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Cultura 22 de abril de 2025

Entretextos: “El Cajón”, un poema de Jorge Vivas

El investigador y Profesor Emérito de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Mar del Plata comparte un poema extenso con los lectores de LA CAPITAL.

 

La subida temprano a la mañana

El agua lechosa que recoge,
crepita suave bajo los troncos muertos,
camina sobre piedras, lentamente,
con un talud de gel que se abrillanta,
se escurre en su glotis y hace añicos,
la larga noche con frescor de mañana.
Pocas veces, inmerso en el hollín cotidiano,
amanecer le pareció tan diáfano,
que hasta sintió un punzón que le hizo daño,
pues sus pupilas chicas no lograban,
contener el vendaval de estímulos
que en tropel lo pisaban y le ardían,
y, más que mirar gozoso lo inefable,
se sintió abrumado por fuerzas turbulentas,
fracturado el control del fuero cotidiano,
los transportes previstos, los accidentes malintencionados,
los tropiezos del subte, el desayuno,
parado en una barra que,
por alguna razón irrazonable,
alivia el ordenado desorden ciudadano.
Aturdido entre pájaros glotones
y centenares de insectos que ondulaban,
luego de unos minutos la vio a Elsa,
mirándolo, sonriente y apiadada.
—Ya está el café, le dijo, cuando estuvo segura
que había cesado el encanto de las hadas.
Me lo contó una vez un parroquiano,
en un refugio sociable y abrigado,
que las hadas del bosque atacan siempre,
primero, al visitante citadino y apurado.
Andrés,
el joven guapo,
que tiene por costumbre andar de prisa,
el que suele pasar frente a Sarita,
sin saber siquiera que ella existe,
que ella sufre, su ignorante respeto
y ama los pelos que le ocultan los ojos cuando llueve,
esa figura, elegante y triste,
que llena su boca de ternura,
él, que, arrebatado y entusiasta
confesó su admiración por Elsa,
una recién llegada solitaria,
que afanosa entrenaba pantorrillas y piernas,
mientras miraba el techo y murmuraba
cantos tántricos que él jamás entendía.
Fue en un agujero negro de caderas,
que embriagado orbitó, sin saber si era cierta,
tal vez, un reflejo vano de aquel amor primero
o una reencarnación hecha mujer de su deseo.
Nunca supo el origen ni el fin de esa bobera,
que empezó antes de ayer, pero fue eterna,
desde que dijo
“Sí, te acompaño hacia el sur, a donde quieras”
e hipotecó del sueldo la semana pendiente que tenía.
El que ahora sentado frente al lago,
se pregunta mil veces ¿de dónde habrán salido?
esos arroyos que parecen voces,
esas voces que ovillan muchas veces,
cada vez que mira esa eterna pasarela,
que se acuna con el viento en el río,
blanco,
aunque se llama Azul,
como Celeste,
aquella novia que le dio el primer beso.
Tomaron el café y una manzana,
se ajustaron las botas mientras cargaban agua,
estiraron la espalda frente a cada mochila
y enfrentaron las horas que faltaban
tratando de llegar al refugio de día.
Conscientes de su poca experiencia,
guardaron mapas sin conexión y de relieve.
Cruzar el puente fue el primer desafío,
como serpiente torpe se movía,
era largo y decía “de uno en uno”,
tenía baranda, pero de un solo lado.
“¿Quién me mandó salir de la oficina?
que hasta shared home office me ofrecía
y seguir los delirios de esta Elsa,
ecologista, vegana y deportista”.
El vértigo, el temor, la taquicardia
llegaron pronto para tan largo viaje,
“qué mal la estoy pasando”, se decía,
mientras miraba el celu, sin ver nada.
Aunque el sosiego le fue ganando espacio
luego del pedregal, al comenzar el bosque,
la pendiente trivial, camino ancho
y decenas de jóvenes risueños,
convocaron al Andrés repuesto
que pudo reparar en la belleza.
Disfrutó del camino mientras pudo,
aunque fue largo para sus piernas flacas,
gelatina turquesa parecía,
el río y el lago que se esconde abajo,
oculto, defendido y reposando
tras matas de pehuenes centenarios.
Después de horas de marcha, entre meandros,
compartiendo los pájaros y tábanos,
ella le habló, por fin, casi con pausa,
saliendo perezosa del silencio.
—Podemos descansar si te hace falta,
tomemos agua y una selfie abrazados,
que posteamos más tarde en el albergue
si encontramos señal o nos prestan el wifi.
El descanso frugal resultó escaso,
pero temía más la noche que el dolor de su cuerpo,
así, que un tanto ansioso y más que resignado,
se cargó la mochila y retomó el camino.
La pendiente final se fue empinando
y se dejó llevar por el empeño de Elsa,
que sonriente y feliz se destilaba
en pupilas gigantes que atrapaban
cada color e insecto como un sapo.
No podía ser el partner deseado,
al menos no, para hacer esas cosas,
así que, sin pudor y sin retorno,
echó a la voluntad una pizca de aliento,
aumentó las bondades, fantaseadas,
de la cerveza artesanal que se produce arriba,
con vistas flasheadas del Olimpo andino
y el abrigo en cannabis con que acoge el refugio.

