El triple homicidio que fue la tumba del más despiadado asesino de la región
El 7 de marzo de 1948 se celebraban elecciones en Mar del Plata. Un empleado de casino de apellido Mehatz y sus dos hijos partieron rumbo a su pequeña estancia cercana a Cobo y no regresaron más. A mediados de mayo sus cuerpos aparecieron en General Madariaga. Habían sido víctimas de Catalino Domínguez, el más cruel homicida que conoció esta región del país.
La policía durante la primera requisa a la chacra de los Mehatz.
Por Fernando del Rio
Los aires se enrarecen en la estanzuela Herindeguy. Hay un sonido impar que cubre a los otros, a los naturales, a los de los pájaros, los perros, el viento. Es más bien un ruido metálico y gruñon, un in crescendo lento pero musical. Presa del incertidumbre por lo inesperado, Catalino Domínguez mira por la ventana de la casa y confirma sus sospechas, porque temores no tiene. Una polvareda seca de verano, seca de campo y camino de tierra, se desprende al avance de un automóvil marca Chevrolet y aunque Catalino Domínguez no alcanza a distinguir quién lo conduce, sabe que es alguien de la familia Mehatz. Agarra de la mesa el revólver calibre 38 que siempre lo acompaña y le dice al pibe que se quede callado. Son las 11 de la mañana.
Don Martín Mehatz es el dueño de la estanzuela, un pequeño y familiar pedazo de tierra aprisionado por campos de apellidos prósperos como Hosmann, Payró, Petersen, Barragán, Heguilor de Bordeu. Es 7 de marzo, es 1948 y es día de elecciones nacionales. Mehatz convence a sus hijos Martín Mayo y Marcelo, de 21 y 19 años, de que lo acompañen a buscar las libretas de enrolamientos con las que necesariamente deben presentarse a votar. Es asueto y el padre tiene el día libre en el Casino, donde es jefe de mesa. Los hijos aceptan subirse al Chevrolet a bordo del cual atraviesan la ciudad y llegan hasta la estanzuela. Son las 11 de la mañana.
Los hermanos Mehatz, ambos de bigotes, poco antes de aquel 7 marzo. Marcelo es quien abraza a un amigo.
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Como una bifurcación invertida en la que los caminos en lugar de separarse se unen, las vidas de los Metahz y la de Catalino Domínguez colisionaron ese domingo por la mañana. Se había quedado en Mar del Plata la señora María Luisa Mozzo, segunda esposa de Mehatz a la espera del regreso previsto hacia la tarde, una vez que su marido y los hijos de él cumplieran con el sufragio, esa acción civil por entonces solo reservada para los hombres. La casa de la calle Colón y Jujuy, donde también aguardaba la mujer de Martín Mayo y sus dos pequeñas hijas, Juana y Dolores, había sido el punto de partida y debía ser el punto de llegada de la excursión. Pero las horas transcurrieron sin novedades, con preocupación y luego ya con angustia.
El momento de mayor desesperación de las mujeres fue durante la noche cuando la ausencia de los tres hombres hacía más solitaria la casa y los malos presagios provocaron la necesaria concurrencia de algunos parientes, como Miguel Andreatta (hermano de la fallecida Juana Andreatta, primera esposa de Mehatz y madre de los dos jóvenes), quien empezó a tejer conjeturas, a montar una hipótesis sobre otra empeñado en comprender lo que podía haber sucedido.
Nadie durmió esa noche y durante todo el lunes se esperó que el Chevrolet color azul modelo 1940, patente 295.122, apareciera por la calle. Tiempo para explicar semejante demora habría más adelante. Pero nadie llegó y en el horario en el que Don Martín Mehatz debía presentarse en el Casino la tolerancia se agotó. La familia -lo que quedaba de ella en verdad- se dirigió hasta la comisaría primera a realizar la denuncia. Fue el propio comisario Roberto Cabezas el que se interiorizó y ordenó el inicio de las indagaciones, aunque trasladó la inquietud a la Brigada de Investigaciones que entonces tenía como jefe a Ignacio Leal Lasota. Resolvieron que lo mejor era, apenas saliera el sol, ir hacia la chacra.
