Fue hace treinta años, durante un viaje. El único importante que hice en mi vida. Mis padres me habían llevado a conocer Europa. En el recuerdo tengo catorce años y estoy mirando televisión en el cuarto de un hotel en Suiza. Mi mamá y mi papá bajaron a comer. Yo hago zapping en la cama. Busco alguna película o noticias del Mundial de México. Quiero ver a Maradona tocando el cielo con las manos o a Michelle Platini corriendo con su especial atractivo insolente. Pero en todos los canales aparece la imagen de Jorge Luis Borges. Jorge Luis Borges y un subtítulo en francés (o en alemán) que no entiendo. En ese momento, él era, para mí, nada más un escritor del que se hablaba con seriedad y del que conocía sólo un libro. También un poema. El libro, La moneda de hierro, estaba en la biblioteca pequeña y modesta de mi casa en Balvanera. A veces lo hojeaba, si no tenía otra cosa que hacer. El único poema que conocía de Borges estaba en ese libro y tenía una cadencia que me atrapaba. No alcanzaba a comprenderlo pero me fascinaba. El autor decía, de un modo bellísimo, que no había sido feliz. Me gustaba que dijera que merecía ser arrastrado por glaciares despiadados. El libro (primera edición, si mal no recuerdo) tenía tapas azules, brillosas. Era de mi padre. Disfrutaba al leerlo aunque del todo no lo comprendía.
En el recuerdo, estoy en la habitación de un hotel y tengo catorce años. Es de noche en Lucerna. Me entero de que Borges murió, muy cerca de ahí, a unos pocos kilómetros, en la ciudad a la que llegamos esa mañana: Ginebra. Ahí desayunamos y esperamos el otro tren, el que nos dejaría en Lucerna. De esa mañana en Ginebra guardo el recuerdo de un puente y de la ciudad vieja; imágenes difusas de calles empedradas o empinadas (no lo sé…pasaron tantos años) y una calesita antigua frente a la que me sacaron una foto. Sí, aquel 14 de junio yo estaba, casualmente, en Suiza. Casualmente no, me digo ahora, que tengo treinta años más y conozco de la obra de Borges bastante más que el poema “El remordimiento”. Ahora que ya no recuerdo las calles de Lucerna y que nunca volví a Ginebra ni a ninguna otra ciudad de Europa; ahora que evoco ese viaje como si mirara postales de otra vida y veo, en pantallazos fugaces, grandes ciudades, puentes, ríos… y todo confluye en un solo punto: la calesita de Ginebra y sus luces encendidas pese a que era de mañana, sus caballitos antiguos, blancos y dorados; y la noche en el hotel, el nombre de Borges, la palabra extraña: mort. Mis padres me mostraron el mundo en ese viaje. Tiempo después, Borges me mostraría el Universo. Su obra iba a marcar mi vida aunque en ese momento no lo sabía. Pocas personas me creyeron la historia. Las fotos se perdieron y el relato suena a cuento fantástico. A mí misma me parece delirante haber estado el 14 de junio de 1986 en Ginebra. Tampoco entiendo cómo fue que, después, en mi camino se cruzó, una y mil veces, la obra de Borges. A veces por buscarla; otras, por pura casualidad. Me acerco a sus textos cuando estoy feliz y también cuando necesito encontrar consuelo ante el sinsentido de la vida. Es como si sus palabras tuvieran algo sagrado y funcionaran para mí como una suerte de I Ching: abro uno de sus libros, al azar, en momentos de incertidumbre o tristeza y siempre, indefectiblemente, tienen un mensaje. Un verso que revierte mi estado emocional. Además, sus personajes son parte de mi vida. Pienso en Emma Zunz o en Beatriz Viterbo como si existieran y, alguna vez, pudiera encontrarme en cualquier esquina a conversar con ellas. Dejo el análisis exhaustivo de su obra para los entendidos. Dejo a De Quincey, a Stevenson, Plinio, Heráclito y todas sus citas para los eruditos. A mí me enamora el Borges de las calles de Buenos Aires, de los patios, los zaguanes y las milongas; el que escribió que “no fue feliz” y el que vio el aleph en un sótano. Ese Borges que me sorprendió, cuando era tan chica, con sus “glaciares despiadados” y del que estuve tan cerca, sin saberlo, hace treinta años. Aunque la historia pocos me la crean.