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Opinión 6 de agosto de 2021

Creo, luego soy

Por Alberto Farías Gramegna

 

“La ideología exige la adhesión absoluta a ciertos dogmas que se tienen, sin pruebas, por verdaderos”. (Xavier C. Orozco)

 

Francis Fukuyama anunció años atrás “el fin de las ideologías”, que presuntamente disueltas en la globalización del postmodernismo expresaban una metáfora: el fin de la historia, la homogeneidad de los pensamientos nacionales y la neutralización de sus deformidades: los nacionalismos. En lo fundamental se equivocó sin duda. Para infortunio de las sociedades las tendencias a la ideologización y el pensamiento ideológico como sistema cerrado no parece dispuesto a desaparecer fácilmente porque forma parte de las restricciones adaptativas de lo humano, por lo menos en esta etapa evolutiva de la especie. Y la crisis pandémica actual ha contribuido en parte a reactivar las cosmovisiones ideológicas, sobre todo las más cerriles. En un reciente libro, en proceso de edición, “El hombre de un solo libro”, he intentado analizar las posibles relaciones entre estilos y estructuras de personalidad y ciertas tendencias facilitadoras de la adhesión a determinadas creencias sistematizadas de la sociedad y del mundo.

 

¿A qué llamamos “ideología”?

 

En sentido amplio la ideología como sistema abierto está naturalmente implicada en los procesos normales de pensamiento. Es parte de la red de representaciones ideativas articuladas necesariamente con las emociones y los sentimientos. Los pensamientos, las creencias y los afectos abastecidos por la información del entorno, forman una unidad que podemos llamar precisamente ideológica, y se suele expresar en lo que se conoce como “opinión personal”. Pero esta unidad -en principio- es dinámica y plástica en las personalidades flexibles, cuando entra en contacto con otras opiniones y es permeable a las contrastaciones racionales.

Por el contrario cuando hablamos de las “ideologías” en sentido estricto, caracterizadas como sistemas cerrados y apoyados en creencias fundamentales, mudan en una estructura autoalimentada que puede ser llamada “ideologista”. Las personalidades más rígidas o inestables son afines a este tipo de pensamiento. Por otro lado, la creencia muy extendida en el pensamiento intelectual “progresista”, en que “todo comportamiento humano es ideológico” (sic), se inscribe en una ideología más: el “pan-ideologismo”.

 

Psicología del hombre ideológico

 

El “hombre ideológico” -definido como la persona de “estructura ideologista” de pensamiento, cualquiera sea su adhesión normativa- construye un filtro perceptivo con el que mira y piensa el mundo, cuyo funcionamiento, en su íntima creencia, responde con precisión de relojería a sus parámetros conceptuales. Los acontecimientos y los datos de la realidad material objetiva (¡que aunque no parezca existe!) son así recortados con arreglo al lecho de Procusto que gobierna su pensamiento.

Denomino “pensamiento ideologista” a aquel sistema cerrado que puede aparecer en cualquier nivel de la actividad humana: política, social, religiosa, cultural, filosófica o deportiva. Es un sistema consistente y monolítico de creencias “a priori” que forman parte de un “núcleo duro” incuestionable. Su cuestionamiento pondría en entredicho ciertas columnas donde se asienta la identidad del sujeto. El hombre ideológico es dogmático por antonomasia. Sus dichos son frases del dogma que profesa. La verdad no se encuentra con-el-otro y en la pertinencia de la duda (que el dogmático critica como una jactancia innecesaria) sino que existe como punto de partida. La verdad del hombre ideológico está en la doctrina que lo funda como ser corporativo parte de una dimensión trascendente que lo incluye y lo sostiene. Por eso el hombre ideológico no dialoga (“dia-logos” es alcanzar la verdad por la palabra compartida), sino que monologa con el fin de refutar al otro, porque él “sabe” que el otro está equivocado. No valora el decir del prójimo por la calidad de la sustancia y el análisis de su justo contenido, sino que vale solo por quien lo diga. La mentira o el disparate en boca del secuaz revisten calidad de verdad solo por compartir la ideología. El más brillante juicio en boca de un diferente, en cambio, es descalificado de inmediato porque nada bueno puede venir desde fuera de mi sistema ideológico.

 

Creo, luego soy

 

El “hombre ideológico” necesita creer para ser. Su percepción es ante todo discursiva. Las cosas no son más o menos en sí mismas, sino que su verdad o falsedad se relata desde los valores que proyecta sobre ellas la ideología a la que es adicto. Por eso es afecto a los discursos sin fisuras, a las imágenes simples, a los clichés, a las anécdotas contundentes y a los símbolos omnipotentes. Es por esencia de su sistema pre-juicioso: no importa examinar los juicios, sino afirmar los pre-juicios. Nada hay que demostrar porque ya todo está demostrado en su fe ideológica. Es adicto a los remoquetes y las denominaciones descalificatorias de los que profesan todo lo que él rechaza o ironiza. Son caricaturas que alimentan su necesidad de etiquetar y dibujar personajes inmutables.

Las “categorías” definen el alcance de la aceptación del otro. El hombre ideológico ante todo no pregunta “¿qué cosa se dijo?” sino “¿quién lo dijo?”. Su mundo crítico se termina en los estrechos límites del territorio que marca su ideología. No discute ideas del interlocutor ocasional para sopesar su certidumbre y arriesgar las propias exponiéndolas al examen ante otras realidades perceptuales, sino que piensa de antemano como refutarlas mejor. El máximo logro contemporizador del ideólogo es aceptar que la existencia de otros “puntos de vista” es una indeseable realidad. Al hombre ideológico no le agrada la diversidad, las diferencias, por eso siempre tiende a pensar uniformidades y desearía unanimidad totalitaria de creencias.

¿Cómo es posible que los demás no vean lo que para él es clarísimo? La paradoja de la ideología como sistema cerrado es que no puede percibirse a sí misma como tal: el único que desconoce vivir en el agua es el pez, porque solo se puede conceptualizar tomando distancia de las apariencias, solo se puede rondar el borde de la verdad desde la mirada del otro, que me saca de la fascinación de mi imagen en el espejo. La madurez del ser y el desarrollo de la razón desapasionada resultan, en cambio, valiosos antídotos ante los síntomas de fundamentos acríticos. La ideología, -en su variante ideologista y tal como la describimos aquí-, es hija de la intemperie del ser que vive angustiado ante la incertidumbre, la angustia del no saber, la desnudez de la pregunta, la omnipotencia del gregario, en fin la “insoportable levedad del ser”.