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Cultura 20 de agosto de 2023

En la punta de la lengua: apreciación sobre las emociones intraducibles

A partir de las dificultades para definir en nuestro idioma la palabra danesa hygge, este ensayo despliega una intensa reflexión sobre la imposibilidad de traducir ciertas palabras y, por ende, sentimientos, sensaciones y estados.

 

Por Catalina Méndez

 

El lenguaje nos une a través de sus significados, tentándonos

a cruzar fronteras y ayudándonos a comprender las preguntas

terriblemente difíciles que la vida, implacable, nos arroja.

(Ella Frances Sanders, Lost in Translation, 2016)

 

La intraducibilidad del hygge

Hace unos años conocí Copenhague, un ida y vuelta de dos o tres días que alcanzó para hacer y conocer lo más o menos importante. El primer día llovió mucho y el resto del viaje también, así que lo primero que recuerdo cuando pienso en Dinamarca son las botas en los charcos y los paraguas rojos de los Sandemans, y a la guía colombiana que nos explicaba cosas en una pizarrita de fibrón. Esa guía fue la primera en hablarnos sobre el hygge.

En alguna parte ya lo habíamos escuchado, era una de esas palabras sueltas que siempre tenemos de otras lenguas, pero la guía fue la primera en explicárnosla. Antes de irnos, compramos en una tienda de recuerdos un librito muy lindo y muy caro en el que Meik Wiking se pasa trescientas páginas tratando de explicar qué es el hygge, pero digamos que en líneas generales es “sobre la atmósfera y la experiencia, más que sobre las emociones. Es sobre estar con la gente amada. Un sentimiento de hogar”. Entiendo que se trata de algo irreproducible, un sentimiento en un momento y un lugar precisos: es la sensación de estar en un lugar acogedor y sentir la contención del hogar. Los daneses predican el hygge como algo ritual, una filosofía y un descubrimiento que quieren compartir con la humanidad. Por suerte se trata de un mensaje positivo: hacer de todos los lugares un pequeño hogar.

Hygge

Leyendo ese librito me encontré con una lista de términos similares a hygge, que connotan sensaciones, sentimientos, emociones, actividades que no se pueden traducir a otros idiomas. Hace un par de años que tengo dando vueltas una cosa que nos contó Gabriela Larralde en una clase de guión: que nuestra percepción del mundo está limitada e influenciada por los idiomas que conocemos, porque el lenguaje es la forma en la que entendemos las cosas y en la que el cerebro piensa y se piensa a sí mismo. Esto no es un descubrimiento monumental como el hygge, por supuesto, pero no me había detenido a pensarlo antes. Larralde ejemplificó con un término que aparece en También Berlín se olvida de Fabio Morábito: la palabra alemana gemütlichkeit, que Morábito describe como el “sentimiento de bienestar que provoca el estar a salvo en un espacio cálido e inexpugnable”, que, ahora me doy cuenta, también puede acercarse a la definición de hygge.

Más allá de que son dos conceptos inabarcables, no me quiero centrar ni en el hygge ni en el gemütlichkeit, sino en la imposibilidad de traducción textual de estas palabras y por ende de las emociones que implican. Vuelvo a Larralde y lo extiendo un poco: nos decía cómo no podemos sentir sensaciones, sentimientos, emociones para las que no tenemos una palabra en nuestro vocabulario. O cómo no podemos sentirlas de la misma forma en la que las percibe alguien que sí tiene una palabra para ellos, que puede remitir a esa sensación, sentimiento o emoción con un término preciso.

La cuestión de la intraduciblidad no es ningún otro gran descubrimiento, mucho menos mío, pero por razones obvias debo traerlo a tema. Se trata de una dificultad, a veces una imposibilidad, que persigue a traductores y filólogos y etcéteras por igual. Ya la cuestión de la traducción, per se, abre una discusión muy amplia, como explica César Domínguez en “Comparando los intraducibles”: “las lenguas imponen sobre el mundo distintas concepciones inherentes a sus diferentes estructuras gramaticales y léxicas. De ahí que la traducción sea imposible, ya que hay una asimetría entre visiones de mundo”. Quizá decir que la traducción es “imposible” sería limitar tanto al escritor como al traductor y al lector, pero sí hay que reconocer que en toda traducción queda un resto intraducible, ya que el lenguaje no comprende sólo palabras, sino que abarca cosmovisiones, formas de relacionarse, de pensar y de ser.

