Con tener talento no te alcanza: El buen escritor no para de formarse jamás
El maestro Marcelo di Marco trae una nueva lección para quienes escriben: nunca hay que dejar de estudiar ni de corregirse. El gusto por la literatura ácida y un poema-nota del mexicano José Emilio Pacheco son algunos de los ejes de esta clase entre el Tío Marce y su alumno Pukkas.
José Emilio Pacheco. Ilustración de Jorge Estefanía.
Por Marcelo di Marco
A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, cincelaba la eficiente caja de herramientas de Bruno, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.
—¡Qué cantidad de datos que voy recopilando a lo largo de estos encuentros, máster! —asegurole, una vez instalado en su pupitre—. En esta quincena que pasó me puse a sistematizar un montón de fichas. Es notable la calidad de la información que se me viene a la mente, con solo repasar esos apuntes.
—Y lo bien que hacés, querido Pukkas. Estudiar de cerca los textos de tus colegas del pasado y del presente, subrayar los momentos que más te impresionan y volcar en fichas las reflexiones que te despiertan los libros que caen en tus manos son actividades tan disfrutables como necesarias. Por lo menos para alguien que se está formando como escritor.
—¿Usted ya no toma más notas, maestro?
—¿Por qué lo preguntás, peterete? ¿Te parece que yo ya dejé de estudiar?
—No se me estufe, Tío Marce. Sólo quería saber.
—Si lo decís porque pensás que yo, autor de Penguin Random House, ya estoy formado como escritor, y de ahí llegás a la conclusión de que por eso no necesito más tomar notas, te equivocás de medio a medio. La formación del escritor no se termina nunca, y me atrevería a decir que ni siquiera se termina con la muerte de uno: vaya a saber qué bibliotecas infinitas nos depara Dios, si nos concede la gracia de heredar la vida eterna. Mientras tanto, acá, en este mundo, sigamos vos y yo intentando escribir (y ayudando a escribir) la mejor literatura posible. Ya en el comienzo de “Taller de corte y corrección” recomendé el uso de fichas para tomar notas sobre lo que más nos llama la atención de las novelas, los dramas, los ensayos, los cuentos y los poemas y los artículos que van cayendo en nuestras manos. Pero últimamente estoy implementando otro método de registro de esos momentos clave, que me hace ganar en rapidez a la hora de encontrar la cita o el fragmento en cuestión.
—Tomo nota, maestro, adelante. ¿En qué consiste su nuevo método?
—Es muy sencillo, y no te creas que he descubierto la pólvora con lo que te voy a decir, ni mucho menos. El caso es que a mí me funciona, y supongo que también les funcionará a vos y a nuestro puñado de lectores. Después de una lectura virginal, agarro una birome o un lápiz, y, en las páginas en blanco que se encuentran al final del libro que estoy leyendo, registro a mano el número de página en que figura la perla que haya encontrado. A veces le sumo alguna breve anotación a ese número, para que, cuando pase el tiempo, recuerde inmediatamente por qué seleccioné lo que seleccioné.
—¿Cómo no se me ocurrió, máster? Se abrevian unos cuantos pasos, porque todo lo que usted necesite saber sobre qué resaltó en su lectura de tal o cual libro queda registrado en el libro mismo. Es fácil.
—Y además de fácil es muy gratificante, Pukkas. El otro día, discutiendo con un excompañero de la secundaria acerca de nuestra presente situación económica y sociopolítica, consideré pertinente hacerle asomar la nariz a cierta zona de la nouvelle “El terror”, de Arthur Machen, de 1917. Es notable que algo escrito hace más de cien años ostente tanta vigencia, por expresar una verdad tan urticante como actual. Aguantame, que traigo el libro. ¿Ves? Voy a las páginas en blanco del fondo, así, y gracias a mis anotaciones encuentro al toque la página y el párrafo en donde figura lo que necesitaba mostrarle a mi ilusionado interlocutor.
—¿Y qué era, maestro? No me deje con la intriga.
—Dice Machen en el capítulo VII de “El terror”, en traducción de Luis Loayza: “Es posible adueñarse de los hombres de la plebe hablándoles de la libertad, su dios desconocido. Tanto les encantan palabras tales como libertad, independencia y otras semejantes, que el sabio puede llegarse a los pobres, robarles lo poco que poseen, despedirlos de un puntapié y ganar para siempre sus corazones y sus votos, tan sólo si les asegura que el trato que les ha dado se llama libertad”.
—¡Viva la libertad, canejo! ¡Ja, ja, ja! ¡Es muy fuerte, Tío Marce! ¿No tenía algo más livianito para mostrarle a su amigo?