La playita. El remanso soñado

Cuando trémulas voces lo hostigaban
y el refuerzo anhelado se esfumaba,
una playa lo atacó en un recodo
y fueron dos miradas que se hundieron,
coincidente el anhelo y la fatiga,
un galope amañado los condujo al agua
y gozaron del frío, en sus pies descalzos.
—¿Cuánto falta? Muy poco, dice el mapa.
Una sonrisa de triunfo le brotaba excelsa,
con un fulgor que iluminaba el bosque,
la miró seductor y como un niño,
le suplicó parar hasta mañana.
Con una carpa prestada y mal armada
hicieron con tres vientos su guarida,
abrieron latas y cortaron panes
que no se multiplicaron,
resultaron escasos,
pero abrocharon de lujo la jornada
con un manto de sueños embolsados,
al amparo de voces que, del río,
las hadas de Morfeo les traían.
Sigilosa, como una gata muda,
salió Elsa a buscar un baño improvisado,
un tronco enhorquetado fue su dicha
mientras miraba estrellas que subían.
Breve el silbido de su vista extasiada,
fue cuando comprendió lo irregular
que es dado, cuando las luces suben
a lo lejos y ve el fulgor del alba
que crece desde allá, valle abajo.
—Andrés, mirá! ¡¡¡Parece fuego!!!,
que nace en el lugar donde empezó la marcha.
El sopor confundido de la vista amarrada
y el desnivel del suelo pedregoso
fueron mucho tropiezo para un Andrés cansado,
que entre dolor y sueño se ajustaba
la hebilla a la cintura y el cordón de su bota.
En medio de ese estado pasajero, unas voces,
que surgen de las rocas, mira sin ver
a quién, pero escuchando claro,
el mensaje asertivo que aconseja.
“Ya te dijimos, tres veces, que cambiaras
tus metas por figuras más claras,
que no era para vos seguir esta manada
que tu destino es otro, y vos, como si nada”.
Risas como burbujas se ocultan en el agua
mientras su pulso corre con la cascada,
de temores y monstruos de la infancia
que se detienen al ver los ojos de Elsa,
que está dura, erguida y asustada
como cuando la conoció,
al salir del gimnasio.
Ansiedad paroxística episódica,
mirá qué nombre, para decir cagazo,
pánico, da igual, es una estatua,
que teme que pronto se desboque,
mientras se acerca cautelosamente
para abrazar su cuerpo tintineante.
Solo supo, pisar una rama al descuido,
para falsear la cura remedada,
y como en Palermo, escuchar “largada”
para verla fugar hacia lo incierto.
Corrió tras ella mientras tropezaba
y vio la carpa que quedaba lejos,
pero era joven, bonita y entrenada,
resultaba imposible perseguir su viento.

