A Bioy
Esto que nos pasa es una cruel paradoja, porque el departamento siempre nos gustó por ser chico: un ambiente y medio en un edificio viejo pero de buena construcción. Para Elena y para mí (todavía rodeados por la alegría del casamiento) esa falta de espacio se relacionaba con la felicidad de estar siempre juntos, de mirarnos y encontrarnos a cada instante. Casi no tenemos muebles, salvo una mesa que nos regaló un amigo, una radio, un televisor de pocas pulgadas. El departamento traía una cama, un biombo con dragones dibujados y un ropero antiguo, de tres puertas.
En la tercera puerta del ropero empezó la desgracia, porque una mañana apenas nos mudamos, Elena se levantó a buscarme una camisa, abrió esa puerta y descubrió -oculto tras la madera del fondo- el otro cuarto. Detrás del ropero hay otro cuarto. No puedo negar que es hermoso, pintado en colores claros, con cortinas rojas, con alfombra, con luz, amplio.
-Mirá que belleza-dijo Elena.
-Mejor cerremos, a ver si viene el dueño- contesté.
Elena me miró, cómplice. Su voz era la de una chica cuando dijo:
-¿Qué dueño? Acá no vive nadie. Y si vive, ahora no está. Vení, vamos a recorrerlo.
Por prudencia, por miedo, preferí quedarme de éste lado. Elena, a los gritos, se metió en el cuarto. Pude oír, a lo lejos, que repetía insensatamente “es un palacio”.
Nunca conocemos a la gente. Me ofendió descubrir en ella ese repentino ataque de frivolidad, como si nuestro departamento no fuera, también, un modesto palacio. En la puerta del ropero, encandilado por la luz del otro lado, le pedí que vuelva. No quiso. Pasaron unos minutos y la perdí de vista. Una vez dentro, según puedo deducir, Elena encontró otra puerta, que daba a otra habitación. La abrió; entró. Supongo que esa maniobra perversa se repitió muchas veces. Demasiadas.
Alzando la voz, volví a pedirle que regresara pero, como respuesta, sólo escuché que ella, cada vez más lejana, gritaba de felicidad. Era una felicidad no compartida, por supuesto, porque a Elena no la vi nunca más.
Los enamorados, los políticos, los despechados, envueltos en el ardor de la conversación, suelen decir “nunca más” como una provocación al destino o, mejor dicho, como una expresión de deseo: nunca más robaremos, nunca más te engañaré; esto o aquello, no pasará nunca más. Yo no quiero cometer ese error. Cuando digo que a Elena no la vi nunca más, digo la verdad.
No la veo, pero puedo oírla. Por las noches o cuando hay silencio, escucho que me llama, con una voz penosa y distante que rebota en incontables corredores y pasillos de cortinas rojas. También la sueño. A pesar de que tomo unas pastillas muy potentes, no hay noche en que no tenga este sueño devastador: Elena y yo llamándonos a gritos, durante años, en habitaciones cercanas pero que nunca se comunican. Quien encuentre esta carta, notará la falta de originalidad de mis sueños.
De todas formas, a pesar del amor que siento por mi mujer, no me animé, hasta ahora, a buscarla. No, al menos, sin tomar algunas precauciones: el lugar es tan grande que también me perdería. No soy cobarde: tengo que hacer algo. Pensé en hablar con el portero, pero me va a tomar por loco. Pensé en consultar los planos del edificio, pero el arquitecto que lo construyó se murió, y sus hijos, apenas les comenté el caso, muy escuetamente, claro, me cerraron la puerta en la cara y me tomaron por loco. Cuando llama mi suegra desde Buenos Aires, tengo que decir que Elena salió a hacer compras o que está durmiendo. No tengo más excusas. La última vez, anoche, se enojó conmigo. En cualquier momento, aparece con la policía. Debe pensar que la maté y la tengo enterrada en la pared.
La situación es insostenible y no tengo paz: en el trabajo, en la calle, cuando ceno solo en esta mesa alguna vez compartida, no hago más que pensar en Elena. Por eso digo que hoy va a ser un día decisivo. Hasta acá llegué.
Ya que no hay esperanza de que Elena vuelva por sus propios medios, tengo que cruzar al otro lado y encontrarla. Mi vida se va en esa tarea. Fabriqué un sistema de hilos para usar de referencia y no perderme, pero no sé si va a funcionar. Otras soluciones, que se me ocurrieron durante el insomnio y la desesperación, me parecieron más ridículas.
Mientras tomo valor, escribo esta hoja, sentado frente a la puerta del ropero, iluminado por la luz clara del otro cuarto; la escribo por si me pierdo y ya nadie nos vuelve a ver.
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