Por Gustavo Visciarelli

Como muchos argentinos, Mafalda –una nena trascendental nacida oficialmente el 29 de septiembre de 1964- conoció el mar en nuestras playas.

El padre de Mafalda, corredor de seguros, poseía orgullosamente un Citroen 3 CV que representaba su precario enclave en la clase media.

Transitando por la estrecha Ruta 2, rumbo al sueño argentino de veranear en La Perla del Atlántico,  el pequeño vehículo fue sobrepasado a gran velocidad por otro más potente. Guille, el hermanito de Mafalda, subrayó el significado de la escena admitiendo en media lengua su condición de “pelagatoz”.

Quizás haya sido inevitable que el genial Quino escogiera los veranos marplatenses, con su amplio muestrario de conductas, como escenario de sus observaciones costumbristas, sociales y políticas.

En nuestras playas, Mafalda se asombró del curioso fenómeno de las masas que disfrutaban del sol relajadamente, “sin que nadie pareciera tener la culpa de nada”.

Su relación con el mar fue el que todos esperaríamos de Mafalda. Al conocerlo y observar su devenir lo tildó de indeciso. Luego, cuando una ola la golpeó con vigor, le enrostró “abuso de poder”. Y no faltarían comparaciones con su detestada sopa, donde los bañistas hacían las veces de fideos.

A orillas del mar Mafalda conoció a la última integrante de su “pandilla”. Se llamaba Libertad y era llamativamente pequeña, contraste que fue un permanente disparador de metáforas en tiempos de opresión.

La imagen playera de Mafalda, tendida sobre la arena con anteojos, es una de las más presentes en la memoria colectiva. “Pavada de sol estamos tomando”, dijo cierta vez, al descubrir que había alumbrado a los genios de la humanidad. Y hasta le pidió al astro rey que “la contagiara un poco”. Fue un pedido innecesario: el sol de la genialidad ya la iluminaba, irradiado por su creador, Quino, que hoy nos dejó a los 88 años.