Al día siguiente, por la mañana una comisión policial al mando de Lasota y con los ayudantes Carlos Dodo y Martín Luque partió desde la comisaría para desandar el camino que debieron tomar los Mehatz: ruta hacia Buenos Aires junto al ferrocarril hasta Cobo de allí a la curva del almacén El Pimentón, el avance por el camino frente a los campos de De Llosa, La Caldera y los Pettersen. La primera etapa de la recorrida descartó el accidente automovilístico y no hubo testigos que revelaran algún dato de importancia.
Casi al mediodía, la comisión llegó hasta la estanzuela ubicada a la vera del camino que entonces unía lo que hoy es Colonia Barragán y El Coyunco. La localización exacta se conocía como el Monte Trío, cerca de Santa Rosa, y los Mehatz tenían allí una mínima chacra, con una casa principal y un galpón donde se guardaban herramientas y otros enseres útiles para las labores de campo. Era un día de sol y los policías inspeccionaron el lugar con desconcierto pero, a la vez, con algo de intuición. Por lo pronto, el automóvil Chevrolet no estaba a la vista. En cambio algo llamó la atención: la mesa en la cocina de la casa había quedado congelada en un almuerzo final, tal vez en una cena, pero de solo dos comensales.
Al recorrer el resto de la propiedad dieron con un pantalón embarrado y lo que parecía ser sangre reseca. Uno de los policías llamó a Lasota después de mirar en el interior de un viejo tanque. Lasota pudo haberse sobresaltado o simplemente caminó con el apuro que la incertidumbre le insuflaba. Era un par de zapatos, no mucho más, pero sirvió todo aquello para comprender que con los Mehatz había pasado algo y que las probabilidades de un crimen eran elevadas.
Don Martín Mehatz, en la costa marplatense.
De regreso a Mar del Plata los policías exhibieron las prendas recogidas en la estanzuela y la familia de los desparecidos confirmó que les pertenecían. Los temores se acrecentaron al mismo ritmo que lo hizo el pesimismo por el destino de los Mehatz. El comisario Cabezas se propuso para ir él mismo al día siguiente a hacer una nueva inspección a la chacra del Monte Trío pese a que la actividad institucional en Mar del Plata era intensa debido a que al domingo siguiente se volvía a votar y era la semana de preparativos para unas elecciones que quedarían en la historia: serían la única vez que un intendente peronista, en ese caso Juan José Pereda, ganaba Mar del Plata.
Cabezas, Lasota, el oficial inspector San José, personal de la Brigada de Investigaciones, Bomberos y “Wolf”, un perro rastreador de la policía, se movilizaron el martes 9 de marzo y la requisa fue amplia, profunda, al detalle. Cuando a media mañana descubrieron rastros de sangre en una de las ventanas todos allí sabían que lo que pasaban a buscar era uno, dos o, incluso, tres cadáveres. Y un misterioso Chevrolet modelo 1940 que había desaparecido.
Sin rumbo
Las semanas siguientes transcurrieron atravesadas por la desolación de una familia atrapada en un enigma y, al mismo tiempo, devorada por confusiones que medios periodísticos nacionales, ya interesados en el suceso, habían hecho rodar en su afán de conquistar vaya a saberse qué tribuna; al dolor por la ausencia se le agregaba la indolente hipótesis del parricidio: dos hijos complotados para matar a su padre, un hombre difícil, de carácter, mal llevado. Los hijos, luego, compañeros inseparables en una fuga por las estancias bonaerenses. Entre todo esa angustia y el desconcierto de la policía pasaron los días, días que salieron del verano y se asentaron en un otoño frío, amarronado, triste.
La zona de la chacra de Mehatz dejó de ser frecuentada por la policía como consecuencia de la natural depresión en la que entran las investigaciones después de perder el rumbo. Pero la actividad rural seguía intensa y en las estancias de la zona, las de Camet, Cobo, Vivoratá, las de las afueras del límite de General Pueyrredon con General Madariaga se requería por esos tiempos mano de obra. Y Pedro Aguirre era un buen alambrador, buen chofer que no le quitaba el cuerpo a las tareas de campo más esforzadas. Se lo conocía por aquellos lados, aunque algunos lo llamaban Pedro Montenegro.
