Por Enrique Arenz
Sucedió en Sauce Viejo en la Nochebuena de 1994. El párroco de ese pueblito del norte de Santa Fe era en ese tiempo el padre Aniceto Echepare, un anciano cura que había sido director de la escuelita Salesiana donde se educaron casi todos los lugareños. Nadie faltaba un domingo a sus misas, sus aleccionadoras homilías eran caricias para el alma, y cuando sus manos de santo hacían resplandecer en el altar el milagro de la Eucaristía, todos sentían la presencia viva del Cordero de Dios.
En ese pueblo vivía un niñito de diez años, Mariano Migues. Nito, le decían; chico simpático y servicial con sus vecinos, que mostraba una fuerte inclinación religiosa. Cuando tomó la primera comunión tuvo una revelación que despertó su vocación sacerdotal: comprendió el sentido trascendental de las lecciones que le había enseñado el padre Aniceto: “En la Eucaristía está Jesús vivo, entero, con su cuerpo, alma y Divinidad. Cuando Jesús dijo en la Última Cena: ‘Hagan esto en mi nombre’, instituyó el sacerdocio y el mandamiento del amor al prójimo”.
El cura, orgulloso de Nito e impresionado por sus aptitudes eclesiales, lo instituyó monaguillo y comenzó a prepararlo para su futuro de seminarista.
Nito disfrutaba de sus funciones en la Iglesia, pero a veces parecía estar afligido. El sacerdote lo atribuía a que sus padres se habían divorciado, circunstancia siempre difícil para cualquier niño.
Hijo único, vivía ahora con su madre, su padrastro y su abuela, si bien se veía todas las tardes con su papá en el criadero de porcinos que éste explotaba en el campo.
Un día cercano a la Navidad, Nito quiso hablar con el sacerdote.
—¿Qué te anda pasando, Nito? Te veo tristón.
—No, nada, padre… estoy bien.
—Bueno, a ver, ¿qué querías decirme?
Después de algunas rodeos el niño habló con su habitual franqueza:
—Usted sabe que mis padres se separaron el año pasado.
—Cómo no lo voy a saber, si yo mismo los había casado. Traté de disuadirlos, pero…
—Sí —continuó Nito con una mirada calma que confundió al sacerdote—. Papá se quedó a vivir con la abuela en el campo, y mamá se vino conmigo al pueblo, a la casa de mi otra abuela. Después los dos se casaron por civil con otras parejas.
—¿Y eso es lo que te tiene mal, Nito?
—No, padre. A papá lo veo siempre porque me viene a buscar a la escuela y me lleva al campo para que alimente a los cerdos. Después hago las tareas escolares con la ayuda de su actual mujer, que es maestra, y me trae de vuelta a casa. Él me paga por mi trabajo, y cumple con mi mamá con las cuotas mensuales. Gracias a Dios se llevan bien entre todos ellos.
—Ah, mirá. Qué bien, ¿no? ¿Qué es entonces lo que te preocupa?
—Tiene que ver con eso, pero es otra cosa, padre, y me da un poco de vergüenza decírselo.
—¿Cómo que te da vergüenza, Nito? Vamos…
—Es algo religioso.
—Con más razón, entonces. ¿Para qué estamos los curas? A ver, desembuchá.
—Papá y mamá son muy creyentes, igual que mis dos abuelas.
—Ah, ya veo adónde vas, Nito: te preocupa que se hayan separado y vuelto a casar cuando la Iglesia no lo permite.
—Tampoco, padre. Mire, eso lo he pensado mucho, y creo que Dios, en su infinita bondad, comprende y perdona esas decisiones tan íntimas. Ellos me explicaron que no podían seguir conviviendo porque se llevaban muy mal, discutían todos los días, a mamá no le gustaba el olor a chancho que traía papá en la ropa y en las manos…
Al cura le costó reprimir la risa. Pensó: «Que Dios me perdone, pero el olor a chancho es una buena razón para separarse». Nito continuó:
—Y mamá, pobre, es muy buena, pero tiene ese carácter tan jodido… Lo tenía cortito a papá —. Nito sonrió, indulgente.
—O sea, Nito, vos comprendés que tus padres no podían seguir juntos y sintieron la necesidad de rehacer sus vidas. Lo has aceptado.
—Sí. Me costó, pero lo acepté. Lo que me afecta es otra cosa.
El sacerdote se quedó observándolo, atento, intrigado.
—Ellos vienen todos los domingos a misa, padre. No sé si usted vio que hasta se sientan juntos.
