Entretextos: El jefe de la manada, un cuento de Jorgelina Etze
Jorgelina Etze nació en Lomas de Zamora. Es abogada, cuentista y novelista. Publicó: No hay una sola forma de morir (Cuentos, Paso Borgo, 2013), Cosas de chicos, Novela publicada en Perú, finalista del Premio Altazor de Novela (Novela, Altazor, Lima 2016), Tantas soledades, (Cuentos, Luvina, 2019), Halcones de Mar, El fantasma de Spencer (Novela, Bucanera, 2021), Halcones de Mar, Niebla de espejos (Novela, Bucanera, 2022).
Ventura se asomó al patio y observó la planicie que se rendía al viento patagónico y moría en la cordillera. Dos ovejeros se acercaron y frotaron sus cuerpos contra las piernas de Ventura hasta que, por fin, les acarició la cabeza. Entonces se echaron y, al igual que su amo, se dedicaron a vigilar la tarde.
Hacía días que sólo lo acompañaban los perros y algún otro animal que se recuperaba en el consultorio. Ni como hombre ni como veterinario era muy respetado en el pueblo. Nadie, nunca, lo consultaba para nada ni escuchaba lo que tenía para decir.
Apenas recurrían a él cuando no quedaba más remedio. Max, el macho, se incorporó unos segundos antes de que Ventura oyera el motor que avanzaba por el camino.
Martín se bajó, cerró la puerta y enfiló hacia la parte trasera de la camioneta.
—Encontré un perro lastimado, Ventura —dijo mientras destrababa la puerta de la caja.
—No lo muevas. —Ventura, seguido por sus ovejeros, se arrimó—. Si está asustado, te va a morder.
Pero Martín no escuchó a Ventura: bajó la puerta de la caja, y el animal tiró un tarascón antes de incorporarse.
—¡Cuidado! —Ventura cruzó su brazo frente al pecho del hombre. Max apoyó las patas delanteras en la tierra del camino y, sobre ella, puso su cabeza con las orejas bajas.
—Se ve que metió la pata en una trampa. —Martín estiró el cuello detrás de Ventura—. Está hecho bolsa.
El perro, en la camioneta, seguía rugiendo y no permitía que nadie se acercara. De lejos, Ventura miró la pata del animal herido: los dientes de la trampa habían atravesado el pelo y la carne.
—Este bicho está hambreado —dijo, y se agachó para ver más de cerca—. Mirá cómo le sobresalen las costillas.
Intentó acercarse más, pero el hedor lo espantó. La herida era una masa infestada de moscas y gusanos.
—Va a perder la pata —dijo dando un paso atrás—. Pero si lo lleno de antibióticos, capaz se salva.
—No es mío —aclaró Martín, dejando claro que no estaba dispuesto a poner un peso.
—¿Y cómo lo cargaste?
—No lo cargué. Lo vi en el campo, chillaba como alma en pena. Así que fui a la camioneta para buscar el rifle y sacrificarlo. Pero cuando bajé la tapa de la caja, no sé de dónde sacó fuerzas y se subió. Nunca vi un perro con tanta polenta.
—No es un perro. Es un lobo.
—No diga pelotudeces, Ventura. Acá lobos no hay.
—Bueno. —Ventura se acercó de nuevo a la camioneta y miró los ojos amarillos del animal—. Parece que por lo menos hay uno.
—Lobo o perro, yo no pago. Si usted no puede hacerse cargo, lo sacrificamos ahora.
Ventura observaba al lobo que, estirado sobre la chapa fría de la camioneta, lo miraba como pidiendo ayuda. El viento volvió a soplar y el animal, atontado por el dolor, se unió a su aullido. El lamento ahuyentó a los perros, que corrieron a refugiarse en el interior de la casa. Pero, a Ventura, el sonido en lugar de espantarlo lo conmovió. El bicho le pedía ayuda, así que se fue adentro y, enseguida, volvió con una escopeta. Antes de que Martín pudiera hablar, le disparó a la bestia un dardo tranquilizante.
