El nuevo gobierno y el ajuste “a la Argentina”
Por Jorge Raventos
Merced a la victoria política que culminó en la aprobación de la ley de solidaridad social y reactivación productiva, el poder presidencial se ha vigorizado notoriamente. Tanto, que para algunos ya estaríamos ante un caso de “hiperpresidencialismo”. El propio Alberto Fernández mira esos comentarios con ironía: “Hasta hace dos semanas era un pobre tipo que no podía armar el gabinete porque Cristina le armaba todo. Ahora dicen que soy el presidente más poderoso”, bromeó intencionadamente el último jueves ante Eduardo Van der Kooy, editorialista político de Clarín.
Es cierto: antes aún de que Mauricio Macri le colocara la banda y le entregase el simbólico bastón de mando, la comidilla mediática le concedía a Fernández habilidades como operador pero lo pintaba sustancialmente condicionado por el poder de la señora de Kirchner, la que lo había elevado a la condición de candidato. Desde la aprobación de aquella ley, tanto los mercados como los analistas más renuentes empiezan a recoger las velas de su suspicacia o se rinden ante la evidencia. En su columna de La Nación, por ejemplo, Joaquín Morales Solá se inclinaba el último domingo ante la manifestación de autonomía presidencial: “Es comprensible que un presidente que llegó con la mayoría de los votos prestados por otro líder (otra líder, en este caso) intente consolidar primero su poder. Lo consiguió. No quedó ningún argumento para los que decían que sería un mero títere de la expresidenta”.
Los mercados y lo inesperado
Los mercados se expresaron en su propio idioma: bajó significativamente el índice de riesgo del país, acciones y bonos se recuperaron. La opinión pública, según últimas mediciones, está premiando al presidente con un 60 por ciento de aprobación (imagen positiva).
La Casa Rosada mostró su capacidad de convocatoria al congregar a dirigentes empresarios, sindicalistas y líderes de movimientos sociales y suscribir con ellos un “compromiso argentino por el desarrollo y la solidaridad” que constituye el vestíbulo del Consejo Económico y Social que Fernández proyecta instituir por ley y establecer como un pilar de políticas de estado que trascienda los períodos presidenciales.
El compromiso firmado en esta ocasión, además de expresar una voluntad de encuentro en la diversidad social y hasta en la divergencia, sostiene varios conceptos que son importantes para el gobierno, tanto de cara a los mercados como a la opinión pública: estamos ante una emergencia, hay compromisos de pago (deuda) que deben ser cumplidos con urgencia; la voluntad de pago requiere condiciones compatibles con la atención de la deuda social y el crecimiento de la economía”.
Es comprensible que los mercados reciban con expectativa estos datos, que contradicen las sospechas que habían alimentado frente a un gobierno sostenido por el peronismo. Los augurios del mercado huyen de la originalidad, se asientan en la monotonía, en el principio de que el futuro repite el pasado. Por eso suelen fallar cuando se topan con lo inédito. Ante lo nuevo conviene pensar de nuevo. Alberto Fernández es una invitación a hacerlo.
Desde la década del 90 del siglo pasado era raro que una autoridad peronista admitiera que lleva adelante un programa de ajuste. El Presidente acaba de reconocer que eso es lo que está haciendo: “Si el concepto de ajuste es poner orden en las cuentas públicas, estamos haciendo un ajuste”, concedió sin tapujos el jueves en un canal de cable; por cierto agregó de inmediato que “a diferencia de otros ajustes, no está pagado por los que menos tienen, sino por los que mejor están. ¿Quiénes son? Los que exportan, los que producen petróleo, metales, la minería, el campo, los que están en mejor situación con sus bienes personales. Hay que pagar en la Argentina un plan contra el hambre que va a costar 100 mil millones de pesos”.
Si es un hecho singular que el peronista Fernández no se avergüence de llamar al ajuste por su nombre, no lo es menos que su gobierno pueda exhibir el respaldo conjunto de empresarios, gremios y movimientos sociales a los objetivos de su programa. El “compromiso por el desarrollo y la solidaridad” fue firmado por algunos de quienes se beneficiarán de su aplicación y por muchos de los que deberán pagar por ella.
El campo y la cultura dolarizada
Es cierto, no todos los que tienen que pagar estuvieron sentados a la mesa el jueves último: la Mesa de Enlace de las organizaciones agropecuarias (que, sin embargo, mantiene abierto el diálogo con el gobierno) prefirió evitar esa cita. Es que el mismo día varios agrupamientos de productores autoconvocados manifestaban contra las retenciones en Rosario y en pueblos de Córdoba y la provincia de Buenos Aires. Son expresiones irritadas, impacientes y minoritarias, pero el gobierno está atento para evitar que el descontento se extienda: Fernández sabe que el campo es el gran productor de divisas y que la Argentina no puede repetir conflictos como el del 2008. Tiene que refinar el programa de retenciones y estímulos y simultáneamente tiene que convencer al campo de que su aporte es no sólo necesario, sino inevitable. En esa operación consiste hacer política.
Tal vez el círculo social más intolerante con el tipo de ajuste que encara el gobierno sea el que considera -como pintó Fernández ante los medios- “que comprar dólares es una suerte de derecho humano”. Aunque el sentido común indica que el Estado está obligado a establecer prioridades en el uso de un recurso escaso como son las divisas, para aquella cultura banalmente dolarizada el impuesto fijado a la compra de dólares para turismo o para consumo doméstico en el exterior representa una ofensa imperdonable.
Más allá de esos reflejos si se quiere marginales, el agrietado sistema político argentino tiene, si bien se mira, ciertas coincidencias básicas: tanto el gobierno de Alberto Fernández como la oposición comparten la necesidad de no aislar a la Argentina del mundo, de resolver el problema de la deuda y recuperar el crédito externo, de encarar una reforma al sistema previsional. Divergen sobre los métodos y sobre quiénes deben, en primera instancia, afrontar los costos de esa búsqueda. Fernández cree que el mayor aporte debe recaer en quienes tienen mayor capacidad contributiva.
De la Rosada a La Plata
De una semana a la otra, la posición de la Casa Rosada se fortaleció. Generó condiciones para ir resolviendo las urgencias mientras trabaja para soluciones de fondo.
La situación en cambio no mejoró para otra figura estelar de los nuevos elencos gobernantes: el mandatario bonaerense Axel Kicillof. En La Plata las cosas habían andado muy bien hasta la semana anterior. El domingo último esta columna consignaba que “en la provincia de Buenos Aires, aunque el Frente de Todos no tiene fuerza suficiente en el Senado, el gobierno de Kicillof consiguió que la Legislatura aprobase normas de emergencia.pero el trámite discurrió allí (…) por canales fluidos merced a una negociación que el mandatario mantuvo con María Eugenia Vidal y su equipo”. Esta semana, en cambio, Kicillof quiso aprobar una severa reforma de las tributaciones en la provincia (principalmente la tasa inmobiliaria y la de ingresos brutos) sin la indispensable flexibilidad a la que debería inducirlo su debilidad legislativa.
La oposición (Juntos por el Cambio) reclamaba que los incrementos impositivos no superaran la inflación, mientras el gobernador quería, sí o sí, mantener los incrementos que él había previsto, que en el caso del impuesto inmobiliario llegaba hasta el 75 por ciento. La intransigencia condujo al bloqueo de la situación; la oposición no dio quórum y la sesión fracasó. Si el gobernador quiere su reforma tributaria deberá negociar tarde o temprano. Y -con esa reforma o sin ella- deberá ir pensando en negociar con la Casa Rosada, como todos los gobernadores que lo precedieron.