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Cultura 28 de enero de 2025

Con tener talento no te alcanza: El mágico universo de las cajas chinas

En el capítulo 39, una idea de un alumno del Taller de Corte y Corrección, Cristian Rondoletto, desconcierta a Pukkas. "Estamos llevando demasiado lejos el poder de la literatura"…

Robert Louis Stevenson. Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco (*)

Pero, cuando entró en la cocina, el insecticida se le cayó de la mano y pegó contra las baldosas con un ruido sordo.

Porque la cocina ya no era la cocina.

Lo primero que Pukkas vio, sintiendo que en cualquier momento un abismo de pánico se abriría bajo sus pies, fue una arboleda de torres y más torres de libros, verticales aluviones de páginas carcomidas por vaya a saber qué alimañas. Columnas y más columnas de papel amarillo se erigían en donde deberían estar la mesa, la heladera, la mesada y la cajonera. Los bichos espantosos que Anna Leah –de quien no se veían ni rastros– había descubierto bajo la pileta, pululaban ahora por todas partes formando un caleidoscopio de facetas tenebrosas. Las mismas pilas de libros habían sido invadidas por ellos, y las manos-bocas se abrían y cerraban con una avidez de siglos.

—Querías escribir una buena historia, y no sólo la estás escribiendo, sino que la estás viviendo.

La voz del máster no era, sin dudas. ¿De dónde provenían esos tonos graves que llegaban a los oídos de Pukkas como en oleadas de frecuencias? Aquella voz de ciénaga parecía echar raíces en el mismísimo infierno.

Siguiendo una sospecha que acababa de atravesarlo, Pukkas estuvo a punto de sacar de su sitio el libro que tenía más cerca, pero enseguida lo pensó mejor: si realmente se decidía a abrirlo, y su interior era en realidad un espejo, y en ese espejo aparecía la cara del maestro, terminaría por perder la cordura.

¿Era posible que Tío Marce lo hubiera traicionado? Acaso el viejo le había quitado la vida –la vida de persona–, y ahora lo había devuelto a esa biblioteca tan infinita como siniestra.

—Cabe otra posibilidad —dijo la retumbante voz que salía de todas partes y de ninguna.

—¿Cuál? ¿Que en el proceso de volverme una persona yo haya perdido el último tornillo que me quedaba?

—Hace meses —la voz había adquirido un indulgente tono, lo cual abstrajo a Francisco Javier de los horrores de esa antesala del averno en que había venido a parar—, cuando Di Marco le mostraba a un grupo de alumnos un nuevo capítulo de este libro, referido a tu identidad tan frágil de personaje hecho de ideas, uno de ellos, Cristian Rondoletto, sugirió un giro interesante.

—Rondoletto, sí. Recuerdo a ese escritor. Más que de un alumno, estamos hablando de un discípulo. Hoy en día integra el Equipo Pedagógico del Taller de Corte y Corrección. El máster me puso como ejemplo uno de sus textos cuando trabajábamos el tema de los sentidos. ¿Qué hay con él?

—En medio de la charla sobre la puesta en abismo que estaba generando tu maestro, Cristian disparó en el grupo una idea que te puede dejar pensando. Dijo, textualmente: “¿Y si el máster es el imaginado por el alumno?”.

Pukkas quedó desconcertado. Si eso era cierto, el verdadero autor de este libro era nada menos que él mismo.

—¿Quiere decir que yo inventé a Tío Marce, que a su vez inventó a Nomi, a José Bonetti, y al ilustrador y a los editores mismos de esta sección, e incluso a los lectores?

—Si Rondoletto está en lo cierto —la voz iba envolviendo a Pukkas en profundas sonoridades, en reverberancias hipnóticas que lo hacían entornar los ojos más y más—, pues entonces (¡voto a Borges!) él también es producto de tu imaginación desbocada.

A Pukkas los párpados se le iban cerrando con una pesadez abrumadora. Una certeza le cruzó la mente: quien hablaba desde las densidades de esa voz de pantano era la sombra. La Sombra. Así, con mayúscula.

—Si Rondoletto es un producto de mi mente —dijo, tratando de que las palabras le salieran con alguna claridad—, eso quiere decir que… Eso quiere decir… que estamos llevando demasiado lejos el poder de la literat…

Y no pudo terminar la frase.

Cuando abrió los ojos, se descubrió frente a la pantalla. Frente a su nuevo proyecto de cuento, más propiamente. De la cocina le llegaba el entrechocar de los platos y de los cubiertos desengrasándose bajo la canilla, y Anna Leah canturreaba algo de ópera. ¿Carmen? Sí, se trataba de la Habanera de la Carmen, de Bizet. Y ya se enteraría Pukkas de cómo lo sabía y por qué entendía las palabras de un idioma que jamás había estudiado.