—Es verdad… —dijo el cura haciendo memoria—. Me llamaba la atención verlos tan unidos.
—Es porque les encanta verme actuar como monaguillo.
—Ah, pero eso no lo sabía. Los sigue uniendo el amor que te tienen, Nito, y están orgullosos de vos. Eso habla bien de ellos como padres y buenos cristianos. Ahora decime de una buena vez cuál es el problema que te aflige tanto.
—Que no puedan comulgar, padre.
Lo dijo con la voz estrangulada, en una exclamación desgarradora que conmovió al sacerdote. Ese era el gran dolor de Nito: ver a sus padres privados de la Sagrada Comunión por transgresión del canon 915 de la Santa Iglesia.
—Ah, era eso… —murmuró sombrío el cura.
—Ellos van a venir el 24 a la misa de Gallo. Será la primera Navidad que papá y mamá no podrán comulgar. Y van a sufrir mucho. Yo le quería preguntar, padre, ¿no se podrá hacer una excepción y permitirles participar de la Eucaristía ese día tan importante?
El sacerdote, triste y desconcertado, debió mover la cabeza negativamente.
—No puedo, Nito, lo lamento tanto… No puedo. La iglesia me prohíbe dar la comunión a las personas separadas y vueltas a casar. Es mi deber, Nito.
—Sí… entiendo, padre, no se preocupe —respondió Nito, y se largó a llorar.
El cura lo abrazó sin saber qué decirle. Como sacerdote conocía sus deberes canónicos, pero también sabía que no podía dejar sin consuelo a los que tienen el corazón sangrante. Entonces miró a Nito a los ojos y le dijo:
—No pierdas la esperanza, Nito. Vení, vamos a rezar juntos. Le pediremos al que está próximo a nacer que nos ilumine y nos ayude en este dilema.
La noche del 24 la capilla del pueblo lucía adornada con rosas rojas y blancas, guirnaldas de acebo y decenas de cirios que simbolizaban la luz de Cristo. Un gran árbol de Navidad daba la bienvenida en la entrada, y a un costado del altar, un pesebre muy iluminado mostraba la cuna de heno aún vacía, vigilada por María y José.
Cuando llegaron los padres de Nito, acompañados por sus respectivas parejas, debieron sentarse en uno de los últimos reclinatorios, porque la capilla ya estaba casi colmada de gente. A las diez en punto, el padre Aniceto y su ayudante, salieron revestidos de la sacristía para oficiar la solemne ceremonia.
Todos oraron y cantaron, dos mujeres leyeron pasajes del Evangelio de Lucas y vibró la voz del sacerdote en su homilía alusiva al significado de la Navidad. Concluyó con estas palabras de Jesús que anticipaban lo que iba a suceder: «Bienaventurados aquellos que fueran como los niños y pudieran ver las cosas como ellos las ven».
Cuando llegó la plegaria Eucarística, todos aquietaron sus almas para presenciar el conmovedor ritual que el padre Aniceto elevaba con su gestualidad a inimaginables cumbres de misticismo. Una vez más resplandeció en aquella capillita el milagro de la transubstanciación. Entonces el sacerdote tomó la delgada hoja de pan ácimo consagrada, le quitó un ínfimo pedacito y lo depositó en el cáliz, luego la partió en dos, comió una de las mitades, bebió del cáliz, y, luego de proclamar en voz baja; «El cuerpo de Cristo», depositó en las manos de Nito la otra mitad.
Pero Nito no la llevó a su boca, como indica el culto. Hizo lo que nadie esperaba: bajó del altar con la Sagrada Forma entre sus manitas abiertas, recorrió el pasillo central de la capilla bajo la mirada silenciosa y sorprendida de los fieles, fue hasta donde estaban sus padres, partió su pan ácimo en tres pedacitos, puso uno en la boca de su madre, otro, en la de su padre, y el tercero, en la suya.
Cuando Nito regresaba al altar con la carita iluminada de fervor y alivio, todos los fieles, algunos con lágrimas en los ojos, estallaron en un interminable aplauso. Comprendieron el gesto de aquel pequeño ángel: había compartido su Comunión con las personas que más amaba.
Que fue como compartir con ellos la Navidad, porque si en ese momento alguien hubiera mirado al Niño Jesús, que esperaba en una canastita su traslado al Pesebre, habría visto su sonrisa de aprobación.
Diciembre 2020
(Inspirado en un hecho real ocurrido en México)
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