Entretextos: “Aquella inolvidable Navidad” de Enrique Arenz
El escritor marplatense, autor de "Trilogía de Facundo Lorences", comparte con LA CAPITAL, como ya es tradición, un cuento navideño.
Por Enrique Arenz
Mi amigo Adrián Ferrer era, en aquel tiempo, un médico obstetra que había traído al mundo a cientos de niños pero no lograba embarazar a su esposa.
Una mañana, al llegar a la clínica donde tenía su consultorio, lo estaba esperando una nueva paciente de veintitrés años que dijo llamarse Noa y traía un embarazo de seis meses.
—Doctor, mi novio me dejó y estoy distanciada de mis padres. No puedo y no quiero criar un hijo.
—Ajá —se limitó a responder mi amigo.
—Cuando supe que estaba embarazada, mi novio y yo entramos en pánico. Él me pidió que abortara, pero soy cristiana, no podría hacer una cosa así.
—Tomaste la mejor decisión. Pero… ¿y ahora qué hacemos?
—Vine para hacerle una propuesta.
—¿…?
—Me enteré de que usted no tiene hijos y le encantaría tenerlos.
—Es cierto, ¿pero eso qué tiene que ver…?
—Quiero darle mi hijo en adopción.
La sorpresa dejó mudo a mi amigo. Ella continuó:
—Hasta ahora me atendí en el hospital porque no tengo obra social. Le propongo que usted se haga cargo de mi cuidado, internación y parto en esta clínica, y a cambio se lleva a su casa el varoncito que viene en camino.
Esto me lo contó Adrián muchos años después, cuando hablábamos de las historias extraordinarias que yo siempre ando buscando para mis cuentos de Navidad, y él me pidió que escuchara la suya.
«Yo no podía tomar en serio una propuesta así —me dijo—, pero sentí curiosidad y un impulso humanitario de no desentenderme de esa jovencita a la que veía tan sola y desamparada.»
—Doctor, lo pensé mucho. Mi idea es que cuando el bebé nazca se lo lleven sin que yo lo vea. Cuando me den de alta, regreso a mi vida normal y usted no me vuelve a ver.
Adrián me juró que iba a rechazar lo que le parecía un desatino, pero después de conversar unos minutos con Noa y verla tan indefensa en medio de su desesperante situación, prefirió no desalentarla con una negativa tajante. Le prometió que lo consultaría con su esposa, y para tranquilizarla le aseguró que cualquiera fuera su decisión continuaría atendiéndola en la clínica sin costo alguno.
«Le hice devolver el pago de la consulta y la llevé a la sala de ecografías para ver lo que teníamos. Un niño vigoroso se estaba desarrollando sin problemas. Noa no quiso mirar el monitor, y es comprensible. Cuando oí los veloces latidos de un corazoncito impetuoso, desbordante de energía y ganas de vivir, tuve el presentimiento de que todo aquello no era una simple casualidad. Ordené varios análisis y fijé las fechas para algunos controles. Anoté el teléfono de Noa y nos despedimos.»
Amalia, la esposa de Adrián, no lo podía creer. Asombro, primero; escepticismo, después, y cierta expectación, por último, fueron sus vibraciones emocionales mientras mi amigo le contaba cómo era la joven y la buena impresión que se había llevado de ella. Dudaron, recelaron, analizaron todo, hasta que Amalia soltó la pregunta definitoria:
—¿Y por qué no, Adrián?
Al día siguiente consultaron a un abogado especialista en adopciones, quien les informó que la madre biológica debe dar su consentimiento expreso, y que los futuros adoptantes tienen que someterse a evaluaciones psicológicas y ambientales que incluye entrevistas y visitas domiciliarias. Producido el alumbramiento, el recién nacido queda bajo un régimen de acogimiento preadoptivo durante el cual los futuros adoptantes lo cuidan mientras se completa el procedimiento legal. Finalmente, un juez ratifica la adopción y el niño es inscripto con los apellidos de sus nuevos padres.
Encargaron al abogado que iniciara el juicio de adopción y Adrián llamó a Noa para invitarla el sábado a su casa porque su esposa quería conocerla.
Las dos mujeres empatizaron enseguida y cuando los Ferrer le dijeron que adoptarían a su hijo, la alegría de Noa fue tan grande que los abrazó a los dos.
—¡Gracias, Amalia, gracias, Adrián! No saben qué alivio me dan.
