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El lector que escribe un diario vuelve a leer “Sostiene Pereira”, de Antonio Tabucchi, casualmente, mientras se celebra el día del periodista y por todos lados aparecen frases rescatando figuras claves de la profesión. Figuras heroicas, que han arriesgado su vida por la verdad, y que se han convertido, por ello, en modelo para el gremio.
Lejos del bronce, Pereira. Un periodista viejo, gordo e hipertenso, confinado en un departamento sofocante a escribir el suplemento cultural de un periódico modesto, que se autodefine como “apolítico e independiente”. Nada más cercano a la pusilanimidad cuando no al gatopardismo que esta definición.
Pereira: un periodista solo y rutinario en el verano de 1938 en Lisboa. Y, para colmo, un periodista que en ese agobiante mes de julio comienza a pensar en la muerte: en su padre, propietario de una pompa fúnebre; en su mujer, siempre enferma y, luego de enterrada, viva en un retrato con el que Pereira habla todos los días. Y en la necesidad de una sección “Necrológicas” en su suplemento cultural.
En ese mes de julio, piensa el lector que escribe un diario, Pereira siente -además de la presión alta, los kilos de más y la amenaza de miocardio- el agobio de un periodista que debe callar, o peor aún, hablar (escribir) para no decir. “El país callaba, no podía hacer otra cosa sino callar, y mientras tanto la gente moría y la policía era dueña y señora”, copia en su diario el lector escriba. “Esta ciudad apesta a muerte, toda Europa apesta a muerte”.
Mientras Pereira se desliza sin mayores altibajos hacia su propia muerte -aunque está claro que “desde que había muerto su mujer, él vivía como si estuviera muerto”- algo cambia la ecuación. Nada abrupto, si se quiere, porque el ritmo de la prosa de Tabucchi es tan calmo con la vida del personaje, asentada en la repetición de esa frase maravillosa que actúa como título. Sólo unos encuentros: Monteiro Rossi y su novia Marta abren el movimiento. Un joven que ha escrito una tesina sobre la muerte es con seguridad el más idóneo para escribir necrológicas, aunque todas las seguridades naufragan en ese cruce con lo que no termina de decirse ni de entender, empezando por las propias reacciones del protagonista. Como cuando se agita una sábana, las ondas empiezan a revelar mientras esconden, pero no dejan de ser ondas, suaves curvas que insinúan al ocultar.
Después está la mujer del tren, una señora judía que desliza que algo hay que hacer, fuera lo que fuere. Y el médico que le señala -sólo eso, le señala- algo quieto y callado en su interior. Con el ritmo lento de su obesidad y su corazón complicado, Pereira comprenderá que no hay retorno, que lo que se barrió bajo la alfombra está asomando, que las ondulaciones son altas olas. “Frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo”, copia el lector que escribe un diario de “Esa mujer” de Rodolfo Walsh y se asombra de ver hasta qué punto los dos periodistas dialogan.
Y Pereira dejará de sentirse solo, porque habrá actuado, haciendo lo necesario -fuere lo que fuera, como dijo la señora Delgado en el tren- que es el otro nombre de lo heroico.
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