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El lector que escribe un diario lee “La vida ordenada” de Fabio Morábito, un libro con seis cuentos que giran en torno a casas y visitas. Cuentos moderados, piensa el lector que escribe un diario, en los que se nota un prolijo trabajo sobre el lenguaje y la construcción del relato para evitar que nada sobresalga y todo conduzca a que el lector siga, sin sobresaltos, el camino hacia el final.
Todos los relatos tratan de alguien que llega a una casa que, por alguna razón –el tiempo o la ajenidad- le resulta desconocida. Esos alguien, por otra parte, llegan con una carencia y es en ese cruce donde se produce la tensión narrativa, el suspenso requerido para que la lectura se genere en modo “thriller”, tal como propone el autor en una entrevista que lee el lector en www.letraslibres.com: toda historia “desde el punto de vista de lo anómalo, de lo imprevisto, debe tener un huequito que cree un mínimo suspenso, una mínima pregunta que tenga que resolverse de algún modo”. Así funcionan los cuentos de “La vida ordenada”.
“El arreglo”, propone la idea más arriesgada de este catálogo de situaciones habitacionales: el narrador llega al departamento de sus tíos y descubre que, luego de 30 años de alquiler, han aceptado que el propietario divida la vivienda, quitándoles el baño y dejándoles una habitación al otro lado del pallier. Hay algo de casa tomada –tanto sustantivo común como propio, el de Cortázar- en ese modo de vivir de los tíos, al que se suma la persistente ausencia del primo que en su no estar configura una de las líneas de tensión del relato. Hay algo de nómadas en la vida de esta gente que debe bajar unos pisos para usar el baño de los vecinos en el horario que los propietarios se van a trabajar. O en la del primo que trabaja de noche y siempre “acaba de irse” cuando el narrador pregunta por él: un hombre que vive a contramano y habita un cuarto para llegar al cual debe cruzar el pallier, como si se fuera a otra casa. Ir y llegar, permanecer y transitar son los movimientos que permiten el encuentro casual, pero también el desencuentro o la falsa cita, modos de vinculación entre los personajes del cuento.
“La caída del árbol” retoma otra vez la escena de la visita, la de la búsqueda de un recuerdo de infancia, y la de las relaciones familiares. El recién llegado, la habitante y la presencia de un ausente vuelven a la cuestión de nómades y sedentarios urbanos que es la marca de todos los relatos. Tanto como las vidas desordenadas y la búsqueda del orden entre cuatro paredes a las que se llega para iniciar el relato.
En “La renta”, una pareja va a mirar un departamento que desea alquilar pero termina en medio de una extravagante fiesta de cumpleaños, atisbando vidas ajenas y, de paso, asomada a resquicios poco invitadores de la propia existencia. Otra vez el encuentro casual, la visita prevista como una situación transitoria y hasta anodina que termina revelándose como un momento clave aunque no se sepa muy bien de qué ni por qué. Todo comienza a manifestarse pero nada se devela del todo, nunca, mientras crece la sensación de que tal vez no haya nada que develar.
En “Las llaves” el movimiento es el inverso: el protagonista huye de la casa donde se celebra el cumpleaños de la suegra y, mientras se ausenta, la mujer debe ser internada. La huida deriva en una espera más encerrada aún, en razón de la ansiedad que reúne a todos en torno al teléfono a la espera de novedades sobre la paciente. La segunda vez que el protagonista busca alivio fuera, sin embargo, termina en la angustia de no tener llaves para poder entrar en su casa.
“La luna y las ratas” es el cuento más extenso y, en opinión del lector que escribe un diario, el más denso, en el sentido positivo que suele darle a esa palabra. Un hombre sale de la cárcel y recibe el departamento de su madre, que acaba de morir en un asilo, decidido a no entrar hasta que no salga otro compañero de la prisión. Más allá de la duplicación de las situaciones de encierro, la postergación del disfrute es un punto sobre el que giran las obsesiones del protagonista que, además, debe ir descubriendo el contenido de mensajes enviados y no leídos adrede. Borrados de la vista como la madre había borrado la visión de la mujer que aparecía con el protagonista en la foto.
No ver, no querer ver, no usar, no entrar, no apoderarse: mirar el mundo desde la vidriera del café de enfrente.
Y la inutilidad, claro.
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