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Opinión 2 de abril de 2017

El espejo chavista

Por Jorge Raventos

 

La disolución del parlamento venezolano intentada a mediados de la última semana por el gobierno de Nicolás Maduro constituyó un nuevo paso en el derrotero de ese gobierno hacia la instauración de una dictadura lisa y llana en ese país. Un paso del que, sin embargo, tuvo que retroceder como producto de la presión interna e internacional.

El sábado, el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela modificó sus propias resoluciones de tres días antes y devolvió a la Asamblea Nacional venezolana las competencias legislativas de las que la había privado y la inmunidad a los parlamentarios, al tiempo que le retiró a Maduro los amplios poderes para legislar en materia de delincuencia y terrorismo que ese mismo Tribunal le había otorgado. La Corte venezolana ha sido y es una emanación del Ejecutivo corporizado en Maduro. Sus fallos –tanto los de mediados de semana como los de ayer- responden a indicaciones del gobierno central. Los primeros expresaban los deseos del sistema de poder chavista. Las rectificaciones expresan su resignación frente a la realidad-

El chavismo, que comenzó expresando el hastío de Venezuela ante un régimen partidocrático que dilapidaba la renta petrolera y resguardaba la inmovilidad social, concluye como ejercicio concentrado del poder político en una facción cívico-militar que ha quebrado la economía, generalizado el desabastecimiento de bienes y hundido al 80 por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza al compás de consignas ideológicas de izquierda. El derrumbe es de tal magnitud que simultáneamente lo impulsa a huir hacia adelante ( hacia la dictadura sin tapujos) y lo maniata en la impotencia.

Si apenas unos años atrás el itinerario del chavismo venezolano era celebrado, imitado o admitido y tolerado en la región, hoy las cosas han cambiado. El eje “bolivariano” continental se ha debilitado. En Brasil ya no maneja el partido de Lula Da Silva y Dilma Roussef, que ejercía una contención/protección suave sobre el régimen de Caracas y le garantizaba sustancialmente indemnidad a cambio de pequeñas ceremonias de emprolijamiento.

Por cierto, en Argentina ha dejado de gobernar el kirchnerismo que, a su modo y en circunstancias diferentes, avanzaba con el mismo objetivo de Chávez y sus seguidores. La sociedad argentina se tomó su tiempo pero finalmente interrumpió esa marcha. La versión local del chavismo fue detenida antes de que pudiera acercarse a lo que Maduro acarició en la última semana.

Además de Argentina y Brasil, otras naciones del continente se muestran hoy dispuestas a censurar (con palabras y con acciones) el régimen autocrático de Nicolás Maduro y sus secuaces, mientras otras que formaban parte del sistema aliado o subsidiodependiente de Caracas, hoy atienden su propio juego: Fidel Castro murió y su hermano Raúl, camino al retiro, tiene que dedicar su tiempo a Cuba.

No nacen de un repollo

El cambio en las condiciones políticas regionales, la denuncia de la nueva vuelta de tuerca autoritaria indudablemente se hacen sentir en el terreno interno venezolano, ofreciendo aliento y esperanza a la oposición democrática y provocando o profundizando grietas en el dispositivo de poder sobre el que se sostiene el régimen. En los grandes cambios suele haber convergencia entre la protesta de la sociedad y las críticas y divergencias que se producen en las estructuras de poder. Las perestroikas no nacen de un repollo.

Con el recalentamiento de la situación venezolana, al gobierno de Mauricio Macri se le presentó la oportunidad de una carambola servida. Podía (puede aún) intentar un protagonismo regional en la reivindicación de un modelo democrático para el continente, habida cuenta de que el principal candidato a jugar ese papel –el Brasil de Temer- se encuentra bastante enredado en su propio berenjenal político con los escándalos de corrupción. Y, simultáneamente, puede exhibir el caso venezolano como ejemplo vivo de lo que Argentina se ahorró al poner punto final a la experiencia K. La combinación de esas jugadas engarzaría bien en la estrategia polarizadora que busca desarrollar la Casa Rosada.

Es cierto que el freno a la experiencia K no fue, ni exclusiva ni principalmente, obra del macrismo (si hay que subrayar una causa, la derrota electoral kirchnerista de 2013 fue un golpe decisivo a la ilusión de eternidad del cristinismo), pero el actual oficialismo sin duda formó parte de la composición de fuerzas que apartó al kirchnerismo y, además, fue el principal beneficiario de ese apartamiento.

En cualquier caso, en primera instancia el gobierno no se mostró decidido tomar el centro del ring en la batalla contra el golpe de mano de Maduro. Se movió con ese propósito pero cautelosamente, delegando más bien el juego en el tejido diplomático de la Cancillería (que propuso una reunión del Mercosur) cuando la ocasión pintaba justificadamente para una fuerte intervención presidencial. A la luz del retroceso chavista, un poco más de audacia declarativa habría pagado bien a la Casa Rosada.

Los hechos indican que, en momentos en que el gobierno no puede exhibir logros rotundos en el plano interno y mientras soporta ofensivas críticas (algunas de ellas impregnadas de hostilidad), al Presidente le vienen bien los escenarios regional e internacional. Macri se fortalece con visitas como las que realizó a España u Holanda (o las que concretará muy pronto a China y Estados Unidos). No le vendría mal arriesgar más y tomar el papel de abanderado de un cambio regional que, indudablemente, ya está ocurriendo.