El joven mensajero cruzó corriendo la feria de los mercaderes y, agotado por el sol y por el peso de la noticia, llegó a la gruta donde aquellos hombres se escondían. Cerca había unos artesanos; el Templo no estaba lejos. En el umbral, ante repentinas espadas, murmuró una contraseña. Ya en la oscuridad de los pasadizos, buscó entre el griterío de los borrachos y las prostitutas.
Los encontró en un recoveco. Eran dos hombres que bebían en silencio. Uno, el más joven, jugaba con un puñal y una moneda; el otro, se alisaba la barba. Un perro negro dormía en la arena.
El mensajero se acercó al mayor y le habló al oído. Tuvo que repetir la historia dos veces. Entonces, el hombre se levantó de un salto y golpeó la mesa, riendo.
-Levántate –gritó a su compañero-. Vamos a cobrarnos la deuda. Por fin, vas a usar ese puñal en serio. Lázaro no está muerto.
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