L’amour est un oiseau rebelle que nul ne peut apprivoiser.

Con la imaginación y el mundo de los sueños sucede algo parecido a lo que sucede con el amor, pensó. Son pájaros rebeldes que nadie puede domar.

Se descubrió mordisqueando la goma del lápiz, ideando un futuro para aquel Tony de su nueva historia. Debía incluirlo en el misterio de esa “pileta enclavada entre las dunas”.
El caos, se dijo. La arcilla.

Dos horas y media más tarde —Anna Leah se había ido a dormir, pero él quiso aprovechar la inspiración—, ya tenía en la pantalla algunos párrafos. Párrafos que constituían un nuevo arranque. Un comienzo totalmente distinto, con la tercera persona a toda máquina. La mujer misteriosa que él había asociado con la Muerte vigilando desde la piecera de la cama había desaparecido, y Tony ocupaba ahora un lugar central. Lo que sí persistía era la cabaña. Y la pileta, sobre todo, ya no “enclavada entre las dunas”, sino a orillas del río Atuel.

Y los bichos, por supuesto. Los bichos, ahora bastante metamorfoseados.

Obviamente, la inclusión de los bichos en su relato se la debía a la ensoñación que acababa de sufrir. Se había agarrado a ellos como pirata al abordaje: no sólo la realidad-real era pasible de ser contemplada, como decía Pieper. Recordó que cierta vez, el máster le había contado que el argumento de la gran novela “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde” fue generado por Robert Louis Stevenson gracias a una tremenda pesadilla sufrida a voz en grito y de la que la había rescatado la esposa. “¿Por qué me despertaste?”, le reprochó Stevenson a la pobre Fanny. “¡Estaba soñando un dulce cuento de terror!”.

Sí, evidentemente y como diría Astérix, los escritores estaban bien majaretas.

Y por casa cómo andamos, se preguntó Pukkas.

Se frotó los ojos y releyó el primer borrador. Como siempre, en voz alta.

—Qué cosa más impresionante —exclamó Tony. Estaba acuclillado en el piso y con la cabeza asomada a la pileta de la cabaña que habían alquilado para las vacaciones. Recién habían terminado de comer—. Parecen como larvas, ¿no?

—Nunca vi nada parecido. ¿Qué son, Tony? —preguntó Marla, curiosa—. ¿Renacuajos?

Ninguno de los dos de la pareja podían creerlo, pero el agua estaba tan transparente que les dejaba apreciar perfectamente la cosa aquella: la pared del lado del sol de la pileta de la cabaña estaba plagada por unos bichos negros que ninguno de los dos había visto hasta ahora, en los cuatro o cinco días que llevaban de vacaciones en la cabaña con pileta en el Atuel –en realidad, desde que habían nacido no vieron jamás bichos como estos que ahora parecían hervir en la pileta–. Lo más raro de todo que habían descubierto, sobre todo al comer al aire libre, como recién, eran mosquitas comunes y silvestres, moscas y alguna que otra avispa. Pero estos bichos eran muy distintos. Estos bichos eran centenares. Y nadaban rápido, apenas por debajo de la superficie. Parecían hombres rana. Y buceaban como con un propósito. Y encima tenían alas.

—¿Qué son, Tony? —preguntó Marla, curiosa—. ¿Como renacuajos?

—Si son renacuajos, son renacuajos con alas. Mejor pasame el bichero, tontita.

Siempre burlándome, pensó Marla, obedeciendo. Tonto.
Tony se puso de pie, le sacó de las manos el bichero y lo metió bien en el agua, bien pegado a la pared celeste cruzada por las ondulaciones de la luz del sol. Eran crías no del todo formadas, sin duda, y parecían como semillas de lino: una semilla negriverdosa. Tenían más culo que cabeza, como dice el chiste. ¿Serían avispas en miniatura?

Por ser un simple borrador, la verdad es que prometía. Pukkas releyó el texto como si hubiera sido escrito por otro, acaso por alguien a quien él despreciaba.

Y sí, aquello parecía escrito por un primerizo, claro, pero con algún talento.

Entonces recordó el título de este libro, uno de los lemas del máster y que tanto significaba. Todo podía mejorarse.

—Con tener talento no te alcanza —dijo en voz alta, y se puso a corregir. Ya tendría tiempo de seguir inventando.


(*)  Los capítulos anteriores pueden leerse haciendo clic acá.