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Cultura 15 de abril de 2025

Entretextos: “El bucle”, un cuento de Julián San Miguel

El escritor y docente de literatura comparte un texto con los lectores de LA CAPITAL.

Julián San Miguel.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

Jorge Luis Borges, “Ajedrez”

—Escucha y dime —me indicó un Paul McCartney idéntico a mí, y comenzó a tocar su bajo Höfner. Amorosa, Mother Mary me observaba, sugiriendo que dejara a mi otro yo desplegar su arte. Y debo decir que escucharse a uno mismo suele ser bastante ingrato.

—Exquisita melodía —mentí.

Mientras él interpretaba, me esforcé por complacer todavía más a Mother Mary:

—¿Podría llevarme una grabación de tu bonita obra?

—Espérame —dijo, enigmático, aquel otro Paul—. Tengo algo mejor para ti.

Volvió sosteniendo el boceto de la canción.

—Tengo muchos otros para mostrarte. Sígueme.

Entre palpitaciones, me desperté.

Alguien golpeó a mi puerta.

—Permiso, Paul —dijo Linda—. ¿Te sientes bien? Balbuceabas.

Qué “bloody” pesadilla: verse duplicado en un sueño es realmente perturbador.

Le di un beso a mi mujer, me levanté y fui hasta el estudio. Recorrí la sala echando un vistazo rápido a cada papel que encontraba, pasando con vértigo las hojas de mis cuadernos. Comprobé con alivio que mis últimos bosquejos seguían ahí, colándose entre las clavijas de mi bajo. En ese instante –espanto absoluto–, alguien me respiró en la nuca. ¿Él? Sí, él. Me volteé:

—¿Estás bien? —me sorprendió, revelando con toda su presencia que ahora, sin ninguna duda, yo estaba despierto—. Te has desmayado sobre el parlante y se ha caído todo. Ten cuidado con mis borradores.

Se arrodilló y se puso a ordenar.

¿Cómo que sus borradores? Nadie riza esas eles y esas bes igual que yo. Salvo que…, ¿y si en verdad los hubiera escrito otro?

¿Y si John descubriera que mis canciones las escribió otro?

Siempre sentí que mis composiciones formaban parte de otro universo. Resignado, acepté que yo no era el único Paul en el mundo.

Inmediatamente, detrás de mi doble, que me miraba con desconfianza, asomó una cabellera rubia: una joven mujer –Linda, la mujer que yo amaba, o había amado, o imaginaba haber amado– dijo:

—Paul, teníamos un ensayo de Wings; la banda te está esperando. Si vas a ponerte con tus cosas, por lo menos avísanos.

—Linda —le dije, mostrándome casual—, lo sabes: tú y la banda son muy import…

—… Disculpe —fingió amabilidad—, le hablo a mi esposo.

Miré al otro Paul, rogándole con los ojos que aclarase este asunto, pero él me miraba a mí como buscando lo mismo.

Y mientras la voz y la imagen de Linda se desvanecían, la voz de mi Linda me despertó de aquel loop:

—Paul, ¿me llamaste?

Sin responderle, entré al baño, cerré con llave, me empapé la cara a chorros y me di unos buenos cachetazos.

Del otro lado, mi mujer llamaba a la puerta con preocupación.

En un destello de duda, mis ojos se acercaron al espejo; todavía hoy no lo sé: ¿brotó la pregunta de mí o del enigma que me devolvía la imagen? Lo cierto es que su eco fue inconfundible:

—¿Eres tú o soy yo?

Astillé el espejo de un cabezazo.

La oscuridad lo cubrió todo. Y cuando todo volvió a aclararse, me desquité con mi pobre amor, que nada tenía que ver con todo esto. O eso creo.

—Linda… ¡deja de golpear la puerta y ya no jodas, Dios mío!

La respuesta no podía ser otra, ¿cierto?:

—No soy Linda, soy Paul. Te he traído unos bocetos para que revises.

—¡Métetelos en el culo, y dile a John que él gana!

—Díselo tú, está aquí conmigo.

—Abre la puerta —ordenó con seca soberbia la voz más temida.

Giré la cabeza a un costado y la detuve en seco.

—… ¿John?

Algo me respiró en la nuca; al darme vuelta, el alevoso cristal reflejaba un rostro igual al mío.

—Soy yo y eres tú.

Tensando los brazos, me agarré con fuerza a los bordes del mueble y, con un grito rabioso, encajé un nuevo cabezazo. El espejo pareció desintegrarse en una granizada de esquirlas. Inmerso en una luminosa negritud que lo cubrió todo, murmuré:

—Linda, ¿estás ahí?

Del otro lado de la puerta me llegó un suspiro: “Se fue con Paul”.

Rehusé mirar al espejo y murmuré:

—Paul, dime que estás.

Del otro lado, el suspiro: “Se fue con Linda”.

Tomé una íntima, una casi religiosa bocanada de oxígeno; dejé que mis manos se apoyaran expectantes contra el espejo… intacto. No abrí los ojos:

—¿John?

“Se fue con ellos”.

La suave voz de Mother Mary suspiró una vez más: “Deja que fluya, Paul, déjalo ser”.

Todavía con los brazos extendidos y los nudillos blancos de tanta presión, dejé caer la cabeza, el mentón casi tocando el pecho. Me reí o tal vez suspiré.

Me acerqué a la puerta, asaltado por un insólito terror y la firme creencia de que, si enfrentaba de nuevo al espejo, en él no encontraría más que el baño vacío, inmóvil en su silencio imposible; en una ausencia… intacta. Con ese impulso, escapé.

Fui hacia el estudio sin pensar en el bucle. Al tomar el Höfner, algunos borradores cayeron de entre las clavijas. Ya no había espejos, ni voces, ni preguntas pendientes, ni nada que fuese yo sin serlo.

Bajé la vista al cuaderno donde acababa de escribir. Reconocí las palabras; la caligrafía, en cambio, me resultó ajena.

¿Él? Sí, él: abrió la puerta, miró el desorden. No habló, se puso a recoger los papeles del suelo, sin mirarme.


(*) Julián San Miguel es profesor de Lengua y Literatura y ejerce como docente en escuelas secundarias de CABA.