CERRAR

La Capital - Logo

× El País El Mundo La Zona Cultura Tecnología Gastronomía Salud Interés General La Ciudad Deportes Arte y Espectáculos Policiales Cartelera Fotos de Familia Clasificados Fúnebres
Cultura 16 de mayo de 2021

Cuento: El suizo

“Las cosas que nadie sabe y que no dejarán huella no existen”. ItaloSvevo, “La conciencia de Zeno”

Por Jorge Luis Manzini

¿Que cómo se escribe mi nombre? Así: José Svizzero. En realidad mi pasaporte dice Giuseppe. Mi apellido vendría a ser un toponímico porque, sí, nací en Suiza, en Tesino, uno de los cantones ítalo-parlantes. Nací en 1915, y en mayo de 1941, en plena Guerra Mundial, me vine para este bendito país, que me acogió con los brazos abiertos como a otra gente de todo el mundo, color y etnia. Me acuerdo que fue en mayo, porque apenas acomodado me invitaron a presenciar los festejos por el 25.

Cuando usted se contactó conmigo y me dijo que quería entrevistarme, me pareció que era oportuno. Que si mi historia podía resultar interesante para alguien, era mejor no demorar el relato. Porque por más que los productos suizos, como los famosos relojes, tengan fama de exactos y longevos, es evidente que a mi vida no puede quedarle mucha cuerda más. Al menos con la lucidez que sé que todavía tengo, y los hechos tan nítidos en mi memoria como si hubieran ocurrido ayer nomás.

Decidí emigrar, como muchos de mis compatriotas, cuando la ofensiva conjunta entre Hitler y el Duce hizo pensar que el amado paeseiba a quedar entre las dos garras anudadas del mismo monstruo.

Nadie podía imaginar entonces que ese pañuelito de hermosos paisajes que es la Confederación Helvética, más pequeña, para que se dé idea, que la provincia de Jujuy, iba a salir indemne de la guerra. Después se supo que mucha, pero mucha plata, de ambos bandos, estaba en los bancos suizos en, Ud. sabe, cuentas numeradas, secretas, al abrigo de cualquier curioso. Nube atómica hubo sólo en Japón… Y Suiza se mantuvo neutral, yno fue invadida ni bombardeada.

Yo vine desde Berlín, y en la Argentina de esa época, quienes veníamos de algún país del “Eje” y por propia voluntad, no expulsados, éramos bien recibidos.

En verdad, y ésta es la primera vez que lo revelo públicamente, originalmente fui inscripto en el registro de las personas como Josué Disraeli.

Bajo aquel régimen que temíamos que devorara a mi patria como había devorado ya a media Europa, con ese nombre, y ese apellido sefardí, no iba a llegar lejos, según se iba viendo. Porque los judíos éramos los chivos expiatorios de todos los males que asolaban a Alemania: la depresión económica, la relajación de las costumbres, la corrupción política. Se nos acusaba de ser los que ejercíamos el verdadero poder porque éramos los dueños del oro; y realmente teníamos bastante, porque, nómadas y tantas veces perseguidos como hemos sido, el metálico es la forma más práctica de conservar nuestras pertenencias si hay que tomarlas y huir, o conseguir las cosas que lo faciliten.

Ud. sabe, el cabo loco, como se le llamó, más bien se hacía el loco. Porque era muy calculador, astuto, y sus presentaciones públicas tan payasescas eran en realidad una mise en scènemuy bien armada. Él galvanizó a las masas echando la culpa de todo lo que pasaba en Alemania, que le impedía realizar su destino de grandeza, a lo extranjero, lo no puramente germano, teutón. Así que el asunto era depurar la “raza” aria, a la que se ufanaban de pertenecer, de sus “contaminantes” semitas, gitanos… y tantos otros.

Yo trabajaba para una compañía de seguros que estaba por instalar una sede aquí, estaba bien conceptuado y me era más fácil aprender castellano que a los suizos franco o germano-parlantes; además no dejaba familia allá, porque era soltero, hijo único, y mis padres habían muerto, de tuberculosis, que se llevaba entonces más gente en la flor de edad que la que se llevan hoy los accidentes y el sida.

Disculpe la precisión estadística, pero mi fuerte eran los seguros de vida, y no puedo evitar estar al día con esos datos; es un vicio profesional.

Así que, bueno, eso fue fácil: me autopropuse y me aceptaron.

