Porque cada vez que salía de la ducha y se miraba en el espejo del comedor Clara decía que sus defensas estéticas eran peores que cuando se levantaba. O por lo menos Gabriel nunca le decía nada porque le costaba arrancar a las seis de la mañana, y entre que le llegaba el agua al tanque Clara ya estaba detrás del maquillaje y bajando por el ascensor. Era un poco bicha. Nadie le conocía la cara virgen.
Cuando gritaba frente al espejo no duraba ni un minuto en desaparecer esa frescura de la ducha. Gabriel tampoco era tan hábil que digamos, el proceso de escuchar y proponer levantarse de la silla de la computadora siempre fue una lucha perdida.
Una vez Clara rajó el espejo. Ella dijo que fue por fea. “Pero eso no existe”, decía Gabriel, que en realidad no tenía idea de que debajo de esa atmósfera de cremas y aceites caros había una cara con pozos y diferentes tonos venida a menos. Por eso, cuidar la imagen era todo para Clara. Un día casi la descubre un vecino loco del piso.
La puerta le quedó mal cerrada y el chiflado la abrió de una patada para callar a Clara que le gritaba al espejo. Ese día la ligó Gabriel, que lo paró en el pasillo. Clara se estaba bañando por segunda vez, como todos los días (dice que la tierra se le pega al maquillaje; no es bueno el que usa, parece esa paleta berreta y pegajosa que comen los pendejos).
Y siempre es una lucha contra el deterioro. El clímax de su belleza está luego de gritarle al espejo, cuando se transforma. Automáticamente sale a la calle; un piropo de Gabriel no es suficiente. Está gordo y no sabe nada de moda, dice Clara. Pero afuera tampoco es que la miran. ¿Quién no se mira en un ascensor o esperando el 42 en Acoyte? Eso no cuenta. Nadie la busca. Nadie se da vuelta. Eso le dijo a Gabriel un día que se dio cuenta de que no le quedaba otra. Tenía que conformarse con la pera manchada de chocolate. Así de tonto como era, Gabriel la quería a ciegas. En cambio Clara vivía para otros. Y un día que hizo catarsis por sentirse horrenda se escapó antes del trabajo y volvió a casa a preguntarle a Gabriel si era lo suficientemente linda para él. Pero Gabriel le dio una trompada que le rompió dos dientes (entre ellos un pedazo de la paleta izquierda; hubiera sido mejor perderla entera). Clara se quedó mirando el chocolate que seguía en su pera y entendió que era todo lo que podía pedir, ni más ni menos.