El dolor y el recuerdo por un crimen estremecedor
Hace 20 años aparecía el cuerpo calcinado de Cristian "El Chavo" Campos. Lo levantó un patrullero cuando iba a comprar pañales para la hermana de su novia. Su familia lo recuerda en un viaje por el archivo de LA CAPITAL.
Por Fernando del Rio
En la sala de entrevistas hay una mesa redonda encima de la cual caen, desde el interior de un sobre de papel, recortes de viejas publicaciones, fotografías y algunas notas. Un rancio olor a humedad y encierro asoma también del envoltorio marrón madera que tiene el número “66” en letras rojas y el rótulo en negro que lo define: “Asesinato de Cristian Ariel Campos (16) por policías del Comando -marzo de 1996-“.
Las manos de los que se sientan a la mesa avanzan con firmeza hacia ese tesoro como a una vasija con agua un náufrago. Porque la sed también puede ser de recuerdos, por más malos que sean. Cuatro hermanos, la madre y la abuela de Cristian Campos, de “El Chavo”, se disputan los recortes del archivo de LA CAPITAL mientras discuten verdades ya olvidadas, escuchan de otras bocas más de un “¿te acordás?” y despliegan algunas sonrisas de resignación. “Siempre Cristian en las mismas fotos porque no teníamos más. A mí me quedó la del documento y esa, que la tengo así como está en el comedor”, dice Ana Segovia, la madre, a la vez que señala el cartel que se encargó de traer para la entrevista.
Las fotos en una casa humilde eran una rareza en los ’90, cuando tomarlas era más caro que comer y no existía ni la manía de estos tiempos por retratar todo ni la posibilidad de hacerlo. En lo de los Campos, las fotos eran una extravagancia y por eso es que de “El Chavo” apenas si se conoce la del documento y aquella en la que está abrazado con amigos. Da la impresión de que esas manos voraces entre los recortes buscan una nueva imagen, aunque sepan que “El Chavo” Campos es todo aquello que vino después de su muerte.
Ahí está la familia d “El Chavo” Campos. Está la madre Ana, los hermanos Carolina, Adrián y Paola, la abuela Rosa, y hasta el sobrino Lucas que nació un 9 de marzo. Justo un 9 de marzo, el mismo día calendario que apareció muerto Cristian Campos y, extrañamente, el mismo día que nació Cristian Campos, otro sobrino de 16 años y que juega en San Lorenzo de AFA, porque dicen que es un fenómeno. Todos ellos, los que rodean la mesa, se encuentran a sí mismos, 20 años más jóvenes, en tal vez el único álbum fotográfico familiar. Un álbum triste en el que se reconocen llorando, abrazando o cerca de micrófonos. Pero la vida les da la oportunidad de sonreír. “Esto me hace acordar a las películas”, dice Adrián, al que le preguntan si el de aquella foto es él y Carolina, desde su silla de ruedas, no tiene piedad: “Ese no sos vos, vos sos re feo?”.
La muerte
y la vida
Se paralizan ahora en el artículo que se titula “Apareció el cuerpo calcinado del joven Cristian Ariel Campos” y que tiene a la desgarrada Ana en la foto principal, junto a otra de policías trabajando en el Monte Romer. “Me voy a cambiar los lentes”, dice Ana mientras sostiene el recorte que muestra la fecha 10 de marzo de 1996 estampada con un sello a tinta azul. “Lo mataron porque… no sé -dice Ana-, siempre lo mismo… Hasta el día de hoy no comprendo, no entiendo lo que pasó. Porque se fue a comprar pañales. Si uno dice que fue a robar o a hacer algo malo, bueno? tampoco. Digo que no daba ningún motivo para que la policía lo parara. Si había ido a comprar pañales al kiosco”.