—Lo siento, Pukkas, pero la literatura escrita con ácido, garra y coraje es la única que admito. Soy de aquellos que piensan que los libros deben morder en forma. Ya me harán tragar papitas hervidas cuando me internen en el asilo de viejos cabrones. Por ahora, yo les sigo entrando a los jalapeños ahumados, al chorizo candelario y al provolone regado con ajo, morrones y aceite de oliva y buen vino. Y sustituí vos mismo esos manjares por los autores que te parezcan así de sabrosos. Vos sabrás dónde encontrar la mejor literatura. Si querés que sea dispar en mis recomendaciones, te puedo decir al voleo que pruebes por el lado de Patricia Highsmith, Cervantes, Jim Thompson, Rabelais, Horace McCoy, Fernando Sorrentino, Carson McCullers, Borges, James Cain, Joyce, Joe Lansdale, Roberta Lannes, Dostoyevski, Abelardo Castillo, los Lamborghini, Marechal, Nabokov, Zelarayán. Y la corto acá porque es interminable la lista de autores que te dejarán pipón. Lo bueno es que ellos te permitirán aterrizar en otros escritores.
—¿Cómo es eso, máster?
—Es raro que un lector de Melville no se interese por la literatura de un Stevenson o de un Conrad. Y no creo que alguien que haya disfrutado con la maravillosa narrativa de Maupassant no se interese también por la de su maestro, Flaubert. Saltar de ahí a la poesía de sus paisanos Rimbaud o Baudelaire hay un paso.
—¡Uy, máster! ¿Flaubert acaba de decir…? Menos mal que me hizo acordar.
—¿De qué, Pukkitas? ¿Dejaste a Emma Bovary en el fuego?
—Cuando usted mencionó a Flaubert me acordé de algo que un alumno suyo publicó en la comunidad de WhatsApp del Taller de Corte y Corrección.
—Ah, sí, me acuerdo yo también. El poeta Ángel Morales fue. Cuando él leyó en mi columna anterior aquello que cité de Italo Calvino, lo de “ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión”, citó en la comunidad unos versos de su compatriota, el mexicano José Emilio Pacheco. Esperá que abra mi celu. Acá está:
Hay seis o siete libros de Flaubert: mil quinientos
sobre Flaubert. Y a pesar de todo
lo único que cuenta (decía Revueltas)
no son estatuas ni homenajes:
es sólo aquel
diálogo silencioso que un lector
establece con cada libro, su libro.
—Impresionante confluencia, máster. Y qué lindo lo del “diálogo silencioso” del lector con el escritor, ¿no?
—¡Qué belleza, en todo caso! Acordate de lo que explicamos hace tres reuniones sobre la distancia sideral que media entre lo lindo y lo bello. ¿Y dijo Ángel de qué poema sacó esos versos?
—Enseguida aclaró que se titula “El centenario de Gustave Flaubert”. Y yo estuve investigando, y encontré que pertenece al libro “Los trabajos del mar”. Pero, en la edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León, ese mismo poema se titula “Flaubert, un artículo en verso”. Y es tal cual: el poema es prácticamente una nota, un artículo. En un momento dice que “el famoso estilo de Flaubert no es un vitral ni un adorno: se halla siempre al servicio de lo que narra”. Un pensamiento así de certero es más bien propio de la prosa ensayística, ¿no es cierto? ¿Por qué hablamos entonces de poesía?
—Si lo expresás así, por supuesto que es bien prosístico.
—¿Así cómo?
—Así, sin respetar el ritmo que Pacheco quiso imprimirle. Apreciá la diferencia, haciendo la pausa que proponen los finales de los versos:
Porque el famoso estilo de Flaubert no es un vitral ni un adorno:
se halla siempre al servicio de lo que narra.
—Es cierto, Tío Marce, la cadencia es sutilmente distinta. Y ahora tengo otra pregunta. Hay algunas diferencias entre la versión que encontré yo y la que mostró Ángel Morales en la comunidad. En la de Nuevo León dice “el lector” en lugar de “un lector”. Incluso la diagramación es diferente. Pero lo esencial está. ¿Por qué se dan esos cambios, maestro, a qué se deben?
—Depende de qué manuscrito o edición se haya extraído el poema, Pukkas. Los buenos autores viven modificando sus obras, aunque ya hayan sido publicadas. Como ya me habrás oído decir, citando a mi maestro, Vicente Battista, las únicas sagradas escrituras son… las Sagradas Escrituras. El mismo Pacheco dijo algo que nos conviene tener muy en cuenta: “Mientras viva seguiré corrigiéndome”. ¿Ves? Un buen escritor no para nunca de formarse. Y eso es porque “Con tener talento…
—… no te alcanza”.
(*) Marcelo di Marco (www.tcyc.com.ar) revolucionó la enseñanza de la escritura creativa al publicar Taller de Corte y Corrección. Vigente desde hace más de un cuarto de siglo, la más reciente edición de esta guía para la creación literaria data de 2022: a finales de junio entró en la Colección Best Seller del sello Debolsillo (Penguin Random House), y se agotó en menos de dos meses.
(**) Jorge Estefanía, quien nació en Otamendi y vive en Mar del Plata, es dibujante, caricaturista, escritor, bajista y profesor de Educación Física. En 2022, publicó por Gogol Ediciones “La luz que cayó del monte”, libro de cuentos basados en la obra de H. P. Lovecraft.