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Cultura 28 de mayo de 2024

Dos novelas teológicas: “Victoria entre las sombras” y “Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes”

Un análisis minucioso sobre dos obras de Marcelo di Marco: la primera, un texto que involucra al lector en un laberinto en que las fronteras entre la realidad y la ficción se diluyen y la segunda, un thriller con elementos fantásticos, propios de la novela de terror y de aventuras de carácter sobrenatural.

Por José Andrés Bonetti (*)

Marcelo di Marco lleva en Victoria entre las sombras (2011) al género sobrenatural, poco frecuente en la literatura nacional, a sus máximas potencialidades, todo ello situado en un marco local, reconocible por sus lectores. Podríamos decirlo con estas palabras: un fantástico aquí y ahora. Pero también advertimos en esta obra las formas de otro género: el de la novela de formación, la Bildungsroman, que nos habla de la transformación física y metafísica de sus héroes en camino hacia el logro de metas superiores, desde la Telemaquia y El asno de oro, de Apuleyo, pasando por el Wilhelm Meister, de Goethe, la Fenomenología del espíritu de Hegel, inclusive, hasta El maravilloso viaje de Niels Holgersson a través de Suecia, de Selma Lagerlöff. Y el autor proporciona claves para la cabal comprensión de su obra: la dedicatoria a Walter Hill es un claro indicio del camino que emprenderemos al iniciar la lectura: una fuga, pero no entendida como mera evasión sino como obra de actualización del futuro en el presente (Aión, esto es, la creación); es decir, una carrera hacia todo aquello que debe ser alcanzado para llegar a ser lo que somos (llega a ser el que eres, emblema también del Fausto, otro drama de formación). La novela funciona, así, como una locomotora (“como un caballo de carreras”, leemos en página 72).

Nos subimos al caballo y ya no podemos parar de leer, se ha conquistado el primer objetivo de todo genuino narrador: captar la atención del lector, introducirlo en su mundo. El nombre de Walter Hill es signo de lo que vendrá y su cita remite a una de sus creaciones, La fuga (The Gateway, 1972), arrollador film, que, si bien debemos a la mano y a la mirada de un Sam Peckinpah en su mejor momento, no menos cierto es que el script de Hill le otorga su alma y su sentido (de la misma manera podríamos decir que el autor de Taxi Driver (1976) es Paul Schrader, y Martin Scorsese con mucha honestidad así lo ha reconocido. Esta película también está presente en la novela, evocada en la figura del taxista, Martín Travis). Y así como la pareja de La Fuga deberá sortear toda serie de obstáculos mortales hasta el logro de su frontera final, y a la inversa de Travis Bickle, que creerá descubrir su salvación a pesar de sus obras, los niños de Victoria entre las sombras se enfrentarán al mal, por un lado, y lograrán su liberación por su fe y a través de sus obras, por otra parte. Se debe contar con un ojo agudo y con un alma clara para retratar el mundo de los niños (tan extraño y tan ajeno al mundo de los adultos, como descubrió Ray Bradbury en La feria de las tinieblas): los niños que pueblan el mundo de Victoria entre las sombras tienen alma y vida, no son maquetas. Y cumplen con su destino enfrentando al mal, que irremediablemente aparecerá en nuestras vidas y pondrá fin, tanto a su infancia como a la inocencia (otro gran tema de la literatura).

Unas líneas con respecto a lo sobrenatural, género en el cual también se encuadra esta poderosa novela. Borges afirmó que la teología era una rama de la literatura fantástica. Pero lo inverso debe ser verdadero: la literatura fantástica es una rama de la teología. Ahí lo tenemos, en nuestra patria, a Leonardo Castellani, como ejemplo estelar de esta certeza. Y, claro, también a Poe, Chesterton, Lovecraft y un largo etcétera. El problema del mal supone la existencia de Dios. Y el protagonista apela a la fuerza de la oración a San Miguel Arcángel para enfrentar a la patota de adolescentes drogones, que aparecen en la novela como otros tantos emblemas del mal (Mefistófeles en Goethe, Sammael en Thomas Mann), cuya cabeza visible es Palmira (nombre simbólico, que evoca en el lector a las ruinas de Palmira, es decir los templos abandonados en los cuales sólo pueden habitar los demonios, como diría Ernst Jünger).