Me vine hasta Santiago de Chile, fíjese la paradoja, en un vuelo de laDeutsche Luft Hansa, la llamada “vieja Lufthansa”, la que permitió el entrenamiento de pilotos que después iban a integrar la Luftwaffe, o sea la aviación militar alemana, a pesar de las restricciones del tratado de Versalles. Desde Santiago me fui a Buenos Aires en tren, cruzando la cordillera en el trasandino. Mi viaje terminó a ocho días y medio de haber salido de Berna y luego de muchas escalas, casi destruido por el ajetreo y la tensión.

Para la compañía de seguros debe haber sido una ardua tarea conseguir que me trajeran, porque la Luft Hansa estaba militarizada, como le contaba, pero venir por mar era mucho más riesgoso, porque hacía rato que se desarrollaban acciones bélicas hasta en aguas del Atlántico Sur.

Y tuve que abordar ¡en Berlín! Imagínese. Era como meterse entre las fauces del león. Pero los intereses que los nazis, igual que los aliados, como le comenté, tenían en Suiza, hicieron que yo llegara y saliera de Berlín sin interferencia alguna.

En la frontera se subió al auto, que era uno de la compañía, sentándose al lado del chofer, un señor muy alemán, rubión, con el pelo rapado y un gran sobretodo negro de cuero, que a cada funcionario que nos detuvo le mostraba una credencial ante la cual el otro se cuadraba, gritaba ¡Heil, Hitler!, levantando su brazo derecho, y seguíamos viaje.

Ese hombre, del que nunca supe quién era, me acompañó hasta el asiento que tenía reservado en el avión y luego se bajó, pero antes le dijo algo al personal de a bordo, que por el tono, y el asentimiento de ellos, parecían instrucciones. Más ¡Heil, Hitler!, y yo me despreocupé del todo recién cuando se nos avisó que sobrevolábamos territorio africano, lo que significaba que pronto saltaríamos a Sudamérica.

Llegado a Buenos Aires, en la embajada sabían de mí, me esperaban, y me facilitaron todo. A lo suizo.
Me conecté con las entidades que existían desde mucho tiempo atrás, como el Club Suizo de Buenos Aires y la Sociedad Filantrópica Suiza, o “Casa Suiza”. Con la ayuda de ellas, sus contactos, una buena cantidad de francos suizos con que la compañía me había provisto como capital inicial, y el beneplácito del gobierno argentino, inauguré la sucursal apenas dos meses después, en una pequeña oficina de la calle San Martín.

A mis 26 años recién cumplidos, que en aquel entonces eran bastantes, no como ahora en que la adolescencia dura por lo menos hasta los treinta, empecé a la vez a desarrollar los negocios de la compañía y a estudiar economía en la Universidad de Buenos Aires, cuyo prestigio era reconocido por aquel entonces, aún en Europa.

En uno de los bailes del club la conocí a Gertrude, suiza también, pero suiza alemana. Los padres tenían una enorme joyería- relojería en el microcentro de Buenos Aires, con la exclusividad de varias marcas suizas famosas.

Empezamos a salir, nos enamoramos, nuestro matrimonio era conveniente para ambos y su familia, y nos casamos.

Ni ella ni sus padres conocieron nunca los detalles étnicos que le he referido en cuanto a mi persona. Bueno, nos casamos en una iglesia reformada de origen calvinista, que era la confesión que sostenía la familia de ella. Yo no tenía ningún problema, porque en realidad nunca he sido muy creyente. Lo que mi sangre me reclamaba era un compromiso con mi pueblo, de tipo político, humanitario. Esto nunca me significó un conflicto con mis creencias.

Gertrude fue para mí una abnegada compañera que me siguió a todas partes y me apoyó en todo. No tuvimos la dicha de tener hijos. Luego contrajo una maldita enfermedad neurológica que la fue postrando poco a poco, secándola en vida. Me quedé muy solo cuando murió hace ya…veinte años.

Eso sí, murió de golpe. Me desperté y estaba muerta a mi lado, en la cama. Para los médicos fue un infarto. Lo que me queda como consuelo es que, por lo menos en ese momento, no sufrió. Pero yo sí. Me dejó un agujero muy grande.

En fin. La guerra terminó, y aquí, luego de la riqueza acumulada durante la misma, sobre todo por la exportación de alimentos a todo el mundo en los buques de la E.L.M.A.(Empresa Líneas Marítimas Argentinas, estatal por supuesto)se vivió un desarrollo impresionante con la política peronista del “welfarestate” al estilo criollo y se hizo necesario ir primero habilitando agentes y luego abriendo sucursales de la compañía a lo largo y ancho del país.

