Cuento: Ritual
Un texto del marplatense Rodrigo Díaz, residente en Colonia, Alemania.
Por Rodrigo Díaz
Silvina estaba de pie en la terraza. Sus manos se balanceaban lentamente alrededor de su cadera y sus ojos se mantenían cerrados. Quizás para concentrarse mejor en los movimientos, quizás para que el sol de junio no le encandilara la vista. Frente a ella se extendía el inmenso corazón de manzana con las copas de dos grandes arces. Los ruidos de la ciudad le llegaban como el tenue rumor de un mar olvidado.
Soy una con el sol, se dijo Silvina mientras sus arrugadas manos se movían armoniosamente y sentía el intenso calor del mediodía en los párpados cerrados. Soy una con el sol, repitió dibujando figuras frente a su rostro abrazado por el calor. Su piel, ennegrecida en las reposeras de Lacanauy de Ibiza, parecía de cuero. Su pelo, teñido de un marrón rojizo, daba cuenta del paso de los años y de las inclemencias de los veranos europeos. Soy una con el sol.
–¡María Elena! –gritó de repente mientras abría los ojos y se pasaba una mano por la frente–¡María Elena, vení, por favor!
Una muchacha pequeña y de piel cobriza abrió la puerta de la terraza.
–¿Sí, señora? –preguntó sin animarse a salir a la intemperie.
–Ahí estás. ¿Dónde te habías metido? –dijo Silvina dándose vuelta–Traeme la crema para el sol, por favor, que me estoy carbonizando.
–Sí, señora–respondió la muchacha y volvió a meterse en la casa.
Pero qué sol de mierda, pensó Silvina mientras se secaba el sudor con el dorso de la mano. Después tomó un trago de la botella de metal con motivos florales que descansaba a su lado.
–¡María Elena!–gritó una vez más con fastidio–¿Dónde estás, María Elena?
–Ya voy, señora. Ya voy–le respondió una voz desde la casa–. Es que no la encuentro.
Silvina resopló, dejó la botella sobre la mesita de vidrio y se metió en el pasillo.
–Dejá. Dejá–dijo entrando en el baño donde la muchacha revolvía envases de diferentes cosméticos–. Mejor me voy a duchar que en media hora me pasa a buscar Mecha.
–Bueno señora–dijo la muchacha volviendo a acomodar los envases–. ¿Yo me puedo ir, entonces?–preguntó finalmente enderezando el torso.
–No, querida–dijo Silvina y comenzó a desvestirse–. Si hay un montón de cosas que hacer. Hoy tenés que cocinar vos, que yo ahora me voy en un ratito. Y después tenés que lavar la ropa de cama de Jan. Y colgala enseguida. Con este sol, ya se seca para la noche. Y tenés que regar las plantas. Pero usá la extensión como te enseñé que si no me las vas a quemar todas de nuevo, ¿eh?
–Pero, señora, es domingo. Mis hijos me están esperando.
–Ay, querida, no. No hay manera. Vos sabés que es domingo de elecciones. No puedo hacer todo yo sola, ¿eh? Mirá, hacé esas tres cosas y andate. Prepará la comida. Pensá que viene Analía con los dos nenes, no te olvidés, así que hacé la carne que está en el freezer con papás fritas que a Maxi le encantan las papas fritas. Y lavame la ropa de cama. Yregame las plantas. Después te podés ir tranquila–dijo Silvina quitándose la remera sudada.
–Bueno, señora.
–Y fijate que en la cocina quedaron dos croissants de ayer–volvió a ordenar la mujer mayor quitándose ahora los pantaloncitos rozados con una elasticidad sorprendente para los años que aparentaba–. Lleváselos a tus hijos–sentenció entregándole la ropa sudada a la pequeña mujer, una cabeza más baja que ella.
–No, señora, gracias–dijo la empleada tomando las prendas con ambos brazos–. Como son tres, se van a mechar si les llevo dos cachitos.
–Y comprá uno más, querida–dijo Silvina desnudándose por completo.