Hay, también, toda una poética del espacio en la novela y es dable destacar este logro: situar lo extraordinario en territorios locales, Punta Mogotes, los balnearios del sur, los barrios del Puerto. Esta misteriosa zona de Mar del Plata estaba esperando a su autor y lo ha encontrado. Si Nueva Inglaterra tuvo a su poeta en Lovecraft y el estado de Maine a Stephen King, Marcelo di Marco es el pionero de una mitología regional.

La presencia del amor a la literatura y al cine es otra de las constantes de la obra, rica en intertextualidad. Así, de manera indirecta, es evocado el magistral relato de Ambroce Bierce, El puente sobre el Río del Búho; en tanto que en la vidente Tamiroff vemos, además de un acierto en el curso de la narración, un homenaje al gran actor Akim Tamiroff, quien en la memoria de nuestra propia infancia será siempre Krull, el cruel sirviente del Barón Sardonicus, en la película de William Castle (Sardonicus, 1961).

El título de la obra es otro gran logro: la anfibología de la proposición despierta la inmediata curiosidad del lector. Y si bien nuestros amigos, “los realistas” (al decir de Hitchcock) podrán seguir pensando, al término de la lectura, que Victoria se encontrará prisionera entre las sombras, como efectivamente lo estará, no menos cierto es que se trata, también, de una victoria en las sombras, de una victoria metafísica sobre las fuerzas del antiguo mal.

Doce años después se publica la segunda parte de esta novela. Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes (2023) se lee con el renovado interés que suscita la curiosidad del lector por la suerte de aquellos personajes a los cuales los escritores de garra han sabido dotar de vida. Y aquí, en efecto, se vuelve a cumplir la promesa de la literatura: nuevamente se crea todo un mundo, dotado de una extraña vitalidad.

Al paso de los primeros capítulos el lector comenzará a preguntarse, ¿estamos en la vida real o entrando en un sueño? Hay algunos indicios, claro. En primer lugar, el empleo del sustantivo pesadilla, muy querido por Borges y sus etimologías sajonas. Y el adjetivo, no menos sugerente, de vivientes, lo que nos parece indicar que los estados infernales de la conciencia no estarían hechos de la misma substancia que la de nuestros sueños. El siguiente indicio lo encontramos en el capítulo 2, Tomás se despierta, ¿se despierta?, en el suelo de su habitación. Después de una serie de datos que Hitchcock seguramente celebraría: el olor a cigarrillo, la presencia inquietante de la Gorda, las sensaciones generando ecos desproporcionados en el alma (así, la contemplación de un corpiño rojo), detalles también muy hitchcockianos, y que parecen ser claves para que pensemos que Tomás sigue soñando, ya sea en el suelo o en la cama de Little Nemo, todo se resuelve, al final del siguiente capítulo, de manera realista: el padre de Tomás convocándolo para que baje a recibir a sus amigos marplatenses. Pero, a partir del Capítulo 4, volveremos, sin previo aviso, al reino onírico. Todos ellos están, ahora, sin transición narrativa, en el vientre de la ballena, como Jonás. La poderosa metáfora de la ballena remite, y así se lo indica claramente en la novela, a Herman Melville. Pero también pensamos en Thomas Hobbes, y si es ya inquietante que este pensador del barroco eligiese el nombre de un demonio marino para describir al Estado, no menos sorprendente es el título de la IV y última parte del Leviatán: El reino de las tinieblas, se trata del viaje inverso al realizado por Dante. Nunca se nos explica por qué eligieron nuestros amigos el bar llamado El Chorro de la Ballena como punto de encuentro.