El crujir de los recortes se escucha de fondo mientras a Ana, una vez más, los ojos se le sumergen en esas lágrimas inagotables. “Si vos ves que yo no vengo, salí a buscarme, me decía. Por eso salimos a buscarlo aquella vez, enseguida. Si los chicos no venían, yo ya me preocupaba. Y hoy me quedó esa psicosis y empiezo a mandar mensajes hasta con mis hijos más grandes”, admite.
En otra nota se ve a José Campos, padre y ex esposo, con Maxi en sus rodillas. Fue durante el pedido de justicia, el 20 de junio de 1996, en el que salía a aclarar que “El Chavo” no era un delincuente y que no tenía nada que ver con la Banda del Chavo que había matado a un policía de la comisaría sexta. Maxi, que es poco lo que acota, pasa a ser un protagonista principal cuando lo identifican a upa de su padre, con sólo 4 años. “Mirá los pelos del Maxi”, dice Paola y Ana traga saliva. “El es el más parecido a Cristian. Hasta hace poco usó el pelo así de largo y era verlo al Cristian”, señala.
“Este es Carloncho, el papá de Karina. Siempre nos ayudaron mucho”, dice Ana, y Adrián, junto a la abuela Rosa, se sorprende por la foto de Ayelén recién nacida en los brazos de Karina. “Mirá? qué buena foto”, celebra, y Paola informa al detalle: “Eso fue poquito después, porque cuando pasa lo de mi hermano Karina estaba de 8 meses y medio”. Hoy Ayelén está, por supuesto, a días de cumplir 20 años. No lleva el apellido Campos pero eso no significa nada. “Ayelén sabe quién fue su papá, va a nuestra casa y todo. Aparte es igual a él. Es Cristian pero en nena”, dice con cierto orgullo Ana.
La Justicia
Lucas pide hacer pis y va con Paola al baño del diario pero la pausa no rompe la atmósfera. Tardan un par de minutos y regresan justo cuando Adrián levanta un recorte. “Liberaron a uno de los policías condenados por el crimen de ‘El Chavo’ dice el artículo que se ilustra con la foto de Eduardo Oscar Jurado. Es del año 2007. “Le sacaron la vida a mi hijo y todos tendrían que estar presos. No puedo perdonar”, dice Ana mientras Adrián acota que sabe que uno de los policías se murió. Está en lo cierto. Marcos Daniel Rodríguez, apodado “El Gitanito” y el que menos condena recibió (15 años de prisión), murió de un ataque cardíaco hace algunos años cuando trabajaba de remisero. Los otros tres están en libertad pese a la pena perpetua que les había aplicado la Justicia: Jurado salió de la cárcel de Batán, Claudio Ciano de la cárcel de Dolores y Jorge Guiguet de la de Junín.
Paola Campos no puede evitarlo cuando escucha esos nombres. “Es algo raro porque hasta hoy en día odiamos a toda la policía. Después comprendimos que no son todos iguales, pero perdonar no se perdona. Podemos entender que haya policías buenos. Porque en realidad fueron pocos los que hicieron esto”, dice y retiene el llanto.
Aparecen notas del juicio y de personal penitenciario llevando a uno de los policías detenidos por el playón de Tribunales. “Alguien le pegó un piedrazo en la cabeza a ese que llevan”, dice Adrián y mira a la madre como esperando el inevitable reto. “¿Quién fue?”, pregunto. “Si no ponés nada en la nota te cuento”, dice y entiende que no llegará a un acuerdo. Entonces calla y sonríe.
“Hasta Menem habló”, interrumpe Ana y señala al patilludo presidente de los ’90 que aparece diciendo que el crimen de Cristian Campos fue un acto de bestias y no de humanos. “Los políticos hablaron, dijeron que iban a cambiar la policía pero yo veo todo igual -remarca Paola-, porque sigue lo mismo”. “Nosotros tuvimos la suerte de que pudimos encontrar a mi hermano enseguida, pero debe haber muchos casos parecidos hoy”, dice Adrián.