Como fuera su maldito nombre, una precisión irrelevante para los rigores rurales que solucionan todo sin el respaldo de documentos, predominaba su aspecto de tipo rudo pero de modales, que montaba un alazán y que tenía para su uso un sulky de ruedas rojas. Un tal Vargas le había dado trabajo cerca de lo de los Barragán y en los días posteriores a las tres desapariciones también lo había hecho Juan Carlos Pettersen, en la estancia La Eudocia. Este campo se ubicaba en las proximidades de la estanzuela de los Mehatz.
Hacia mediados de abril Pedro Aguirre había cambiado el rumbo y enfilado hacia el norte, siempre con la compañía de un menor de edad nombrado Alberto Gómez. General Madariaga era un partido que Pedro Aguirre o Pedro Montenegro conocía bien porque había trabajado haciendo desmontes en un campo del Ferrocarril Sud arrendado por Ángel Casales y también porque frecuentaba amistosamente al puestero de la estancia La Espadaña. Cierto día un vecino llamado Pedro Jaureguiberry denunció ante el comisario de Madariaga, Pedro Cavanna, el robo de un recado y unos arneses de su campo “El Galpón”y entregó el dato de que el ladrón andaba en un sulky de ruedas rojas y se llamaba Pedro Aguirre.
Distintas averiguaciones llevaron a la policía, el 18 de abril, hasta la estancia La Espadaña, a unas pocas leguas del pueblo de Madariaga. Cavanna le encomendó a sus subordinados José Siuberti y Raymundo Manrique que lo acompañaran y que revisaran a ver si el ladrón andaba por ahí. El puestero Enrique Merlo recibió a los policías y negó que alguien además de él estuviera allí. Pero los policías desconfiaron y al ir hacia la parte de atrás de la propiedad. De forma repentina Pedro Aguirre o Pedro Montenegro salió a los tiros y se produjo una balacera. Cuatro disparos acertaron en él: uno en abdomen, dos en el rostro y otro en una mano.
Pasado el alboroto, los policías hicieron algunos descubrimientos. El primero que el tal Pedro no era Pedro, ni mucho menos Aguirre o Montenegro. Quien yacía boca abajo era Juan Catalino Domínguez, el temible bandido que cargaba ya con cinco asesinatos y que la policía buscaba desde hacía varios años sin demasiado éxito. El cuerpo de Juan Catalino Domínguez, penetrado por las balas policiales, vestía una bombacha de campo de Don Martín y la faja de Marcelo. Hasta las ropas probablemente ensangrentadas de las víctimas había robado Catalino.
Pero por si había alguna duda, Catalino tenía las llaves del Chevrolet 1940, otra que Mehatz usaba para su cofre personal en el Casino y hasta el Whinchester de los desaparecidos.
El insalvable misterio de esas tres ausencias reclamadas por toda un familia, casi por una ciudad, espiadas por un país, pareció estar cerca de revelarse ante los policías con esos hallazgos. Sin embargo hay veces en que la destreza de muchos no puede con la audacia temeraria de uno solo. Y en el clandestino mundo de Juan Catalino Domínguez nada, jamás, fue sencillo de explicar. Ni siquiera lo que asomó alrededor de su cadáver y que retrotrajo a la policía más de un mes atrás, al domingo de elección. Al domingo 7 de marzo, a las 11 de la mañana.
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¿Cuántas veces el asesino huye sin ser atrapado? ¿Cuántas veces el dueño de una casa habrá llegado dos minutos después del escape de los ladrones? Haber llegado a tiempo es el destino. No haberlo hecho, también. Todo y nada es el destino, que, en definitiva, es una excusa literaria para no admitir que las casualidades existen.