El repliegue. Temor ígneo

Fue allí, cuando ese pulso, que sintió en el cuello,
le trajo un recuerdo vago, amortiguado,
del okey dicho al aire mientras se vestía,
saliendo del turno, de control, hace unos años,
tal vez, cuatro o cinco, el doctor miraba,
el electro joven y, al pasar, contaba,
“sigamos esta arritmia”, pequeña e inconstante,
la próxima, dijo, con voz asedada,
hacemos un Holter para controlarla.
Pero no hubo otra cita, se quedó en borrascas
de presiones corrientes y un tanto negada,
no sintió otra marca, ni pulso, ni araña,
aunque algunas veces, tambores al alba,
cuando sueña feo, o el dormir se acaba,
ante el atropello de luces que, como ovnis,
reclaman en brillos sobre su ventana,
que mira hacia el puente, el puerto, barcazas…
En ese momento giró hacia el poniente,
donde tras los pinos, tremenda humorada,
era como el alba que tanto miraba,
desde su ventana, segura y arcana.
Pero un dato amargo flotaba en el aire,
como una parrilla, recién empezada,
de un vecino ignoto, goloso y ufano,
que ostenta comida que al otro le falta,
pero no era asado, ni carne, ni farra,
era un frente rojo que presto avanzaba,
entre los coihues, las lengas y lianas,
pájaros de fuego, volando, aterrados.
Miró la picada, comprendió que estaba,
en un laberinto de sendas y ramas,
algún ruido extraño ¿las voces? ¿las hadas?
y un soplido suave que lleva hojarascas
a un rincón del claro donde hay una pirca,
que anima sus pasos, arriba, escarpada,
la piedra le indica seguir el presagio,
buscando el sosiego o a Elsa,
calmada.

El refugio. La protección deseada

Fueron horas largas, en zigzag, tanteadas
y el olor del miedo que clama exudando
cortisol malteado, su lengua tomaba
y un pingpong los ojos eran cada paso.
Sentirse perdido, solo, abandonado,
lo ahogó de esperanza, mecenas soñados,
vio correr el manto de apocrino ungüento,
escurriendo el pecho, los hombros, la tráquea,
el bosque en sus hojas donde el sol brillaba,
estrujó su panza como a un trapo helado.
Huella protectora, anhelosa aliada,
señal que no encuentra, ni sabe mirarla,
brama su ignorancia “quién me habrá mandado”
azar intuitivo que guía su marcha.
Cuando una voz clara trinó en lontananza,
soprano assoluta quiebra hielo y aves,
despiertan los búhos, que juntos a coro,
defienden sus nidos de tronco ahuecado.
El grito, un chiflido, le hizo aullar con señas,
fue una marioneta con hilos cortados,
pero su alegría pronto permutada
por roncosa ausencia de respuesta humana.
Siguió ese sendero de donde oyó el trino,
esta vez las voces, confusas, de adentro,
marcaron un rumbo claro, incontrastable,
que a trepar lo puso, desollar sus manos,
que su mente errante más que rota estaba.

Eufórico al instante de encontrarlos,
que viniesen corriendo a donde estaba,
con las manos tendidas, se sintió un mendicante,
que comulgaba amor, aunque era ateo.
Cuando repuso el aire y el ritmo era más lento,
temió una endocarditis adquirida,
producto del esfuerzo y la sobreexigencia
o del humo, que cada vez más cerca se sentía.
Auxiliado por otros que llegaban,
nerviosos y asustados, pero con voz de mando,
se encontró por sorpresa con un puente,
dos troncos largos y otro pequeño y alto,
que era un buen lazarillo para cruzar su espanto.
El famoso cajón bramaba abajo,
como tropilla blanca desbocada,
desaforado embudo que apretaba el agua,
que no apagaba el fuego que subía.
No se animó, no se movió, no fue valiente,
entre dos lo agarraron con soga en la cintura,
“tomate del de arriba”, le dijeron,
y pasó como un cisne la cañada rugiente.
El resto fue sencillo, pocos metros
separan al cajón de ese refugio,
remanso imaginado para tomar cerveza,
era hormiguero hirviente de chicos asustados.
Bajemos por atrás, gritaban unos,
mejor por el glaciar, dicen los avezados.
Andrés se sienta en un tablón desvencijado
y pregunta por Ella y la busca en vano.
Nadie la ha visto, recuerda, ni le suena,
una tal Elsa que busca este cristiano,
está confuso, golpeado y muy cansado,
seguramente, sola y asustada,
huyó con un grupo a la mañana.
—Hay que salir, la llama está muy cerca
carguen comida, las mantas y a largarnos.
—Manuel atá la mula, Patricia ese bulto es muy grande,
Javier bajá el machete, no hay sendero,
preparate una soga que hay que armar la picada.