Yo había juntado mucha experiencia, me movía como pez en el agua entre los argentinos, y tenía ya mi doctorado en Economía, por lo que para los tardíos /50 me nombraron gerente general de la compañía para toda la Argentina.
Así que cada vez más, Gertrude y yo, ella siempre conmigo, empezamos a recorrer, y conocer, el país. ¡Qué hermoso país! ¡Qué grande! ¿Usted lo conoce bien?

En cada ciudad, grande o pequeña, en que se abría una sucursal, nos instalábamos durante meses, hasta que las cosas funcionaran. Y luego, cada tanto volvíamos. Como dicen los españoles, “el ojo del amo engorda el ganado”.
Cuando Gertrude murió yo acababa de jubilarme. Buenos Aires era un lugar cada vez más inhóspito para vivir, al menos para mí, a esa edad y sin tener mucho para hacer.

Así que de todo lo que conocía, elegí este lugar, y aquí me lo paso, aprovechando de esta salud de hierro que conservo. Me dedico a pescar en los lagos, a caminar entre las montañas, a cuidar mis rosas, a leer. Y bueno, mucho más para contarle no tengo”.

Hasta aquí, en trascripción lo más fiel que me fue posible, lo que el Dr. José Svizzero me contó en la primera entrevista que tuvimos, en setiembre de 2002. Dada la ocupación del personaje, la misma se publicó completa, con fotos, la semana siguiente, en la muy solicitada “Sección Economía” de la edición dominical del importante diario metropolitano en que trabajo, que sería un “chivo” nombrar. También sería chivo hacer público aquí cómo se llama la “compañía suiza de seguros” para la que Svizzero había trabajado, y por eso no he mencionado su nombre, pero a cualquiera que se mueva en este medio le resultará fácil saber de cuál se trata.

He omitido mis intervenciones, escasas, irrelevantes, para no quitar fuerza y continuidad al relato.

No hubiera podido sacarle nada más. Como él decía, mantenía una total claridad de conciencia, que incluía un absoluto dominio de sí mismo.

Pero yo sabía que había algo más; lo verdaderamente interesante, lo que justificaba que desde Buenos Aires me hubiera llegado hasta ese lejano pueblo de la Patagonia, “Colonia Cerro Steffen”, al pie de la cordillera y a orillas de un lago, un lugar tan apropiado para él, en una zona tan parecida a Suiza (pero menos urbanizada). Mi interés en el periodismo de investigación me llevaría indefectiblemente a buscar más información, para encontrar lo que le faltaba a la nota.

Después de todo, nuestro corresponsal zonal nos había entusiasmado para que nos ocupáramos de “un viejo muy interesante, que sabía muchas cosas”, del que corrían rumores; el más consistente era que se había dedicado durante mucho tiempo, como actividad paralela a la suya tan formal y rutinaria, a cazar criminales nazis residentes en el país, con éxito considerable, pero sin que nunca trascendiera su participación.

Svizzero vivía frente al lago, en una hermosa y confortable casita de estilo alpino, con su dama de compañía, una ex-secretaria sesentona, viuda, que se había venido con él desde Buenos Aires.

Mientras hablaba, iba ratificando sus dichos con datos que sacaba de múltiples documentos, revistas, álbumes de fotos caseras y de periódicos, que iba buscando con toda seguridad, con sus grandes manos, en los anaqueles de las bibliotecas que cubrían las paredes, sembrando todo el pequeño estudio en el que se desarrolló la entrevista, frente a una ventana que daba al lago, con mucho té de por medio, mientras crujían los troncos en la estufa de leña, y las llamas y las chispas le daban una calidez especial al ambiente.

Era un hombre corpulento, de más de un metro ochenta y debía pesar unos cien kilos. Tenía una gran cabeza casi calva; labios delgados que al hablar dibujaban, a veces una gran serenidad, y otras la ironía o la ira, aunque su relato era mesurado, y trasmitía una gran paz interior, la de esos hombres que “ya están de vuelta”; sus orejas eran algo desplegadas; la nariz prominente y recta y, sobre la misma, cabalgaban unos enormes anteojos con marco de carey, tras los cuales bailaban sus ojos, que se veían, con aumento, claros y vivaces.

Algunos datos que dejó filtrar durante el reportaje, como aquello de su compromiso con su pueblo, que su sangre le reclamaba, y todo lo que demostraba saber sobre el nazismo, reforzaban mi convicción de que, atrás de ésta, había otra historia, y que los rumores podían ser ciertos.