–No, señora, gracias. Es que están viejos y se ponen secos–dijo la mujer más pequeña aceptando también la ropa interior.
–Bueno, como quieras–respondió Silvina fastidiada–. Si no querés llevarles un regalito a tus chicos, no les lleves. Pero, dale, ponete a cocinar. O mejor poné a lavar la ropa primero así se va lavando y ganás tiempo.
Silvina corrió la cortina de la ducha, dispuesta a entrar en el enorme reducto.
–Señora–dijo la más pequeña sin dejar de sostener la ropa sudada entre sus brazos.
–¿Qué?–preguntó la mayor sin darse vuelta.
–¿Es verdad lo que dijo el otro día?–quiso saber la empleada con evidente vergüenza–. Eso que le dijo a Jan.
–¿Qué cosa que le dije a Jan?–preguntó a su vez Silvina dándose la vuelta–. No sé de qué me estás hablando–dijo sacudiendo un poco los brazos y dos pasas de tetas blancas, que desentonaban entre tanto cuero oscuro, se balancearon graciosamente en el aire–. ¿De qué estás hablando?
–Eso que dijo usted ayer. En la mesa. Cuando estaban hablando de las elecciones.
–¿Qué cosa?
–Eso de que va a votar a la AFD (1)–respondió la mujer más pequeña–. ¿Es verdad?–preguntó muy bajo sin dejar de mirarla a los ojos.
–Ay, querida. ¿Cómo me vas a preguntar eso? Vos sabés que eso es privado. Andá a cocinar, por favor.
–Pero, señora, usted le dijo a Jan que iba a votar a la AFD. Yo no lo quería escuchar, pero, cuando Julián se enojó con usted, empezaron a hablar muy alto y yo escuché desde la cocina.
–Eso no se pregunta, querida–respondió la mujer mayor dándose vuelta para entrar a la ducha–. El voto es secreto, ¿sabés?
–Señora–dijo la mujer más pequeña tirando la ropa al suelo–. Usted no los puede votar. Si la AFD gana, a mí me van a echar. Me van a mandar al Perú. No los puede votar.
–Ay, querida. SelberSchuld (2) –respondió la otra interponiendo entre las dos una cortina en la que se veían los dibujos de la Torre Eiffel, de un sol y de una mariposa–. Te tendrías que haber integrado más, ¿sabés? Te tendrías que haber preocupado un poco más por integrarte. Ahora dejame que me bañe que me está dando frío.
Silvina abrió la canilla y el agua caliente comenzó a condensarse en el aire.
–¡Pero si usted también es extranjera, señora! ¿Cómo va a votar a un partido xenófobo?
–Pero, querida, ¿qué decís? Yo soy alemana. ¿Cómo me vas a decir eso? Yo soy completamente alemana, María Elena. Y vos te podrías haber integrado, tener la nacionalidad. Como yo. Solo hay que querer, ¿viste?
–Usted se casó con un alemán, señora. Y a mí me van a echar. No los puede votar.
–Mirá, María Elena. Ya te dije que el voto es secreto y no me gusta el tonito que te estás permitiendo. Haceme el favor, andá a poner la ropa a lavar que en diez minutos me pasa a buscar Mecha.
–Señora.
–¿Qué querés?–balbuceó Silvina con la cabeza debajo del chorro de agua.
– Váyase a la reputa concha de su hermana, vieja bruja.
II
–¡Hola, Sil! Hey. Pero qué cara que tenés. ¿Qué te pasa?
–Ay, Mechita, no sabés. No sabés.
El sol no llegaba hasta la Dreikönigstraße. Los abedules y las apiñadas casas de cuatro pisos repartían sus sombras por la calle. A pesar del calor del mediodía, la temperatura era agradable en la vereda de la Südstadt.
–¿Pero qué pasó?–dijo la mujer vestida de blanco. Llevaba un pantalón, una camisa y un saquito blancos. Del cuello de la camisa le colgaba una cinta negra que se anudaba sobre su pecho como santificando un regalo. –¿Le pasó algo a Analía?–continuó mientras besaba a Silvina en la mejilla–. ¿Le pasó algo a los chicos?