Una vez que el lobo se durmió, Ventura le pidió ayuda al conductor. Entre los dos lo cargaron y lo llevaron al consultorio.
—Sostenelo mientras le pongo el bozal —dijo Ventura. Después acomodó una banqueta junto a la camilla y se dispuso a curarlo. Martín aprovechó para irse.
—Un lobo —dijo mientras se subía a la camioneta—. Este Ventura es más boludo que yo.
Fue una noche larga. El lobo se removía a medida que el efecto del sedante iba cediendo. Ventura no se movió de su lado. La fuerza del animal lo conmovía. Sintió que amputarle la pata era un crimen, así que se empeñó en salvarla.
Insertó un catéter y una vía. Era imprescindible hidratar a la bestia. Después lo llenó con antibióticos. Más tarde removió el tejido muerto, suturó y echó desinfectante sobre la carne expuesta. Ahí, el animal se despertó. Era muy fuerte. Tanto que las correas que lo sujetaban se estiraron casi hasta romperse, pero resistieron.
Al final el lobo se rindió, pero no volvió a dormirse. Ventura trabajó hasta que el sol se impuso, y se sorprendió al ver que el lobo solitario lo miraba con esos ojos líquidos. Feroces, sí. Pero hipnóticos. Creyó reconocer algo de él en los ojos de la bestia. No sabía qué. Porque él era un tipo manso, pero el desdén de sus vecinos y de sus colegas lo quebraba. Había intentado mezclarse, adaptarse a todos los moldes, convertirse en lo que los demás apreciaban. Pero no había funcionado. El pueblo, además de dañarlo, lo asfixiaba. Así que había decidido instalar su consultorio y su casa en un lugar apartado. Vivía solo en un territorio infinito que ablandaba la luna. Sí, él también era un lobo solitario.
Sus manos fueron más veloces que su razón. Antes de darse cuenta, tal vez por compasión, Ventura le sacó el bozal al lobo que, de inmediato, lo mordió.
Mientras, a dentellada limpia, el animal cortaba las correas que lo apresaban, Max y su compañera aullaron desde algún rincón de la casa. Cegado por el dolor de la mordida, Ventura se desmayó.
Era de noche cuando los lengüetazos húmedos de Max lo despertaron. El cuello le ardía. Ventura se había salvado por muy poco. Un par de centímetros más a la derecha, y el lobo le habría cortado la yugular. Ventura creyó que, por algo, esa no había sido su hora. Lo tomó como una oportunidad.
Con esfuerzo se levantó del piso, se curó la herida y, acompañado por Max y su compañera, abandonó el consultorio.
Los problemas llegaron al pueblo con la luna llena. Esa noche, Arias, el veterinario más prominente, fue asesinado. La secretaria lo encontró en el consultorio con la yugular arrancada y despatarrado en un charco de sangre espesa y oscura. No había señales de lucha, sólo unas huellas rojas que se perdían en la vereda. Huellas animales.
—Me aseguró que era un lobo —dijo Martín que, al enterarse de lo ocurrido con Arias, se reunió en el bar con algunos vecinos—. Y no lo sacrificó.
—Ese Ventura siempre fue un pelotudo —dijo uno de los vecinos—. Acá lobos no hay.
—Ya sé —dijo Martín—. Ventura dijo que le iba a tener que amputar la pata. Y del consultorio de Arias se escapó un bicho grande, pero que tenía las cuatro.
—¿Cómo sabés? —preguntó una vecina.
—Lo dijo el tipo que mandó el fiscal —explicó Martín—. Yo no sé, pero habría que ir a preguntarle a Ventura. Si ese bicho anda por acá, es un peligro.
Max levantó las orejas justo cuando Ventura oyó que alguien se acercaba por el camino. Flanqueado por sus perros, salió al porche y vio venir una caravana de vehículos.
—Buenas, Ventura —dijo Martín cuando varios vecinos se bajaron de sus vehículos—. ¿Se enteró de lo de Arias?
Ventura asintió.
—¿Habrá sido el perro que le traje el otro día?
—Era un lobo —dijo Ventura—. Y se murió. Así que no creo.