La joven les contó que vive sola, estudia kinesiología y se gana la vida atendiendo con una amiga un pequeño comercio de barrio.
El lunes, Noa fue al estudio del abogado y firmó el consentimiento.
El trabajo de parto comenzó durante la segunda semana de noviembre; Amalia y la amiga de Noa la acompañaron en los momentos previos, y el 15 de noviembre nació Emanuel, nombre que eligieron los padres adoptivos por la proximidad de la Navidad.
Emanuel estuvo dos días en observación y luego lo llevaron a la casa donde ya le habían preparado la cunita en una habitación muy colorida, con peluches y juegos colgantes que giraban con dulces tintineos.
—Es nuestro ángel de Navidad —comentó Amalia apoyando su cabeza en el hombro de Adrián mientras ambos contemplaban embobados al bebé plácidamente dormido.
El 24 de diciembre, el matrimonio Ferrer hacía los últimos preparativos para celebrar la Nochebuena con su angelito, cuando a eso de las diez de la mañana sonó el timbre de calle.
Amalia abrió la puerta y el piso se desvaneció bajo sus pies. Era Noa.
—Hola, Amalia —dijo con timidez la joven—, te pido disculpas por haber venido a tu casa…
—¿Necesitás consultar a mi esposo?
—No, ya estoy bien.
—¿Entonces?
—Quiero… quisiera, si ustedes me lo permiten, ver a Emanuel.
—Pero, Noa, ¿cómo me pedís eso? Tenemos un acuerdo y un proceso legal de adopción. Vos renunciaste a cualquier vínculo con tu hijo.
Adrián, que había escuchado parte del diálogo, salió a la calle muy contrariado por aquella perturbadora presencia. Con todo, no quiso ser descortés e hizo pasar a Noa a la sala aunque no la invitó a sentarse. Le recordó, de la manera más amable que pudo, que ya no tenía ningún derecho sobre la criatura.
—No, Adrián, Amalia, no me malinterpreten —dijo Noa con humildad—, no pretendo nada, sólo quiero verlo y alzarlo un ratito. Después no los molestaré más.
Adrián suspiró, miró a su mujer y asintió con la cabeza. Amalia se calmó, subió las escaleras y trajo en brazos a Emanuel.
Noa tomó al niño, lo miró entre asombrada y conmovida, y le dijo:
—Así que vos sos Emanuel, precioso.
Y aquí fue cuando sucedió lo inimaginable: el pequeño miró a Noa a los ojos, agitó sus bracitos y… en un gesto que no hace ningún bebé antes de los dos meses, ¡le sonrió como si hubiera reconocido a su mamá!
Noa estrechó su mejilla en aquella carita, le brillaron los ojos pero supo controlar su emoción. Besó a Emanuel y se lo devolvió a Amalia.
—Gracias por su bondad. Emanuel va a ser muy feliz con ustedes. Ya me voy. Que tengan una linda Navidad.
Noa ya estaba saliendo de la casa cuando Emanuel estalló en un llanto desaforado. La joven se detuvo sobresaltada, se dio vuelta, vaciló unos segundos y luego se acercó con timidez a Amalia, que, sin saber qué hacer, puso otra vez al chiquito en sus brazos. Al instante Emanuel dejó de llorar, miró a su madre y volvió a sonreír.
«Decime, Enrique, si eso no fue un milagro. Abracé a mi esposa que lagrimeaba en silencio, tan resignada como yo. Los dos aceptamos lo que era innegable y a la vez prodigioso: Emanuel, de tan solo cinco semanas de vida, había reconocido a su madre y ya no quería separarse de ella».
Momento desolador para el matrimonio, aunque todo cambió inesperadamente ese mismo día, víspera de aquella inolvidable Navidad. Una leve indisposición de Amalia alertó a Adrián; test de embarazo: ¡positivo!
«Y eso sucedió gracias a Emanuel —me aseguró Adrián—, porque cuando lo llevamos a nuestra casa y lo vimos dormidito en su cuna, Amalia, por primera vez en años, se despreocupó de su obsesionante infertilidad».
Al llegar aquí, la voz le tembló. Hizo una pausa, respiró hondo y cuando recuperó su aplomo, sonrió y terminó su relato así:
«El padre de Emanuel regresó con Noa, los tres fueron parte de nuestra familia, nació nuestra hija Danya, los dos niños se criaron juntos, y hoy, ya universitarios, ¡son novios y van a casarse!».
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