–No, Mecha, no. No sabés. Estoy desahuciada.
–¿Pero qué pasó, mujer?
–Nada. ¿Viste la María Elena, la chica que trabajaba en casa?
La rubia, cubierta de blanco, lanzó una risotada al aire. La piel hinchada y lisa parecía a punto de rajarse. Después, distendiéndose, agarró a Silvina por el brazo y comenzó a arrastrarla en dirección al parque Trude–Herr.
–Ay, mujer–dijo Mecha–. Me habías hecho asustar. ¿Qué pasó? La agarraste choreando. Seguro.
–Ojalá, Mecha. Ojalá. Negra de mierda, no sabés los nervios que me hizo pasar.
–¿Pero qué te hizo?
–Ay, Mecha. Me dijo que me fuera a la concha de mi hermana. Y bruja también me dijo.
La rubia miró a Silvina alejando la cabeza y levantando las cejas. Después se empezó a reír. Fuerte, con una carcajada estridente que no tardó en contagiar a la otra y las dos continuaron caminando mientras se reían con ganas.
Entonces Mecha volvió a tomar a Silvina por el brazo y siguieron rumbo a la escuela.
–Ay, amor. ¿Pero qué le hiciste?
–¡Nada, Mecha! ¡Si eso es lo peor! Yo estaba en bolas en la ducha y me mandó a la mierda.
–Pero algo le habrás hecho, Sil. No te va a mandar a la mierda por nada.
–Es que ayer escuchó que discutíamos con Julián porque yo dije que voy a votar a la AFD.
–Y claaaro, Sil. ¿Cómo no se va a enojar la india? Pero eso es culpa tuya. ¿Cuántas veces te tengo dicho que por qué no contratás una argentina? Vos siempre metiendo negros en tu casa. Y, ¿ves?, así te tratan. ¿Por qué no le decís a Romi que te venga a dar una mano, la hija de Lucía? Es una santa. Es correntina, pero como Lucía. No se nota. Te juro.
–No, Mecha. Yo no quiero una argentina.
–¿Pero por qué, Sil? Sos cabeza dura vos.
–Qué se yo. No me sentiría bien. Meter una argentina en casa para mí sería como canibalismo, ¿entendés? Yo no puedo.
La rubia volvió a reírse y golpeó a su amiga en el hombro.
–Ay, Sil, sos loca vos.
Al llegar al parque Trude–Herrel sol del mediodía se abrió paso hasta ellas. La rubia se abanicó con la mano y lanzó un bufido.
–Qué sol de mierda–dijo Silvina llevándose una mano hasta la frente–. No sé qué voy a hacer con María Elena. ¿Vos qué decís? ¿La puedo denunciar por calumnias e injurias o algo de eso?
–Pero, no, ¡loca! ¿Cómo te vas a pelear con el personal, Sil? ¡Olvidate! ¡Ya está!
–No, Mecha. Esta negra de mierda me las paga. Me siento re boluda. Yo le compraba facturitas para sus nenes, ¿sabés?
Avanzando hacia la escuela, las mujeres pasaron junto a un monumento extraño, sombrío, horrible. Era una plancha de bronce con la forma de un indio gordo dibujado por un infante. El indio alzaba algo que parecía un arma y estaba a punto de dejarlo caer sobre un tambor o sobre la difusa silueta de unos niños que se adivinaban a sus espaldas.
–Sil, olvídate –dijo la de la piel tersa e hinchada–. Además, ¿sabés qué? La india tiene razón. La van a echar a la mierda. La AFD va a ganar y la van a devolver a Negristán. Así que vos tranquila. Reclinate en tu asiento y gozá, Sil.
–¿Vos decís?
–¡Claro! Mirá–dijo Mecha señalando un cartel que colgaba de uno de los árboles frente al colegio.
