Cuando crucé el umbral de la cabina Martina tomó el revólver de su cartera y apuntando a mi ojo derecho dijo: “No necesitás eso, ya viste demasiado”. Y gatillando el arma dejó salir una gruesa bala que caló mi pupila atravesando mi cabeza y salió por la tapa de mi cráneo, perdiéndose en la parte trasera del bus. Grité lo que hubiera imaginado que un dolor de tal consideración implicaría, pero no sentí dolor alguno, sino una profunda aversión. Aquel agujero en mi ojo había desprendido una gran cantidad de sangre que cayó sobre mi camisa. Apreté mis molares tensionando los maxilares y, exasperándome por mi ropa, cargué una enorme fuerza que liberé en un golpe contra el rostro de Martina, haciendo que cayera rotundamente al suelo. Le grité al conductor que se detuviera y volteé hacia Rose, su compañera, que estaba desconcertada. Me acerqué corriendo por el pasillo, la tomé del cuello y comencé a golpearla. Fatigué mi brazo antes de que Rose perdiera el conocimiento. Su rostro estaba desfigurado y regurgitaba sangre. La tomé de los pelos y la golpeé contra la puerta del baño. Entretanto, el oficial Mayher, que le arrancaba el alma a los pasajeros tomándoles fotos con su cámara, sudaba y continuaba observando cómo la cabeza de Rose golpeaba la rugosa puerta.
—¡Basta! —gritó el oficial en un tono de impotencia y sobresalto.
—¡Detenga el bus! —le grité exasperadamente al conductor.
Cuando el autobús se detuvo solté a Rose. Automáticamente, su flaco cuerpo cayó al suelo como un costal de harina arrojado desde la terraza de un edificio. Recuerdo que sentí una punzante excitación. Tomé la cámara que cargaba el policía y mi libro y bajé corriendo del autobús. La ruta estaba desierta y la agudeza nocturna limitaba la visibilidad más allá de los cincuenta centímetros. Por delante, la oscuridad era absoluta; hacia atrás, las luces del bus resplandecían en el desolado paisaje. Cuando me alejé unos doscientos metros, oí un disparo y gritos. Entonces sentí el dolor en mi herida, pero en mi ojo no había ninguna lesión; parpadeaba naturalmente como el otro. Me detuve dubitativo, la agitación se había erradicado por completo. El cielo comenzó a aclarar. Miré hacia el bus pero ya no estaba. Recuerdo haber perdido el conocimiento y desvanecerme sobre la carretera. Cuando me desperté estaba acostado en una cama. Justo por encima de mí, un ventilador que mareaba el aire generaba algo de corriente. La puerta de la habitación había sido reemplazada por una tela color blanco que iba y venía de acuerdo a la corriente del aparato. Aquella situación me resultaba cotidiana… Florentina cocinaba y gritaba desde abajo. Todavía puedo oler el ajo de la salsa portuguesa que prepara todos los sábados para el almuerzo del domingo. Dice que un día de reposo hace que los ingredientes se asienten bien. Entonces miré el reloj y eran las once y cuatro de la mañana. Kevin ya tendría que estar listo para ir a entrenar y Teresa habría de estar sentada en su silla, meciéndose una y otra vez a la espera de Vanesa para contarle la noticia que había oído en la radio: “… esta madrugada se hallaron cuarenta y seis cuerpos incinerados sobre la ruta treinta y siete. El ómnibus se encontraba rumbo a la ciudad de Cartagena cuando, según testigos, fue abordado por una mujer de cabello largo, de la cual se desconoce el paradero. La tragedia habría sido vinculada a la serie de asesinatos ocurridos meses atrás. Las investigaciones continúan recopilando datos que aporten a la identificación de las víctimas y al origen de la tragedia…”.