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El lector que escribe un diario se observa leer y escribir. Un proceso complejo, piensa ahora que se observa a sí mismo en la actividad que lo define: sobre las páginas, entre las letras, el lector arma itinerarios de lápiz. Algunos caminos recorren una línea y mueren contra el margen; otros, enlazan una palabra que entonces reluce, redonda y firme, en medio de los surcos de letras.
Hay también trazos que enlazan frases de arriba con las de abajo o las de la página enfrentada y hay otros que llevan a los márgenes, preferentemente superior e inferior, donde se copian fragmentos o se discute algún pasaje.
Cuando cierra el libro, con el último saborcito en la punta de los labios, comienza para el lector la tarea de pensar en su diario. Volver, entonces, al libro es volver a un sitio distinto. Las frases impresas son, ahora, leídas desde atrás para adelante porque ya no funciona el “a ver cómo sigue” sino el “ah, era por esto”: el final que antes era meta ahora es sentido.
La vista actúa distinto, recayendo en lo que se ha resaltado: imposible evitar la tentación de saltear y detenerse (¿solamente? ¿exclusivamente? ¿preferentemente?) en lo que el lector, cuando era otro, cuando era un lector ignorante, marcó.
El lector copia en una hoja, texto segundo, lo que ha ido subrayando. La mano vuelve a leer mientras escribe: dispone las frases que le van apareciendo en la sucesión de las páginas en un orden diferente sobre el papel.
A partir de la primera, la que encabeza la lista, empiezan a surgir líneas no visibles que generan conexiones que no estaban en la lectura pero la escritura espacial comienza a descubrir.
Una idea que se refuerza con una escena de veinte páginas más adelante; una construcción que delata un rasgo de estilo sólo al ser apareada con varias más, desperdigadas; una reflexión que correlaciona con la réplica de un diálogo.
El lector llena hojas que se parecen a los apuntes que toman los estudiantes, a los pizarrones que cubren de fórmulas los profesores, a los mapas carreteros. Y de esas hojas llenas nacen conexiones nuevas que el lector recoge para su diario.
Escribe, entonces, un diario que se escribe solo, que sale de tanta tarea de desciframiento, que se esconde pero a la vez se deja atisbar. Algo así como la aparición de un sentido que se asoma aunque no se devela.
En su anotación anterior, el lector ha escrito sobre “El camino de Ida”: en la novela de Piglia, Ida lee una novela de Conrad, “The secret agent”, y la subraya. Esos subrayados, leídos en correlación, esto es, salteando las otras frases, permiten resolver un enigma planteado en la trama.
La hoja aparece en la novela: el subrayado invisibiliza el resto del texto y, como en los papeles escritos con tinta de limón y azúcar en la escuela primaria, salta a la vista un mensaje proclamando, a la vez, la astucia del lector subrayante y su propia estupidez, al no haber notado antes una verdad tan evidente.
“Leer es encontrar pistas”, recuerda el lector haber oído decir a un profesor del secundario. Inmerso en la pesquisa, el lector que escribe un diario encuentra pistas y trata de ordenarlas.
Leer es encontrar pistas: ahora, el lector que escribe un diario se pregunta las pistas de qué enigma, de qué misterio, de qué crimen está buscando en la tarea de leer.