Aunque naturalmente, el autor nos regala una clave: “(n)unca estuve en un lugar tan mágico”, dice Victoria. Este tránsito notable del comienzo onírico al Capítulo 4, evoca en el lector la memoria de la genial película titulada Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock: nunca vemos cómo el protagonista del film se libra de la situación de mortal equilibrio (literalmente suspendido de la canaleta de un tejado) en la que mira con horror el vacío que se abre a sus pies. Y todo lo que viene a continuación es muy raro: ¿se trata de un sueño? ¿Hitchcock nos está contando una historia de fantasmas? Este logro del arte se replica en este tránsito mágico del capítulo 3 al 4 de Victoria en el infierno: lo que sigue a continuación es un viaje que rompe con todas las reglas del naturalismo ramplón, cárcel de buena parte de nuestra literatura nacional. Asmodái llevará a los personajes de la novela, efectivamente, al Infierno (el capítulo cuatro se replica en el capítulo doce en clave pitagórica). Y otra vez aparece el asombro: ¿ante qué tipo de novela estamos?

A medida que leemos los capítulos siguientes, en la que la serie de horrores se suceden, recordaremos las aventuras oníricas de Randolph Carter del joven Lovecraft. Y en su exploración del mundo de los sueños, y la peculiar técnica de Lovecraft (empleada asimismo en la magia ceremonial) de anotar cada sueño y procurar convertirlo en un relato. La referencia a Lovecraft aparece en página 212, en el capítulo 38, cuando leemos las estrofas del canto herético que entonan los participantes del ceremonial blasfemo, y la lista de demonios se completa con las creaciones del caballero de Providence. Pero el genio de Lovecraft chocó contra su metafísica. Y su mecanicismo dejó irresuelto el problema del origen del mal en su inquietante cosmogonía. A menos de considerar a la materia misma como origen del mal, tesis que ni siquiera los gnósticos sostuvieron. La materia, en ellos, es consecuencia y vehículo del mal, no su origen. El problema es anterior. Remite al origen antes del origen de todo.

Y el origen de todo es el desorden del pléroma, para los gnósticos, o la antigua serpiente, para nosotros. Y claro, Asmodái es el demonio mismo, Asmodeo, esta genialidad de la novela remite a otro autor, Michael Burt y su increíble novela El Caso de las Trompetas Celestiales, en la cual su protagonista, el escritor y detective aficionado Roger Poynings, se enfrenta con un crimen perpetrado por el propio diablo. En esta parte del desarrollo de la novela, el lector comienza a encontrar las claves del relato, que termina resolviendo todo aquello que Lovecraft dejó pendiente: “(p)or qué Dios permite el mal” (página 171). Estamos, claro está, ante una gran novela teológica, que remite no solo a la trilogía de Michael Burt (la saga de Poynings se completa con El Caso del Jesuita Risueño y El Caso de la Joven Alocada), sino a la que tal vez sea la mejor novela argentina (y como tal incomprendida por muchos lectores): Su Majestad Dulcinea, de Leonardo Castellani.

Punto aparte para todo aquello que Marcelo di Marco deja como guiños al lector: la referencia implícita a Ana María Shua y las citas que aparecen por aquí y allá, cuando los protagonistas experimentan los horrores del viaje infernal y recuerdan películas, lecturas previas, etc. Es decir, nuestros amigos cobran consciencia de lo que están viviendo, y este descubrimiento nos lleva a San Agustín: solo la exploración interior, la pregunta por el alma y por Dios con la que comienza Confesiones es el camino para el conocimiento de uno mismo, cuanto también respuesta al problema del mal. No la indagación exterior, concentrada en la naturaleza material y en el espacio infinito (problema que aterró a Pascal y que los gnósticos le legaron a Lovecraft). El mal no es. Y ante esa nulidad, Cristo vence nuevamente. El símbolo del unicornio es genial y rescata a este animal sagrado de la polisemia de la cultura popular.

Novela de la autoconsciencia, dirían pedantemente Kant y Hegel. Novela de la interioridad, diría San Agustín, quien mucho tiempo antes que ellos llegó al descubrimiento de la conciencia en el alma. En definitiva, esta obra es una celebración.

*Profesor en Historia, magíster Scientae en Epistemología (UNMdP) y doctor en Filosofía (Universidad Nacional de Cuyo).



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