“Justo a éste se le ocurre llegar ahora” quizá esté pensando Catalino Domínguez parapetado en la ventana este 7 de marzo. Quién lo afirma, quién lo puede negar. Catalino se sabe intruso adentro de la estanzuela del Monte Trío. Por eso empuña el revólver y porque reconoce a aquel Chevrolet que se acerca como el del dueño. Vuelve a mirar y aguarda firme a que el auto se detenga. No quiere delatarse. Seguro que ese gesto que hace es para decirle al pibe que la cosa se pondrá peliaguda. La noche anterior los dos habían ido a comprar un frasco de caramelos al almacén Rivera, en Vivoratá, y de allí habían montado al almacén de Los Cuatro Vientos para comprarse una botella de vino y al ver la casa vacía en la estanzuela habían entrado. Todo estaba más que tranquilo. Ahora no. Esto no puede terminar bien.
El Chevrolet frena y de él baja Don Martín Mehatz; unos segundos después lo hacen Mayo y Marcelo. Acaso es la ventana abierta -esa por donde habían entrado Catalino y el pibe durante la madrugada- lo que pone en alerta a Don Martín y lo hace adelantarse. Avanza con la lentitud que manda la precaución y apenas llega a un par de metros de la casa, el estruendo, el ardor en el pecho y el final. Catalino Domínguez acaba de accionar su revólver calibre 38 Campeón Extra, igual que lo había hecho el año anterior contra Guillermo Alberti, arrendatario de un campo de Chillar, y el peón Victoriano Serrano. Sabe lo que es provocar la muerte, pero no lo que es saciarse de ella. Las balas perforan el cuerpo de Don Martín y Catalino no pierde el tiempo. Deja la casa y va en busca de los otros dos Mehatz, Martín Mayo y Marcelo, quienes ante los disparos pretenden huir de la inentendible furia.
La historia de Catalino Domínguez
El sol algo oblicuo del mediodía de domingo cae en la estanzuela “Herguindeguy” y Catalino no tarda mucho en encontrar a los hermanos Mehatz, ambos abocados al extremo empeño de ocultarse de quien acaba de quitarle la vida a su padre. Desarmados, no es mucho lo que pueden resistírsele a un criminal sin deseos de detenerse. Cerca del galpón Catalino le dispara a Martín Mayo la única bala que le queda en el tambor y lo derriba. Luego se toma tiempo para recargar el revólver y termina por liquidar al mayor de los hermanos.
―¡Pero qué hace Aguirre! ―le suplica, quizá con esas palabras, el menor de los Mehatz cuando ve acercarse decidido a Catalino adelantado por el filo de un cuchillo. Padre e hijos conocían a Pedro Aguirre, pero no a Catalino Domínguez. Marcelo Mehatz recibe las puñaladas y no tiene la suerte de morir al instante sino unos segundos después, cuando el despiadado asesino le destroza el cráneo con una maza recogida del galpón.
Catalino quiere asegurarse las tres muertes y completa su faena a puro mazazo. Unas viejas bolsas de arpillera sirven, junto a algunos diarios viejos, para cubrir los cadáveres en el generoso baúl del Chevrolet. Carga también el botín: un aparato de radio, el rifle Winchester, una escopeta, una alcancía, unas linternas, una cuchilla de cocina y ropa. Deja los caballos para que pasten y los saluda. Les dice que en unos días los vuelve a ver. Entonces acelera el Chevrolet y se va hacia Cobo.
Estupefacto, conmovido, entusiasmado o impertérrito, el pibe nombrado Alberto Gómez (pero que en verdad es Orlando Nelson Rosa) percibe que la sangrienta secuencia la recordará por el resto de su vida. Ignora, en cambio, que ese recuerdo será el que un par de meses más adelante permitirá cerrar la historia y devolverle a la familia de los Mehatz la paz arrebatada en la estanzuela.
La paz en forma de cadáver.
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Pasó un mes exacto entre la muerte de Catalino Domínguez y el hallazgo de los cadáveres. Hubiese sido imposible localizarlos sin el arrepentimiento de Rosa, un arrepentimiento inducido también por las artes policiales que, menos a un fantasma, hacían hablar a cualquiera. Las lenguas oficiales aseguran aún hoy que la contribución de Rosa fue solo para confirmar lo que se sabía a partir de la pericia policial y el aporte de Miguel Andreatta.