En él podía verse la cara del candidato a canciller alemán de la AFD y, debajo de la papada caída y de pera puntiaguda, podía leerse: “Die einzigeAlternativeistdie ALTERNATIVE FÜR DEUTSCHLAND” (3). Más abajo decía: “Deutschlandfür die Deutschen ” (4) y más abajo todavía, alguien había escrito usando un marcador negro: “UndAuslandfür die Ausländer! ” (5).
–¿Ves?–continuó Mecha–. La van a echar a la mierda.
–¿Pero vos decís que es seguro?
–¡Claro que es seguro! Si lo vienen anunciando desde el comienzo de la campaña.
–No, que los echan, ya sé. ¿Vos decís que es seguro que ganan?
–¿Pero no leíste los números, mujer? Ganamos seguro. Ya ganamos NRW (6), ya está. Vamos a arrasar. Después de la crisis del 21 y de la guerra, este país ya no puede seguir alojando a todos los negros del mundo. Ya se llenó con ucranianos de mierda que ni saben hablar ellos. Y ya pasaron siete años, Sil. La gente está cansada. Es hora de que alguien haga algo, ¿entendés? Y vos sabés que Alemania es un país en serio. No como Argentina, aunque en casa por fin logramos que ganara Javi, pero, claro, ya lo están queriendo voltear. La democracia en Argentina no existe. Allá todo es una mierda, pero acá las cosas son de verdad. Lo que se hace acá va en serio, ¿entendés?
–Sí, tenés razón, Mechi. ¿Vos decís que no haga nada, entonces?
–Ya lo estás haciendo, amor–le respondió la rubia mientras se metían en el patio de la escuela.
Varias personas entraban y salían por diferentes puertas de la escuela Zwirnerstrasse. La mayoría con la mirada distendida y, hasta se podría decir, alegre. Algunas, las menos, llevaban el rostro ensombrecido y el paso apurado.
–¿En qué mesa estás vos, amor?–preguntó Mecha sacando la papeleta del voto del bolsillo–. Yo estoy en la 105.
–A ver, esperá– pidió Silvina y abrió la cartera para empezar a rebuscar entre su contenido–. Acá está–dijo y extrajo el papel–. En la 109 estoy.
–Vos vas para allá, entonces–sentenció Mecha señalando el ala izquierda de la escuela–. Yo tengo que ir para el otro lado. ¿Nos encontramos acá después? ¿Un sequito en lo de Mauri?
–No, Mecha, me tengo que ir enseguida para casa. Tengo que cocinar. Vienen Analía con los chicos hoy.
Mecha lanzó una carcajada al aire.
–Claro. Ahora, cuando votés, mandale besitos a la india.
–Eso voy a hacer, Mecha. Nos vemos –dijo Silvina besándole la mejilla–. Saludos al gordo. ¿Por qué no vino? ¿No va a votar?
–¡Cómo no va a votar el gordo! ¡El gordo está de fiesta! Pero ya votó por carta. No se podía contener el gordo.
–Qué bueno, Mecha. Mandale saludos.
–Dale, y vos no te calentés, que hoy es un gran día.
–Sí, Mecha, tenés razón. Nos vemos.
Las amigas se separaron y Silvina comenzó a caminar hacia la mesa 109. El sol del mediodía le daba de lleno en la cabeza.
Qué sol de mierda, pensó mientras se hacía pantalla con una mano y con la otra sostenía la papeleta del voto. Así llegó hasta una puerta que daba a un pasillo en el que varias personas hacían fila. Junto a la puerta, había un cartel que anunciaba lo que estaba buscando.
Silvina levantó la mirada y miró el sol a través de sus anteojos negros. Después volvió a mirar hacia adelante y se metió en el pasillo. Hoy va a ser un gran día, fue lo último que pensó antes de abandonar el patio de la escuela. Qué bueno vivir en un país en serio.
1- Partido de extrema derecha alemán.
2- Tu culpa.
3- La única alternativa es ALTERNATIVA PARA ALEMANIA.
4- Alemania para los alemanes.
5- ¡Y el extranjero para los extranjeros!
6- Estado alemán con mayor población.