La bajada

Con abulia exaltada y desconcierto,
acomodó su ropa como pudo
preguntando por Elsa a cada cara,
desconocida y rauda que pasaba.
Los tendones de alambre parecían,
enfardando el tibial como una momia,
no menos torpes resultaban sus pasos
en cada roca floja que pisaba.
Una piedra miró, deslizarse a un costado,
una pequeña flor, de cactus, susurraba,
“no entiendas todo, prosigue tu camino,
donde empieza el amor, termina el desatino”
Fueron dos días de bajar dolido,
a la vera de un río que los guía,
a algún paraje ignoto, a cualquier destino,
que mitigase el hambre que crecía.
Era de noche y la pendiente escasa,
cuando vieron la luz que se movía
presumiendo una senda o un vecino,
corrieron cinco metros, ya no se distinguía.
Un recodo cubrió con una sombra,
la esperanza lumínica que se esfumó sin rastro,
la desazón cundió como una mancha
aunque el faro fugaz alentó el recorrido.
Fueron dos días de vagar cansados,
siempre barranca abajo y al costado del río,
como un éxodo pobre de soldados vencidos,
secundados del hambre, del dolor y del frío.
Fue entonces que Manuel divisó polvareda,
no importó si tropilla o rebaño, era vida,
resultó en un camión de mil nueve setenta,
con un paisano amable que llevaba comida.

El pueblo. Abrigo y desconcierto

El hirsuto gendarme que miraba,
no lograba entender la explicación nerviosa,
que un tal Andrés vomitaba asustado,
reclamando a lo loco, una tal Elsa.
Fue un minuto estelar cuando llegó la tele,
con micrófonos negros que apuntaban,
a cada balbuceante que retomaba aliento,
reconstruyendo albures que pasaron.
La gente en la primicia se apretaba,
como el ganado espantado por el fuego,
condolidos por el pesar ajeno,
con morbosa avidez haciendo zapping.
Fueron tres días que buscó en el pueblo,
la llamó, preguntó, lo dijo al aire,
ni una noticia vaga, ni sabía,
de ningún familiar que él conociese.
La llovizna otoñal fue como un manto,
que bendijo los árboles quemados,
el resuello le ganó a la urgencia,
que lentamente se envolvió en su seno.
Sin pesar ni disforia regresó a su casa,
con la angustia anhelante de encontrarla,
pasaron los días, semanas y años,
endicando las dudas, culpas y quebrantos.

La fuente. De vuelta en casa

Su vida, ahora, transcurre amablemente,
balanceando apetito y náusea disipada,
oportunos viajes al mar y a la playa,
con nuevos amigos y viejos regaños,
cómodos trabajos y amor sosegado.
Una tarde calma, en plaza Cortázar,
disfruta un helado con su hermosa Cata,
la flor más hermosa que le ha dado Sara,
que espera encontrarlos, junto a las hamacas.
Cuando una voz suave, antigua y lejana,
surge de una fuente donde brilla el agua,
la mira impaciente, busca en la fontana,
y observa una imagen que brota, larvada.
Del fondo, Celeste, Elsa le reclama,
“No es para tu talla la vida estresada.
Siempre te lo dije, vos no me escuchabas.
Mañana temprano, salgo a la montaña”.
Andrés con cautela tocó la fontana
que entre olas pequeñas parecer temblaba,
un llao llao maduro encontró en el fondo,
no existe ese hongo en Palermo, CABA.


(*) Jorge Vivas es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Mar del Plata, docente e investigador de la Facultad de Psicología.