Cultura

El del medio

Por Luciana Barragán

Cuando le tocaron el hombro con el fusil sabíamos que no lo íbamos a volver a ver. Nosotros nos miramos de reojo, porque no nos permitían mirar más que hacia adelante. Yo hubiera dado todo por ir en su lugar, pero tuvimos que frenar el impulso de salir a defenderlo porque de hacerlo, diez más lo estarían escoltando en el recuerdo.

En ese momento recé porque olvidaran el parentesco que teníamos para disminuir la satisfacción de los que se lo llevaban a los empujones. Una estupidez, ¿mirá si les iba a importar que tuviéramos la misma sangre? Cuando el objetivo que ellos tenían, era izar la bandera para que flameara con el viento del sur.

Pasaron por adelante nuestro a un metro de dónde nos tenían prisioneros. No arrastró los pies, ni se resistió. Tampoco agachó la cabeza. Alcancé a ver que tenía los puños apretados, pero estoy seguro que era por el frío, no por miedo.

A mí no me dejaban de temblar los labios, me los tuve que morder y no me quedó otra que llorar para adentro. Esto que te voy a contar nunca se lo dije a nadie porque me parecía vergonzoso que esa tarde en medio del dolor yo pudiera estar sintiendo alivio. Por primera vez en el tiempo que llevábamos en la isla se me había ido el hambre.

De los tres, él era el del medio. Era el que tenía más ambición, el que se tomaba las cosas en serio. Por eso teníamos problemas cuando éramos chicos, si estábamos jugando le costaba entender que era eso, solamente un juego. Que si perdía no era necesario irse a las manos, o andar enculado durante todo el día. Era un cabeza dura el grandote.

En el colegio decían que tenía ese carácter por ser el del medio. Pavadas, en casa no se hacían diferencias. Si se portaba mal en clase era porque se aburría. Entonces se dedicaba a desafiar a las maestras, nos les hacía caso.

Cuando le llamaban la atención levantaba los hombros para demostrar que no le importaba que lo pusieran en penitencia. Yo sabía que le habían lavado la boca con jabón porque volvía serio, no le gustaba nada, pero lo disimulaba muy bien. Era de los que iban del salón a la dirección, y dos por tres, mamá tenía que ir a hablar a pedido de la directora.

A lo que más nos gustaba jugar a nosotros dos era a los soldaditos, a Fito le tiraban más los cochecitos de fórmula uno. Se armaba una pista alrededor de los sillones, y solamente venía a pedirnos que le ajustáramos con masilla la cucharita que le ponía a los autitos para que anduvieran más rápido. A pesar de ser el más chico, no molestaba.

En cambio nosotros terminábamos siempre peleando por ver a quién le tocaba tirar dos veces seguidas cuando volteábamos un soldadito, o si era una y una. Pasábamos la hora de la siesta arrodillados en el piso formando ejércitos de plástico, para después derribarlos con bolitas.

Si volteábamos cinco soldaditos de una vez, teníamos derecho a tirar con un bolillón de acero que le sacábamos a papá de una de las máquinas del taller. Discutíamos entre nosotros, pero si el viejo nos retaba porque se daba cuenta que le faltaba un rulemán a la lijadora, no nos mandábamos al frente.

-¿Entendés de lo que estoy hablando?

A mí lo único que me quedó son estas manchas que tengo en la cara, porque después de varios días el frío termina quemándote la piel. Pero no son nada en comparación a cómo volvieron otros. Los que no me conocen piensan como vos, que tuve un accidente, y no suelen preguntar.

Es lógico, una mancha no tiene por qué asociarse a una guerra, no después de treinta años. En todo caso el dolor que puede cargar una persona se le va acumulando en la mirada.

Pero yo sí me pregunto por qué nos tuvo que tocar a nosotros. Más a esa edad en la que todavía éramos unos pibes. Si en la vida no sabemos cómo enfrentar algunas situaciones imaginate allá, cuando el mayor logro que teníamos hasta ese momento había sido moldear hierro en el taller de la técnica para armar una maceta o un martillo.

Llamalo azar, destino, mala suerte, llamalo como quieras. La cuestión, es que de la cuadra fuimos los únicos que nos tocó ir. Nunca me voy a olvidar cuando llegaron los telegramas. Esas dos líneas fueron la bofetada que no vemos venir. No nos dio tiempo a nada. Borró por anticipado quiénes hubiéramos podido ser. Aunque Fito no abandonó la pasión por los coches, se volvió un tipo callado que se la pasa todo el día metido en la fosa del taller.

En cambio él hubiera sido ingeniero. De eso no me cabe ninguna duda. A mí ya me ves, vengo acá cuando siento que todo es una mierda, más en estas fechas en la que te llaman para ir a ponerle flores a un monumento.

Yo no creo que los héroes anden con un insomnio permanente, o necesiten bajarse una botella de whisky para sentirse un poco mejor. Pero Pepe ya me conoce y como buen amigo, cuando ve que estoy muy en pedo me manda a esa mesita del fondo para no mezclarme con los borrachos comunes.

Como si supiera que cuando corro la cortina lo vuelvo a ver apoyando la cara en el piso para calcular desde qué ángulo voltearía más soldaditos. Sigue riéndose con la picardía de los que tienen los dientes de adelante separados, y yo me tranquilizo fantaseando que al sentir el fusil en el hombro, a él lo salvara su orgullo infantil.

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