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Cultura 13 de noviembre de 2023

Crónicas marplatenses: Frialdad

El mundo del ciclismo y los grupos de pertenencia en una ciudad formada por migrantes internos dejan a la vista cierta frialdad climática y también humana. ¿Cómo ven a los marplatenses quienes vienen de otras ciudades?

Por Ana Luz Arrieta

Marina forma parte de un grupo de ciclismo. Recorren Mar del Plata de punta a punta. Se juntan los sábados antes del amanecer, cada uno con su casco, anteojos, y ropa de lycra.

Al llegar al punto de descanso que puede ser Santa Clara o acantilados, arman una ronda y desayunan en la arena.

Marina no es marplatense. Nació en Chubut y hace diez años que se vino a vivir a Mar del Plata porque prefiere este frío.
Al grupo de ciclismo lo conoció porque dos personas hablaban, tono demasiado elevado, sobre el encuentro para ese sábado. Sin dudarlo, se metió en la conversación, digo metió porque es la palabra que ella remarca. El marplatense no invita, es meterse, es hacerse el espacio, agrega.

Mientras la escucho, divago ante la imagen de la ciudad como una ronda grande de personas que están cruzando sus brazos con el de al lado, y es una cadena. Ya está cada eslabón y no permite que otra pieza entre. Ocupan casi toda la ciudad. Son celosos con su costa, espacios verdes, y con ciertos lugares privados como bares o gimnasios. El otro, el nuevo, el extranjero, el desconocido, viene a tomar posesión de lo suyo, entonces deben resistir, poner más fuerza a los brazos para que no se entrometa nadie.

Meterse en la conversación. Es eso. Meterse. No invitan.
Sin embargo, esta defensa del territorio se contrapone a la idea de que el marplatense suele estar en algún lugar recóndito del mundo. En otros países, ciudades, pueblos. Es la frase que se repite: levantás una piedra y sale un marplatense.

Quien no es de acá, quiere explorar cada lugar de la ciudad, las playas en diferentes épocas del año, atento a descubrir algún bar, evento cultural, o así sea nada nuevo, saben que están en la ciudad.

El nuevo, el extranjero, es como si todos los días se despertara y necesitara ver el mar para comprobar que está ahí, que sigue existiendo, que no se fue. Mientras que el marplatense ya nació con la naturaleza a metros de su hogar, universidad, nada se le prohíbe, pero necesita más. Viajar como forma de reafirmar que existe otra vida, otros paisajes, otra cotidianidad. Entonces toman un vuelo desde Buenos Aires y comienzan a ser ellos ahora los extranjeros. ¿Les dolerá cuando no son bien recibidos?

Abandono la divagación y vuelvo al relato de Marina. El grupo se estaba afianzando, había encuentros de sábados donde la conversación sobre el clima, marcas de bicicletas o ropa estaban quedando sin novedad. Entonces alguien hacía el primer comentario sobre su vida privada y aparecía el silencio. Eran encuentros a puntitas de pie, para no molestar, no sé a quién, pero no se podía hacer mucho barullo personal, dice Marina.

De a poco, comenzó a generar intimidad con la compañera del gimnasio. Era ella el nexo que utilizaba para informarse sobre los horarios de salida del grupo.

Recuerda el día que uno de los administradores les informa sobre el próximo recorrido hasta Sierra de los Padres y que avisará los detalles por el grupo de WhatsApp. Marina entusiasmada por la dificultad y la necesidad de poder prepararse con antelación, le pide que la agregue al grupo. El administrador la mira pero enseguida posa su vista en otra persona y continúa hablando. Por un momento, Marina duda de su existencia, duda de si sus palabras fueron escuchadas, duda del tono de su voz, quizás bajo, pero vuelve a ser consciente de que él la miró. Entonces, existe y existió el pedido. Lo que no existió fue la palabra por parte de él. Supo que el comentario estuvo de más, que abandonó las puntitas de pies y zapateó con fuerza. Olvidó las reglas internas del grupo y esa mirada fue la confirmación.