Como traductor y como escritor traducido, Borges reconocía que hay idiomas más fáciles de traducir entre sí, como ocurre entre los anglosajones y entre los latinos, respectivamente, pero de todas formas existe la posibilidad de la traducción, aún en sus imposibilidades. Un poco para discutir y un poco para acordar con Domínguez, y volviendo al tema de todo lo que el lenguaje abarca, recupero el siguiente comentario de Borges: “De acuerdo a los diccionarios, los idiomas son repertorios de sinónimos, pero no lo son. Los diccionarios bilingües, por otra parte, hacen creer que cada palabra de un idioma puede ser reemplazada por otra de otro idioma. El error consiste en que no se tiene en cuenta que cada idioma es un modo de sentir el universo o de percibir el universo”. No podemos reducir el lenguaje a sus fines prácticos, de la misma forma en la que no podemos reducir las emociones a una traducción textual, lógica y contenida. 

Esto nos lo dijo otro profesor, lo dejo en parte como comentario para la gente como una y en parte porque sigue con la misma idea: que el lenguaje oral y el lenguaje escrito y el propio lenguaje de nuestra cabeza (¿el de la consciencia?) son distintos, y por eso cuando tenemos una idea y la escribimos nunca nos parece tan buena como cuando la habíamos pensado. No es lo mismo pensar que poner en palabras, tampoco es lo mismo sentir que poner en palabras: existe una forma de intraducibilidad propia entre la cabeza y la lengua (que podría ser simplificada en gran medida con todo esto que estamos comentando). Ahora bien, si las palabras literales no son traducibles, ¿lo son las emociones, sentimientos, sensaciones, estados, todo aquello que cuesta nombrar? Quizá más que “traducibles” la palabra sería reproducibles, transferibles, transliterables… seguimos con el problema de no tener una palabra precisa para ciertas cosas. 

A mayor número de palabras, mayor número de emociones

Esto es irrecuperable, lo leí en un artículo mucho antes de empezar a pensar en este ensayo y me ha sido imposible volver a encontrarlo, así que les pido que me tomen la palabra: el artículo hablaba de la importancia de que los niños lean, porque cuantas más palabras saben, mejor pueden expresar lo que se sienten. Un niño con un vocabulario reducido te va a decir que se siente “mal”, y eso es todo, mientras que uno que maneja un poco más de palabras va a poder decirte si se siente solo o triste o abrumado. La cuestión principal es la relación entre las palabras y las emociones.

Los niños con trastornos de desarrollo del lenguaje suelen tener problemas de desarrollo emocional, consecuencia de la imposibilidad de expresarse y hacerse entender; hay muchísimos ejemplos sobre la cuestión, pero se trata de un tema grande, pesado y problemático. Para lo que resta de este ensayo vamos a hacer de cuenta que habitamos un mundo un poco más amable y que todos podemos expresarnos libremente, que la única frontera para las emociones es la intraducibilidad.

Lo que más curiosidad me genera es esta inabarcabilidad de las emociones intraducibles. No sé si puedo explicarme, si puedo compartir esta ansiedad o es también una cuestión intraducible: existe un mundo emocional al que no podemos acceder porque nuestra lengua no lo conoce. Emociones, sensaciones, sentimientos, formas de relacionarnos, incluso estados del ser. ¿Cuál es ese mundo emocional que está ahí afuera, tan cerca y tan lejos? Parece que para poder abarcarlo de punta a punta deberíamos aprendernos cada una de las lenguas que existen y existieron, y a partir de eso formar un glosario de emociones al que aferrarnos cuando no podamos comprender lo que sentimos

Ella Frances Sanders

Ella Frances Sanders es ilustradora y autora de “Lost in Translation”, “The Illustrated Book of Sayings” y “Comernos el sol”.

