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Cultura 5 de octubre de 2020

Cuento: Sólo un juego

Por César M. Obiglio

A veces creo ser el cadáver de un desconocido
a partir del cual debo esclarecer las causas por
las que siento estar muerto (Ariel Magnus, Seré Breve).

Una burocrática lectura de los títulos de la portada, y luego comienzo por la sección deportiva. Siempre he leído el diario de esa manera; quizás el método responde a que inicialmente lo único que leía era la deportiva, y luego fui ampliando el objeto de mi interés, sin por ello alterar el orden de prioridades. Otra costumbre, heredada en este caso, es la de pasar por los avisos fúnebres. Velozmente, como si se tratara de un gesto de afirmación, repaso las columnas -de arriba hacia abajo, luego a la inversa, sucesivamente- buscando muertos conocidos que muy ocasionalmente encuentro. Pero hoy, durante mi rutina, me topé con un nombre que me ha helado la sangre al evocar la noche del viernes.

Nos habíamos reunido a cenar, como en cada primer viernes de mes desde hace unos diez años. En esta oportunidad tocaba en lo de Marcos, quien nos recibió con la carne en la parrilla y una picada servida. Comimos, y la sobremesa, como siempre, se extendía mientras las botellas se acumulaban a un costado. Con el transcurso del tiempo nos habíamos distanciado un poco; las obligaciones laborales y la vida familiar dejaban poco tiempo libre, y hacerlo coincidir no era fácil. Así, nuestros encuentros se limitaban a estas cenas mensuales, por lo que había mucho de qué conversar, aunque terminábamos hablando siempre de lo mismo. Pero esta vez, en algún momento y no sé cómo, surgió el tema de la muerte. Y fue el propio Marcos quien propuso el juego. Así lo presento: no es más que un juego, dijo.

– Supongamos que alguien te asegura que mañana te vas a morir. O que alguien muy querido va a morir. Pero te dan la posibilidad de poner en ese lugar a otro. Tiene que ser alguien conocido, de tu entorno cercano. Amigo, familiar, compañero de trabajo, no sé… tenés que elegir a uno, en secreto. Cada uno lo escribe en un papel y lo tira a las brasas.

No quise escuchar más. Me parecía absurdo y de mal gusto. Además estaba cansado, la semana había sido larga. Así que saludé, agradecí y me fui, sin mayores explicaciones aunque intentando evidenciar mi disgusto. En vano quisieron retenerme.

Al salir a la calle, el frío de la noche me libró de un embotamiento que no había advertido hasta ese momento. Me sentí bien, y mientras ponía el auto en marcha, algunos nombres irrumpieron en mi mente. Nombres o rostros de personas; no había papelito ni brasas, pero estaba jugando. Descartaba candidatos durante mi andar errabundo por la ciudad, y aunque intentaba pensar en cualquier otra cosa, lograrlo parecía imposible. Finalmente, y sólo para liberarme, elegí a uno. Sin ninguna motivación especial, sólo estaba el informe enviado a la gerencia el otro día. Una pavada, sí, pero podría haberlo hablado conmigo antes. En cualquier caso, tampoco era tan importante. Pero era el nombre que me estaba quedando más a mano para salir del laberinto y al decidirme sentí que podía retomar hacia mi casa.

Como ya dije, ahora -recién ahora, lo juro- recuerdo el juego, macabro en su concepción y más aún en retrospectiva. Leo y releo, sin creerlo. Me pregunto si estaré soñando, pero creo que el olvidar y luego recordar es un proceso demasiado complejo para el campo onírico. Me pellizco y mi nombre sigue ahí, es el tercer aviso de la segunda columna.