La familia Campos toma la doble página escrita en 2007 por Gustavo Visciarelli y de repente Ana dice: “Esto no lo pudimos conseguir”. Se refiere al sueño de crear un comedor con el nombre d “El Chavo” Campos. Es otra suerte mala o ausente, la que no tuvieron con la Justicia Civil y Comercial. “Después de todo hicieron el juicio civil pero yo no cobré nada. Ni un peso. Ese sueño de hacer un hogar o algo relacionado con ‘El Chavo’ no lo pude cumplir porque nunca cobré un peso. Nunca más vino un abogado. Yo sigo trabajando en la cancha, hago sándwiches para una panadería y sigo viviendo en el mismo lugar de siempre”, acota Ana en un tono intermedio, entre la bronca y la resignación.
El otro Chavo
Hay un recorte del 13 de marzo de 1996 en donde se refleja: “Preso cosió su boca en repudio a Jurado”. El preso se llamaba Luis Galván y estaba detenido en la comisaría de Balcarce, a donde fue trasladado Jurado después de su detención. “Mirá lo que hizo este loco por ‘El Chavo'”, dice Paola y, claro, los ojos, las lágrimas, la garganta cerrada.
La gente, la común y la otra, estuvo siempre dando vueltas en el caso de “El Chavo” Campos. En el archivo hay decenas de fotos de las marchas y reaparecen, como fantasmas bondadosos del pasado, muchos que ya ni siquiera son parte de sus vidas. Ven amigos que en aquel momento apoyaron y ahora hace algún tiempo que no ven. “¿Te acordás del Ale?”, pregunta Adrián. “¿Qué Ale?”, le repregunta Ana. “El que trabajaba conmigo?”, le responde y Ana agarra el recorte y lo analiza: “A ver? Hace tanto que no lo veo?”.
La gente siempre estuvo dice Ana: “El barrio con nosotros hasta ahora fue muy bueno. Porque seguimos viviendo ahí. No tuvimos que irnos. Pero toda la gente fue buena. Los primeros tiempos me parecía raro ir a la cancha porque Cristian iba con nosotros. Yo le vendo sándwiches de milanesa a los policías, no tengo problemas. El otro día uno me preguntó si seguíamos viviendo en el mismo lugar. Yo no le contesté nada y seguí de largo. Pero hay mucha gente que nos recuerda. Me pasa algo raro, voy a un barrio y viene alguien y me dice que lo conocía y que era amigo de Cristian. Siempre sale un conocido. A veces me pregunto si será verdad porque incluso hay algunos que me dicen que Cristian iba a tomar la leche a la casa. Pasaron los años y sigue siendo así”.
También está la otra gente, la que sabe todo. La que no tiene dudas de que la víctima siempre algo hizo. Porque robaba, porque tenía relaciones con la mujer de uno de los policías, porque era el líder de una banda, porque estaba mal vestido y sin cortarse el pelo. “Ahora mismo mataron a dos mochileras argentinas en Ecuador y la gente ya está diciendo como que algo tuvieron que ver ellas porque se fueron a la casa de un hombre. Eso es así, siempre buscan al culpable en la víctima. Como cuando violan a una mujer y le echan la culpa por haberse puesto un short ajustado”, dice Paola.
El último recorte que falta mirar es uno en el que están varias personas dentro de la casa de la avenida Polonia 422, donde vivían y viven los Campos. Adrián reconoce una gorra en la foto. “Esta visera está todavía en casa”, apunta Adrián y agrega: “La del Pajarito”. Ana le confirma el dato. “Sí, la tengo arriba del Gauchito. Tengo como un rincón con ‘El Chavo’ y sus cosas. El parece como que estuviera presente aunque sus restos estén en la cruz mayor del cementerio”.
Suena el teléfono de Ana y al mirar el número se agarra la cabeza: “Tengo que llevar las milanesas, me van a matar”. Y la familia Campos se va a seguir viviendo lo que queda de sus vidas.