De puentes elegantes y puentes robustos

Encuentro, sin sorpresa, que todos aquellos que abordan (¿ya tendré permiso de decir “abordamos”?) este tema de las palabras intraducibles, terminan hablando de una misma selección. A lo mejor hace mucho tiempo apareció alguien que hizo el recorte y nos quedamos con ese canon, lo cual sí me sorprendería un poco, aunque tampoco tanto. En esa selección están comprendida la tribu Inuit, cuya lengua, según un rumor comenzado por el antropólogo Franz Boas, tendría cincuenta nombres distintos para la nieve, dependiendo de características como el color, el espesor, la forma en la que cae sobre la tierra. La cuestión de que realmente sean cincuenta nombres está en duda, es parte del folklore de la lingüística, hay algunos que dicen que en realidad son seis, pero, incluso se fueran seis formas distintas de nombrar a la nieve, ¿vemos aquí el problema de la intraducibilidad? ¿Cómo hago yo, que vi la nieve una sola vez en mi vida, para poder comprender las distintas formas en las que cae sobre la tierra? ¿Cómo hago yo, que no hablo danés ni alemán, para sentir hygge o gemütlichkeit, cuando no puedo ponerlos en palabras?

Reitero esto porque me parece importantísimo: es a partir del lenguaje que percibimos el mundo, y así, para cada uno de nosotros, el mundo se ve delimitado por los idiomas que manejamos y por las palabras que conocemos. Sobre esto existe un experimento que me gusta mucho, llevado a cabo por la Dra. Lera Boroditsky de la universidad de Stanford. 

Boroditsky le pidió a un grupo de personas cuyas lenguas maternas eran el alemán y el español que explicaran cuáles eran los adjetivos que les venían a la mente al escuchar la palabra “puente”. Los hablantes de alemán emplearon palabras como “bello”, “elegante” y “esbelto”, tradicionalmente relacionadas a lo femenino, mientras que los hispanohablantes tendieron hacia adjetivos como “fuerte”, “robusto” e “imponente”, que suelen relacionarse con lo masculino. Estas diferencias, concluye Boroditsky, se deben a que en alemán la palabra “puente” (die brucke) es un sustantivo femenino, mientras que en español es masculino: inconscientemente damos a los sustantivos las características gramaticales de nuestra lengua materna.

Una vez más: las palabras moldean nuestra percepción del mundo.

Siguiendo este estudio, entramos ahora en la cuestión del bilingüismo, que me ayuda a arrojar algunos de los cabos que voy a ir atando en el futuro. Creo que es de público conocimiento que, al cambiar de un idioma al otro, las personas bilingües dicen experimentar un cierto cambio en su personalidad.

Retomo a Boroditsky porque escribió un artículo llamado “How does our language shape the way we think?”, que también viene a tema. El artículo asegura que “las personas que hablan diferentes idiomas realmente piensan de manera diferente, y que incluso las casualidades gramaticales pueden afectar profundamente la forma en que vemos el mundo”. La rama que investiga este fenómeno es la relatividad lingüística, de la cual el ya mencionado Franz Boas es propulsor junto con el antropólogo-lingüista Edward Sapir. Benjamin Lee Whorf, estudiante de Sapir, señala que estas diferencias pueden encontrarse en los procesos de razonamiento y comportamiento, en donde inscribo el comportamiento y autopercepción emocionales.

Gezellig

Nueve palabras para definir una sola

Volvamos al hygge, ahora que lo conocemos y podemos dialogar. Wiking retoma un montón de los elementos que conforman la cosmogonía hyggeliana (esta palabra la inventé yo pero estoy segura de que Wiking me la va a perdonar): hay tipos de velas y tés, mantas y climas, texturas y colores que pueden traer hygge a un ambiente. El espectro es tan grande que a veces parece que Wiking sólo quería llenar trescientas páginas con datos e imágenes acogedoras, pero la realidad es que el hygge es así de amplio. Es el “nordic aesthetic” que sigue de moda, las medias gruesas en una noche de invierno, las velitas que prendemos porque quedan lindas, es todo lo lindo y cálido y hogareño.

Si pudiera traducir hygge en una sola palabra (no estaría escribiendo todo esto), diría que es “lo hogareño, sensación de calidez, de hogar y contención”. Nueve palabras para definir una sola; bastante bien, pero no es suficiente. Los daneses usan “hygge” como comodín (“fue muy hygge vernos hoy”, “ese suéter es tan hygge”), incluso como una preposición (sentirse hyggehjørnet significa “estar de humor para hygge”, hacer hyggesnak significaría algo así como “tener una conversación placentera”), etcétera. Se trata de un concepto tan grande que hace más de dos mil palabras que estoy buscando la forma de traducirlo y no lo consigo.