Así que me dediqué a entrevistar a la gente que lo conocía, a revisar los archivos de diarios locales, en Bariloche, en el balneario bonaerense de Santa Teresita, a repasar nuestros propios archivos, y concluí que había muchas coincidencias de tiempos y lugares que por lo menos valía la pena explorar con él.

Entonces le pedí una segunda entrevista. Cuya trascripción, cumpliendo con lo que me pidió, hago pública recién ahora, 10 de octubre de 2006, después de su muerte, acaecida hace un año.

Me dijo: “Entonces ya no importará. Gertrude murió, no tengo hijos, ni otros familiares directos en la Argentina, y los que andan por el mundo, con distintos apellidos, no se verán afectados por lo que le he revelado”.

Como la vez anterior, reforzó su relato con documentos, pero en esta ocasión, le bastó un gran cuaderno que contenía recortes y fotos, y muchas anotaciones de su propia mano:

Años después de terminada la guerra, conocidas las atrocidades nazis, consolidado el Estado de Israel, y estando persuadido yo, por los contactos que había tenido y las cosas que había escuchado aquí y allá, de que en este país estaban refugiados muchos criminales nazis, sentí que debía hacer algo al respecto.

Me repugnaba que bajo nombres supuestos, o verdaderos los menos notorios, pasaran por “laboriosos inmigrantes que contribuían al engrandecimiento del país”, según reflejaban los periódicos y los otros medios de comunicación.

Se sabía ya que el G.O.U., un grupo cuya sigla todavía no tiene una interpretación unívoca, había sido la herramienta utilizada por Perón para su carrera política hasta llegar a la presidencia en 1945. Este grupo estaba integrado por oficiales nacionalistas y anticomunistas que veían con preocupación que el país se estaba corriendo hacia la izquierda, y muchos de sus integrantes simpatizaban más con las experiencias totalitarias fascistas europeas, como las de Oliveira Salazar en Portugal, Franco en España, Mussolini en Italia, Hitler en Alemania. En fin, era vox populi que sus actividades eran financiadas por el Eje.

Y ya en pleno primer gobierno peronista se corría la voz de que la inmigración de nazis con cuentas pendientes con la justicia de posguerra, no hubiera sido posible sin el conocimiento y la participación activa del gobierno.

Una vez en que, por requerimientos de mi compañía, volví a Suiza, estuve conversando de esto con paisanos, como se dice aquí. Sabiendo que hacía bastante que yo vivía en la Argentina, me preguntaron sobre el asunto, y habiéndoles manifestado mis pensamientos y mis ganas de hacer algo al respecto, me mandaron a Austria, a entrevistarme con Simón Wiesenthal.

Cada tanto, este sobreviviente del Holocausto trascendía a la prensa por los resultados de las investigaciones de su “Centro de documentación judía”, que había fundado en 1947 en Linz, ¡tan cerca de donde había nacido Adolf Hitler!

Y me hice contacto suyo. Y los busqué. Y ayudé a encontrarlos, a desenmascararlos. Para que, mediante la extradición, o por secuestros efectuados en el máximo secreto por el Mosad si es que el gobierno de turno los protegía, estas bestias, hipócritas inmorales, comparecieran ante los tribunales y recibieran el castigo que merecían.

Siempre, eso sí, con perfil bajo. No podía comprometer a mi compañía, y además temía por represalias sobre Gertrude, o sobre mi persona, lo que hubiera sido casi lo mismo. Por su enfermedad, yo ya sabía, ella iba a depender cada vez más de mí para la mayoría de sus necesidades.

Los dos casos más sonados en los que participé fueron los de Adolf Eichmann y Erich Priebke.

Pero además tuve que ver con el desenmascaramiento deGerhard Bohne, el que desarrolló el programa de eutanasia nazi. Con la captura de EduardRoschmann, conocido como “el carnicero de Riga”, durante la ocupación alemana de Letonia. Y la deJosef Schwammberger, comandante del ghetto de Przemysl en Polonia,donde encerró a toda la población judía de la ciudad, asesinando a estas personas allí mismo, a muchas por mano propia, o deportándolas a los campos para su exterminación.

También participé en la caza de unos otros cuantos menos renombrados. Mi último trabajo fue ayudar a ubicar, en la villa balnearia bonaerense de Santa Teresita, al croata DinkoSakic y a su esposa Nada Luburic, ambos extraditados a Croacia en 1998.

Por todo eso, mire, tengo esta condecoración otorgada por el Estado de Israel.