciudad de Mar del Plata. Cursó los estudios secundarios en el Instituto Alberto Schweitzer. Es Acompañante Terapéutica y actualmente trabaja con niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad. Realizó varios talleres de Escritura Creativa, destacando dentro de los mismos los dictados por la profesora Evangelina Aguilera, con quien ya había trabajado durante el año 2020 en un proceso que culminó con la publicación de su primer libro de cuentos, “Correr el telón”, de Gogol Ediciones, en octubre de 2021. Publicó, además, “Diario de Caza”, en abril de 2023, también editado por Gogol Ediciones. Participó en las Antologías “La voz que nos habita”, Colección Laberintos de PuertaBlanca, y “Mujeres Empoderadas, Vol. IV” de Niña Pez Ediciones, en los años 2022 y 2023, respectivamente.
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