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Opinión 27 de abril de 2018

Construir un mundo humano

por Paola Delbosco

El debate sobre la legalización del aborto reactualiza la reflexión sobre el sentido de las leyes. ¿Deben éstas reflejar las preferencias de la mayoría? ¿Son, por el contrario, garantía de protección de las minorías? ¿Son la respuesta de la sociedad frente a nuevos problemas? ¿Son una propuesta de un mundo más justo y humano?.

Si tomamos esta última definición, que es la más amplia, vemos cómo la despenalización del aborto cierra la puerta al valor de ciertas vidas humanas, en su estadio incipiente, por el simple hecho de no ser vidas humanas deseadas u oportunas. Esto conlleva, como corolario, que una vida humana es valiosa solo si es deseada o querida.

De ahí se sigue que seguir existiendo o dejar de existir depende de la decisión de alguien, y no es consecuencia del reconocimiento del derecho a la vida, el derecho más fundamental. ¡Ojalá todas las vidas humanas, en cualquiera de sus momentos vitales, sean siempre reconocidas valiosas y dignas de respeto!

Justamente porque esto no sucede así, la ley establece que, más allá de las emociones a favor o en contra, una vida humana es siempre digna de respeto.

El pensamiento de la filósofa judía francesa Simone Weil nos ayuda a entender qué hay detrás de los derechos de las personas. En un texto que constituye su testamento intelectual, ella afirma que la noción de obligación precede a la de derecho y la funda. Si no nos sentimos obligados (ligados a lo que tenemos delante de nosotros) frente a la humanidad del otro, no le reconocemos sus derechos y no actuamos de acuerdo a eso. Nuestra actual presencia en la vida es una prueba de que todos nosotros sin excepción hemos sido reconocidos en nuestros derechos, antes de poder reclamarlos, por personas que se han comportado en consecuencia.

Además de reconocer el derecho a la vida, una sociedad justa es aquella en que, parafraseando a Gerald Cohen, “cualquier desventaja involuntaria que no se haya elegido o que no pueda ser superada voluntariamente, debe ser eliminada o compensada” Nadie hay más excluido de la ventaja entendida como una colección heterogénea de estados deseables que la persona excluida de la vida, que es la condición básica para esos estados.

Una comunidad justa, entonces, se da a sí misma las leyes que regulen el acceso a los bienes significativos (los que permiten una buena vida individual y comunitaria) de todas las personas, y particularmente las que no podrían por sí mismas alcanzarlos (menores, ancianos, enfermos, carenciados, no nacidos).

Resulta claro, sobre estas premisas teóricas, que un niño por nacer, o para evitar la polémica sobre las palabras, un ser humano en su estado inicial es el sujeto más necesitado de ser favorecido para acceder a esos estados deseables dada su total indefensión.

Mucho ha sido dicho sobre los derechos de las mujeres a la gestión del propio cuerpo y mucho también sobre la pertenencia plena de embriones, fetos y bebés a la especie humana, con lo cual debería quedar bien delimitado el derecho de la mujer a su cuerpo, pero no al cuerpo de otro.

Y es aquí donde necesariamente hay que cambiar el modo de razonar.

Para entender el valor de cada uno de los miembros de la familia humana resulta útil recordar lo que dice Hannah Arendt, la gran filósofa política del s. XX. En su libro “La condición humana”, ella plantea que cada generación tiene la tarea de construir un mundo humano, dado que los intentos de plasmar de una vez por todas una sociedad perfecta han implicado a lo largo de la historia formas de violencia y también un número importante de excluidos, inadaptados, anormales, etc. El desafío es entonces que en cada tiempo se busque cómo construir un mundo humano, en forma activa y con la participación de todos, con proyectos comunes y sin apelar a la violencia.

Esta construcción se hace a través de la acción y del discurso, que son los ámbitos específicamente humanos de presencia en el mundo y para llevarla a cabo contamos con tres recursos, para llamarlos de alguna manera: la pluralidad de las personas, condición básica tanto para la acción como para el discurso; la libertad sin la cual no hay acción ni discurso, sino solo necesidad biológica o utilidad; y la iniciativa , es decir, la capacidad de comenzar algo nuevo, algo inesperado, de poner en movimiento lo que hay, que es una capacidad que trae cada nueva persona que llega a este mundo.

Para la edificación de un mundo humano, donde sea posible la aparición de todos los seres humanos, es necesaria la participación de cada uno y la puesta en juego de su libertad y de su iniciativa.

Estas afirmaciones ponen en evidencia el valor de cada vida humana, incluyendo a las nuevas vidas recién esbozadas, que en cambio se desechan hoy en día por millones en todo el mundo.

(*): Profesora de Ética de la Universidad Austral y miembro de la Academia Nacional de Educación.