Cuando la botella de agua mineral se convirtió en una amenaza letal
El objeto más insignificante se volvió una amenaza desde que el 11-S cambió para siempre la forma de volar y viajar en avión dentro y fuera de los países.
Foto: Télam.
Una tijera para las uñas cobró la fuerza de una espada de samurai, mientras que la botella con agua mineral se transformó en un potencial explosivo y un bolso perdido se convirtió en una posible bomba, y así, de un día para el otro, el objeto más insignificante se volvió una amenaza desde que el 11-S cambió para siempre la forma de volar y viajar en avión dentro y fuera de los países.
Hasta aquella mañana del 11 de septiembre de 2001, tomar un avión podía resultar algo estresante. Pero desde entonces, lo fue aún más. Es que el más mínimo descuido, como olvidar una moneda en un bolsillo y hacer sonar la alarma, convierte a su olvidadizo dueño en un potencial terrorista.
Entonces, al temor a olvidar el pasaporte o llegar tarde al aeropuerto hubo que sumarle la interminable lista de requisitos que las líneas áreas comenzaron a exigir. Lista a la que se le sumó otra nueva serie de medidas de seguridad a la hora embarcar: Sacarse el cinturón, descalzarse, envasar los líquidos en botellas plásticas que no superen la medida de un pocillo, colocar esas botellas en una bolsa transparente, poner la computadora en un cesto, la campera en otra, el bolso de mano en otra, vaciar los bolsillos.
Y si se logra atravesar el trayecto sin hacer sonar la alarma ni despertar el resquemor de la policía aeroportuaria, repetir la operación a la inversa: colocarse el cinturón, los zapatos, las botellitas, la bolsa con las botellitas, la computadora, las llaves, las monedas, el celular, la campera, y apurarse que atrás se acumula la fila y el avión no espera.
El atentando contra las Torres Gemelas, en el corazón de Manhattan, no solo derivó en una de las crisis más grandes sufridas por la industria aerocomercial, solamente superada por la que causa actualmente la pandemia del coronavirus, sino que cambió radicalmente las medidas de seguridad en los aviones y aeropuertos.
“En 24 horas cambiaron todas las medidas, era la Tercera Guerra Mundial”, recordó el comandante y asesor aeronáutico Carlos Rinzzelli.
El mundo todavía no salía del asombro cuando todas las líneas aéreas tuvieron que blindar la puerta de la cabina de los pilotos y colocarle una mirilla para saber quien golpeaba del otro lado. Sólo el capitán y el jefe de cabina conocen la clave de acceso.
Además, las compañías de Estados Unidos ordenaron subir a un policía encubierto entre el pasaje, una costumbre que, aunque aleatoria, continúa vigente.
Hasta los atentados del 11-S, sólo se sometían a los Rayos X algunas valijas. Pero desde entonces, todo el equipaje, el de mano y el que se envía a la bodega, se pasa por los scanners. Y aunque luego fueron desestimados porque atentaban contra la privacidad, varios aeropuertos instalaron los scanners corporales que prácticamente dejaban al desnudo al viajante.
La disposición, adoptada luego en todo el mundo, fue parte de las estrictas medidas que implantó el Gobierno del presidente George W. Bush quien, dos meses después del atentado impulsó la creación de la Administración de Seguridad en el Transporte (TSA), una fuerza de inspectores federales de aeropuertos que desplazó a la seguridad que por entonces estaba a cargo de empresas privadas de las compañías aéreas.
Rinzzelli explicó como también cambió la forma en que se mira a los viajantes: “Un pasajero disruptivo hoy es considerado una interferencia ilícita que pone en riesgo la seguridad del vuelo”.
En otras palabras, lo que antes se tomaba como un pasajero molesto hoy es considerado una amenaza. Lo mismo ocurre con una valija perdida.
Los aeropuertos se llenaron de carteles que advierten que en caso de encontrar un bolso sin dueño hay que llamar de inmediato a la policía y no tocarlo por nada del mundo.
En diciembre de 2001, otro intento de atentado puso en la mira los zapatos. Richard Reid, un británico que afirmaba ser miembro de Al Qaeda, fue descubierto con explosivos en sus botas mientras estaba en vuelo desde París a Miami. Desde entonces, es obligatorio retirarse los zapatos en muchos aeropuertos.
Santiago García Rúa trabajaba en Relaciones Institucionales de Aerolíneas Argentinas cuando fueron los atentados. Recordó que otras de las medidas que se tomaron en los primeros días fue la prohibición de utilizar cubiertos de metal y vasos de vidrios.
“Ni siquiera en primera clase estaban permitidos, todos usaban de plástico”, señaló y agregó que por aquellos días también era obligatorio llevar la computadora con suficiente carga para poder prenderla ante la seguridad aeroportuaria y demostrar que eso que estaba ahí era realmente una notebook y no una bomba camuflada.
“La gente no lo tomó a mal, se fue acostumbrando, fue tan impactante lo que pasó que de alguna manera todos sabíamos que esas medidas era para protegernos a todos”, dijo García Rúa.
Poco a poco, aeropuertos y viajeros cambiaron su fisonomía. La practicidad mató la elegancia, el pantalón deportivo desplazó al incómodo traje con cinturón y se impusieron los zuecos de goma y las zapatillas sin cordón. En los negocios de aeropuerto, junto a los candados, el portadinero o la almohada de cuello, se empezó a vender el kit de botellas pequeñas con estuche transparente.
La seguridad tampoco dejó margen para las bromas.
El 12 de febrero de 2019, Nathalie Dorothee Tremblay, una canadiense de 53 años, fue detenida durante 24 horas y obligada a pagar una multa de cinco dólares. Tuvo la mala idea de decirle a la azafata que llevaba una bomba en su valija de mano y de nada le sirvió jurarle que sólo era una chiste.
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