Todo esto fue un racconto de cosas que sé, que me contaron, que leí, cosas que investigué y exploré, y también otras que en algún punto fui sintiendo, porque una misma es siempre el mejor sujeto de prueba. Las emociones intraducibles son un poco como este ensayo, están por todas partes y en ninguna parte y capaz nunca terminemos de entenderlas. El mundo emocional es muy relativo, tiene que ver con las experiencias individuales y colectivas; estoy bastante segura de que por más que me mudara al norte de Canadá nunca podría diferenciar los seis o cincuenta tipos de nieve, pero a lo mejor con el tiempo y con mucha observación podría llegar a entender de qué se trata. El ser humano es tan diverso como las lenguas que habla, y la pregunta final quizá sea cómo podemos saldar las distancias, sentirnos menos solos, más cerca, conseguir a una forma de hygge globalizada. Las emociones intraducibles quizá linden con la empatía, ubicadas en el medio de tantas fronteras.

Hace un rato hablé sobre el bilingüismo, una experiencia gratificante que, como dicen, te abre puertas, pero también te abre a percepciones de mundo. Asimismo, tiene un lado B, que a veces es divertido y a veces es frustrante: cuando quiero decir algo y la palabra que busco está en el otro idioma. Si estoy con alguien que también habla la otra lengua, se la digo así, sin rebuscarme, y por lo general me entienden y entienden que no había traducción posible. Me gustaría poder hacer lo mismo con un montón de palabras más, de lenguas que no manejo y probablemente nunca lo haga. Mi pregunta, ahora personal, es: ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no usar una palabra que no es de mi lengua, pero se aplica expresamente a lo que quiero decir? Estamos en un mundo globalizado, según repetimos hasta el hartazgo, en apariencia cada vez más maleable e interconectado, y sin embargo los idiomas siguen apareciendo como una frontera insondable.

Empecé y continué hablando sobre las emociones intraducibles, que son las que más despertaron mi curiosidad, porque a lo mejor un adjetivo o un sustantivo sean reemplazables en lo práctico, pero la cuestión de las emociones me parece más importante. Limitados por nuestro vocabulario, que por más amplio que sea no puede saldar lo intraducible y desconocido, ¿cuál es el mundo emocional que nos estamos perdiendo? Quizá la forma de acceder a él sea la apertura de las fronteras idiomáticas.

Como cierre propongo una lista de emociones (y sentimientos, sensaciones y estados) intraducibles y sus definiciones tentativas, alentando a su estudio, propagación y aplicación, para que así podamos, poco a poco, ir saldando las distancias, y nunca más quedarnos con la palabra en la punta de la lengua: 

dépaysement (francés): la sensación de no estar en el país de origen, como inmigrante o como viajero, o al encontrarse desplazado del lugar de origen por algún motivo. 

forelsket (noruego): sensación de euforia y felicidad relacionadas al primer enamoramiento.

gezelling (neerlandés): lo íntimo, acogedor, sensación de calidez, tiempo compartido con seres queridos.

goya (urdu): la suspensión de la realidad que ocurre cuando leemos, vemos o escuchamos una historia que nos atrapa; puede aplicarse a otras situaciones similares.

hiraeth (galés): nostalgia de lugares a los que no se puede regresar, sean del pasado o que nunca existieron.

hüzün (turco): el sentimiento de tristeza que te lleva a pensar que la situación probablemente empeorará.

iktsuarpok (inuit): la anticipación, emoción o impaciencia por algo o alguien que nos lleva a pararnos a esperar afuera o en la puerta.

kilig (tagalo): la sensación de tener mariposas en el estómago.

litost (checo): estado espiritual tormentoso que sobreviene cuando uno se percata de su propia miseria.

ohrwurm (alemán): cuando tenemos una canción molesta pegada en la cabeza y no nos la podemos sacar; significa, literalmente, “gusano en la oreja”.

saudade (portugués): echar de menos, sentir nostalgia o añoranza de algo o alguien.

toska (ruso): una pena muy profunda, un anhelo sin razón o angustia espiritual.

waldeinsamkeit (alemán): la sensación de soledad que nos da al estar solos en el bosque y conectar con la naturaleza.

wanderlust (alemán, anglosajón): el deseo de explorar y conocer el mundo.

Nos despedimos con las mismas palabras con las que Ella Frances Sanders abre Lost in Translation: “Puede que haya algún vacío en tu lengua materna, pero no temas, puedes recurrir a otras lenguas para definir lo que sientes”. Fue muy hygge vernos hoy.



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