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El lector que escribe un diario lee dos cuentos en los que dos escritores hablan de la muerte de dos autores admirados: “Tres rosas amarillas”, de Raymond Carver y “Los tres últimos días de Fernando Pessoa”, de Antonio Tabucchi.
Extraño. Pensar al maestro en el momento de la muerte. El cuento se empieza a escribir sabiendo el final, dicen. ¿Algo así? Tal vez.
El cuento de Tabucchi toma a Pessoa desde el momento en que sale para el hospital, acompañado por amigos. Eso es, piensa el lector que escribe un diario, el eje del cuento: quiénes acompañan a Pessoa hacia la muerte. No solo los que lo llevan en un taxi hasta el lugar donde un doctor le diagnostica cirrosis hepática, los que lo dejan allí, en la cama de la pieza austera.
Los que visitan a Pessoa, según Tabucchi, son sus heterónimos: Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Antonio Mora. Vienen a hablar de poesía, de la que escribieron juntos y de la que deciden que seguirán escribiendo luego, solos, estos seres de papel que en el cuento de Tabucchi cobran cuerpo y voz.
Pessoa bebe literatura en su último tiempo en la tierra: en las primeras líneas “cuénteme algo” es el ruego que le dirige al barbero que lo afeita para ir presentable al hospital, como cualquier condenado desea ante el momento de enfrentar el fin. “Cuéntemelo con todo detalle”, le insiste a Bernardo Soares el segundo día de internación. Y el heterónimo relata cómo enseña a un papagayo sus versos. Los tres últimos días de Pessoa son días de síntesis: Tabucchi repasa por boca de sus personajes la obra del poeta portugués.
Por el contrario, en “Tres rosas amarillas” no se habla de literatura: la literatura se pone en práctica en la construcción de un cuento que narra la muerte de Anton Chéjov. El relato comienza en la noche del 22 de marzo de 1897 y llega hasta poco después de la medianoche del 2 de julio de 1904.
Cuatro páginas para relatar siete años de enfermedad, seis para las horas que van de la medianoche al amanecer de un solo día: esas seis páginas son una lección de literatura, literatura a lo Chéjov, para más datos, cree el lector que escribe un diario.
Ese final del relato, que hasta el momento ha abarcado la vida del autor ruso por Moscú, Berlín y otras ciudades, entre diagnósticos, tratamientos y desencanto literario, ahora se cierra sobre una habitación de hotel y desplaza el foco desde el protagonista a Olga, la esposa, y Schwohrer, el médico. Chéjov es ahora un cuerpo exánime, que sólo puede balbucear una frase cuando el doctor pide que vayan a buscar oxígeno: “¿Para qué? Antes de que llegue seré cadáver”.
La narración comienza a encerrarse más: el siguiente paso narrativo se centra sobre el doctor, que en lugar de oxígeno ordena champán y eso hace ingresar al camarero dormido que sirve la bebida.
El final del relato será mucho más acotado: se centrará en la mirada del camarero que panea sobre el bulto atisbado bajo las mantas en la cama, sobre un jarrón con tres rosas amarillas y, fundamentalmente, sobre el corcho perdido de la botella de champán.
La mirada se ha desplazado totalmente del personaje central, de los que sufren el dolor de la muerte del escritor, hacia un camarero desorientado frente una huésped que le pide algo extraño. Nada más ajeno al centro de la historia que la preocupación del muchacho por el corcho, pero, paradójicamente, nada más conmovedor. Como en el relato de Tabucchi, los acompañantes son los que arman la estructura del final, aunque el procedimiento resulte tan diferente.
El lector que escribe un diario cierra el libro de Tabucchi, deja de lado a Carver y se sirve una porción de Pessoa alternada con Chéjov. Después de todo, ha leído por ahí, nada más parecido a un cuento que un poema.