Cierto es que las semanas posteriores al final de Catalino Dominguez se aceleraron las búsquedas por la zona de Madariaga. Incluso algún parroquiano en una pulpería de por allí había descrito un auto azul entrando por los montes. Así fue como la comisión policial entre el 15 y el 16 de mayo redujo el rastrillaje al área de Mar Azul, Juancho, Villa Gesell y Pinamar, por entonces vastas extensiones de campos, arena y cangrejales. Encabezados por Lasota y el propio Andreatta se introdujeron en unos montes del campo del Ferrocarril Sud que arrendaba un tal Gaspar Platiño, a unas tres leguas y media de Madariaga hacia Pinamar, y el lunes 17 de mayo dieron con el Chevrolet. Estaba cubierto de ramas en un monte tupido, camuflado, y a algunos metros de allí una fosa incompleta con el tamaño suficiente para enterrar el auto. Pero los cuerpos no estaban. La única señal de ellos eran las bolsas de arpillera y diarios ensangrentados que se encimaban en el interior del Chevrolet.
Un día después, cuando la noticia del hallazgo del auto había activado el desfile de periodistas de todo el país hacia la zona, la policía ya tenía la declaración de Rosa y una ubicación aproximada del juncal en el que habían sido abandonados los cadáveres. Por la tarde del martes 18 de mayo, a un mes de la muerte de Catalino Domínguez, a 72 días del triple asesinato, y a 20 leguas (96 kilómetros) de la estanzuela de los Mehatz la policía halló los tres cuerpos. El de Martin Mayo tenía aún la alianza de casamiento en un dedo y la libreta de enrolamiento en un bolsillo.
Rancho que ocupaba ocasionalmente Domínguez. A poca distancia de allí aparecieron los cadáveres y el vehículo.
Las especulaciones sobre el parricidio quedaron sepultadas entre esos juncales. Las víctimas de un asesino despiadado habían sido todos los hombres de la familia Mehatz. La furia de Catalino Domínguez, a quien las habladurías de aquellos tiempos lo habían convertido casi en un mártir al que le justificaban sus desvíos por un desengaño amoroso, se les cruzó en el camino y les destrozó sus vidas a fuerza de mazazos, disparos y apuñalamientos.
Rosa, el menor cómplice en un grado que sólo él supo pero que atenuó mostrándose como una víctima, siguió su vida vinculada al delito hasta que fue muerto apenas entrada la década del ’60.
A los cuerpos los pasaron por la mesa de autopsia y redujeron la causa de la muerte a traumatismos de cráneo. Así figura en las actas de defunción firmadas por el propio Andreatta. El caso se cerró sin dudas y agigantó la leyenda criminal de Catalino Domínguez al transformarlo en uno de los más sanguinarios asesinos múltiples de Argentina.
El 20 de mayo de 1948 llovió en Mar del Plata. Tres féretros son movidos entre la multitud que fue a despedir a un padre y sus dos hijos. La lluvia de ese jueves primero se precipitó sobre la iglesia Nueva Pompeya, donde las acciones religiosas intentaron brindar consuelo; luego, la misma lluvia, ablandó la tierra en el cementerio de la Loma. Aquella bifurcación de los caminos de la vida que unió a los Mehatz con Catalino Domínguez volvió a hacerse presente en el cementerio de la Loma. Mientras el murmullo adolorido de la gente elevaba plegarias junto a las tres fosas, apenas unas parcelas más allá una tumba se confundía de las otras sin flores, ni ofrendas, olvidada en su propia soledad. La tumba de Catalino Domínguez.
Fuentes:
Archivo Diario La Capital
Biblioteca Nacional Mariano Moreno
Archivo personal Roberto Santamaría
Diario El Tiempo de Azul
Eduardo Agüero Mielhuerry
Hemeroteca Museo Villa Mitre
Familia Mehatz