Julián tiene 32 años, es miramarense. Hace catorce años que vive en Mar del Plata. Vino a estudiar a la universidad y se quedó. Hizo grupos de amigos pero a medida que fue llegando a la adultez, siente el quiebre en casi todas las relaciones. La adultez es un viaje al día y la juventud se esconde en la noche, entonces llega el domingo a la mañana y no tengo con quien compartir el mate, dice.

La pérdida de amistades es un duelo que hay que atravesar. Las responsabilidades, la pareja, actividades personales, fuerzan a que la adultez tome forma de agenda. Julián me mira con el entrecejo fruncido cuando digo esto, y después agrega: creo que me di cuenta que perdí a un amigo cuando antes hacía huecos para vernos y después comencé a buscar el hueco.

Sin embargo, Julián no es solitario. Le gusta pasar el tiempo en compañía, así que generó con un conocido marplatense una tertulia literaria. Encuentros esporádicos, textos o temas que surgían en el momento, y sin ninguna regla. En algunos encuentros aparecían pocas personas y en otros, se quedaban sin sillas. Julián solo tenía relación más cercana con este conocido marplatense, o como él lo llama “amigoide”, apodo que utiliza para definir a quien no es amigo pero tampoco desconocido.

A los meses, el taller dejó de funcionar. No coincidían días, horarios y ganas. Nadie más habló, nadie más volvió a proponer.
Él siguió en contacto con este amigoide. Encuentros recurrentes en bares, canchas de fútbol, y mensajes instantáneos, gestos prometedores de amistad. Después, el invierno transcurrió y las salidas por las noches menguaron mientras la rutina tachaba días.

En la Feria del Libro se reencuentra con su amigo de tertulias. Se le acerca con entusiasmo por verlo después de tanto tiempo, y el amigoide lo mira, casi sin expresión en la cara, sin moverse del lugar donde estaba parado, como si estuviera inmóvil, mentón elevado y solo dice: todo bien, sí. El amigoide siguió en lo suyo. Julián dio media vuelta pero volvió con el cuerpo lleno de incomodidad. Se sintió ajeno, molesto, sintió la vergüenza que le brotaba por la cara. Vergüenza propia, como si hubiera hecho algo erróneo. Sentí el rechazo como si fuera una ex novia en donde el vínculo terminó mal y querés evitar a esa persona, agrega.

Bastaron unos meses para que el amigo de tertulias olvidara su relación y lo redujera a ser alguien desconocido.
Camila siente angustia. Mariano rabia. Cristian desilusión. Valeria perplejidad.

Una pareja platense y otra porteña. Hace menos de un año que viven en Mar del Plata.
Camila y Mariano la eligieron por cuestiones laborales. Cristian y Valeria por la naturaleza. Sin embargo, se toparon con el frío personificado.

Están alrededor de una mesa blanca, algunos apoyan sus codos encima, otros solo la muñeca mientras que los dedos de las manos rodean el vaso y otros simplemente recostados sobre la silla. Mariano rompe el silencio y dice:
—¡Pero qué fríos son los marplatenses!

Los demás alzan la mirada, incorporan levemente el cuerpo, sonríen y al unísono todos repiten: sí. Un sí afirmativo. Un sí sin dudas. Un sí que sale desde las tripas y que permite a Camila darle entidad a esa angustia que siente porque no puede comprender que no tenga la misma vida social que tenía en su ciudad. Un sí que permite a Valeria entender que el problema no había sido ella y que la aplicación sobre amistad que se había descargado tenía sentido. Un sí que le permite a Cristian sentirse en compañía y entender cómo el amigo marplatense, con quien jugaba al pádel, no proponía nunca verse, solo aceptaba su invitación.

Un sí necesario. Un sí para no tener que arrepentirse de haber elegido esta ciudad que no solo expulsa con su viento gélido.
Mar del Plata obliga a que desconocidos hagan otra ronda. Pequeña y extranjera. Porque los del interior se juntan con los del interior. Se reconocen por la animosidad en los saludos, proponer encuentros, integrar al otro. Pueden pasar meses sin verse que la respuesta no será pedantería o rechazo.

El marplatense se ha creado un perfil en esa ronda del extranjero y la frase que se repite es: decime si sos de acá y te diré si sos.