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Opinión 4 de septiembre de 2017

El caso de Lucía Pérez y la devaluación de la verdad

por Fernando del Rio

Lucia Pérez.

Lucía Pérez no fue empalada, su cuerpo no fue lavado, es altamente probable que haya muerto por inhalar cocaína y no existe posibilidad científica que pruebe su abuso sexual. La Junta Médica de la Suprema Corte, en base al dictamen de cuatro peritos, fue concluyente al analizar toda la información de la causa en la que se investiga la muerte de la menor. Pero eso no importa. Porque a nadie ya le importa la “verdad”.

La Justicia es corrupta, decimos, y automáticamente todos los fallos que nos disgustan los calificamos de vergonzosos. No tuerce ese prejuicio si la prueba indica que son fallos perfectos.

Los poderosos tienen dinero para arreglar a los jueces y fiscales, gritamos, y entendemos que si el pariente de uno de ellos es absuelto de un crimen se debe a que compraron conciencias.

En el comienzo de la investigación, la fiscal María Isabel Sánchez, indudablemente perturbada por el caso que tenía delante suyo, se apresuró a dar por ciertas algunas apreciaciones forenses no definitivas como el empalamiento, el lavado del cuerpo, la anulación de la conciencia por el suministro obligado de droga. Debió primar, por tratarse de un representante del Ministerio Público, una compostura diferente. Uno supone que a un fiscal no puede afectarle el caso que debe investigar. Como si a un cirujano le nublara la vista la gravedad de la lesión que tiene que suturar.

Esa desafortunada conferencia de prensa provocó que la gente reconstruyera con imprecisión el caso. Puede entenderse. De todos modos, con revisar el expediente en aquel mes de octubre de 2016, ya se advertía que debía imponerse la mesura en las conclusiones. La bola se hizo indetenible y se transformó en una postverdad.

Dos tipos despreciables, involucrados en la indignante actividad de venderle droga a los pibes en la puerta de una escuela, fueron detenidos. Matías Farías y Juan Pablo Offidani. Son mayores y Lucía era menor. Farías tuvo relaciones sexuales con Lucía, lo admitió. La ciencia no pudo probar que hayan sido forzadas. El solo hecho de tener una posición de poder ante una menor (venderle drogas) y luego tener sexo con ella lo transforma en una escoria. No obstante a ambos, Farías y Offidani, se los acusó de un asesinato que fue puesto en duda como tal por los peritos de la Suprema Corte. Luego cayó Alejandro Maciel, al que se lo acusó de haber lavado el cuerpo de Lucía para borrar huellas de ese supuesto homicidio. Hoy los peritos de la Corte descartaron que el cuerpo haya sido lavado.

Nada importa. Atraviesan a la Argentina días en los que la “verdad” no tiene importancia. Se sospecha algo y esa sospecha, sin pruebas, se transforma en realidad indiscutible.

Si se determina -en el juicio que sí o sí debe realizarse- que a Lucía no la violaron, mucha gente ya no lo creerá. Si se comprueba que no murió asfixiada por sofocación, que no hubo empalamiento, que no hubo lavado del cuerpo, una gran cantidad de gente dirá que “la plata compra todo”. Compra a peritos de la Suprema Corte, a una defensora oficial, a jueces, a periodistas… Eso sí, cuando los mismos jueces, fiscales, peritos, defensores oficiales o periodistas, fallan u opinan a favor de una idea defendida, la misma gente se callará la boca.

Hoy estamos tan expuestos al arbitraje ajeno que nuestras opiniones nos someten y esclavizan a punto tal de tener la necesidad de ignorar cualquier certeza que las desmienta. Porque creemos que van en ellas nuestro honor, nuestra ética, nuestra credibilidad, nuestro reconocimiento e incluso nuestra sanidad mental. Y si bien es altamente considerado en esta sociedad que la opinión nos define, no debería olvidarse que desdecirse es, muchas veces, una señal de inteligencia. Porque al cambiar de opinión lo que hacemos es admitir un error previo.

Desconocer una certeza solo porque atenta contra nuestra construcción moral es, por el contrario, un rasgo de tozudez peligroso. Porque entonces entraríamos en el terreno de deformar la realidad por el egoísta motivo de no sentirnos mal. Hay también insignificancias, nimiedades, pequeñeces, en esa postura que la tornan aún más riesgosa: nos negamos a cambiar de opinión para evitar el escarnio y la “cargada”. En definitiva, morir con las botas puestas resulta más íntegro que sobrevivir con zapatos nuevos.

La mala noticia es que eso es lo que se observa en estos tiempos. Hoy el ciudadano común -en tanto publicador de opinión- tiene la posibilidad que antes nunca tuvo y que es la de divulgar más allá de la sobremesa su opinión. Eso reporta más alcance pero también más posibilidad de ser refutado. Y en ese detalle, sumado a la tentación de opinar sobre cualquier cosa, radica el germen de la obcecación.

La verdad es un concepto filosófico y como tal interpretativo y subjetivo. No es una certeza. Por sobre todo está “la realidad”, una suma de verdades que, hoy por hoy, no puede ser puesta en duda por una certeza porque se desmorona algo. “No dejes que una verdad te arruine un buen título” insultaban al periodismo quienes ahora no permiten que una certeza les haga cambiar de opinión. Es lamentable, es fanatismo.

También se leyó por ahí que el camino que parece ir tomando la causa de Lucía Pérez es resultado del machismo, del patriarcado. Vale decir que tres de los cuatro peritos que firmaron el dictamen de la Suprema Corte son mujeres. Que la perito de parte es mujer. Y que la defensora oficial de Farías, Offidani y Maciel es mujer. También que la fiscal es mujer.

Nada importa.



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