—¿Se murió? —preguntó Martín.
—Vos lo viste —dijo Ventura y le acarició la cabeza a Max—. La herida estaba muy fea. No aguantó.
Los vecinos miraron al conductor, que asintió refrendando lo que Ventura decía.
—¿Qué le pasó, Ventura? —preguntó uno de los vecinos al notar la venda que Ventura tenía en el cuello.
—Un accidente con la tijera —explicó Ventura—. No fue buena idea intentar cortarme el pelo solo.
Un par de vecinos se rieron y, después, volvieron por donde habían llegado. Desde entonces, en el pueblo las cosas fueron de mal en peor. El panadero, el corredor de seguros, el dueño de la inmobiliaria, el gordo de la óptica. Cada uno de ellos, asesinado en luna llena por un animal que atacaba a la yugular.
—Ese lobo se habrá muerto —dijo un vecino en una reunión de emergencia—. Pero seguro hay, y quieren sangre.
—Acá pasa otra cosa —dijo Martín, y se hizo silencio—. Todos los muertos tuvieron problemas con Ventura. El corredor de seguros se guardó una guita, el de la inmobiliaria no le quiso renovar el alquiler, el gordo de la óptica no le pagó cuando Ventura le salvó al perro…
—¿Y el panadero? —preguntó una vecina.
—Le sopló la novia. La única mina que salió con Ventura lo terminó dejando por el panadero.
—Eso no tiene nada que ver —dijo alguien—. A todos estos los mató un animal, no fue Ventura.
—¿Y la herida del cuello? —preguntó Martín.
—¿Vos decís que Ventura es un hombre lobo, Martín? Al final, sos más pelotudo
que él.
Pero las muertes seguían. Y nadie les encontraba explicación salvo, claro, esa que nadie decía en voz alta. ¿Ventura, un hombre lobo? Era de locos. Pero todos se sentían en riesgo, porque todos, de alguna manera, habían dañado a Ventura.
—Investiguen a Ventura —exigían los vecinos a la policía.
Y la policía investigó, pero no encontró nada.
Llevados por el miedo, los vecinos cambiaron de actitud. Intentaron, de alguna manera, congraciarse con Ventura. Hacerle favores. Ocuparse. En ese acercamiento encontraban un modo de protegerse de eso que cada luna llena acechaba el pueblo y terminaba en un baño de sangre. Pero la matanza no terminaba. A veces se hacía más espaciada. Otras, más intensa.
Los vecinos, impotentes, poco a poco abandonaron el pueblo. Se deshacían de sus propiedades a precios ridículos. Y Ventura, cuando podía, aprovechaba la oportunidad.
Así se convirtió en el dueño de todo y en un tipo respetado al que los habitantes que llegaban, y que ignoraban las historias de la matanza, escuchaban.
Se transformó en el jefe de la manada que, en las noches de luna llena, erguido y flanqueado por sus perros entrenados para desgarrar la yugular de los hombres, le cantaba a la luna y a un lobo solitario que, desde algún lugar de la planicie, aullaba para saludar.
Biografía
Jorgelina Etze nació en Lomas de Zamora. Es abogada, cuentista y novelista. Publicó: No hay una sola forma de morir (Cuentos, Paso Borgo, 2013), Cosas de chicos, Novela publicada en Perú, finalista del Premio Altazor de Novela (Novela, Altazor, Lima 2016), Tantas soledades, (Cuentos, Luvina, 2019), Halcones de Mar, El fantasma de Spencer (Novela, Bucanera, 2021), Halcones de Mar, Niebla de espejos (Novela, Bucanera, 2022). Participó en varias antologías en Argentina y en Perú. Colabora también en la escritura de largometrajes. En su carrera obtuvo varios premios literarios. Forma parte de la Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, y participa activamente en varios grupos de escritores independientes. Sus cuentos han sido publicados en diversos medios entre los que se destacan la Revista Axón y el Diario Perfil.
Coordina talleres de escritura y dirige la editorial Bucanera. Info de redes: Facebook Jor Etze IG @jorgelinaetze