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Cultura 2 de enero de 2025

Con tener talento no te alcanza: El bloqueo de Tío Marce

En el capítulo 37 de la columna de Marcelo di Marco, el maestro le cuenta a su alumno el bloqueo creativo que sufrió mientras escribía su primera novela, "Victoria entre las sombras".

Gabriel García Márquez. Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco (*)

Y así, en medio del living y bien atontado, a Tony le volvió la imagen de la pesadilla, que había sido muy básica, pero…

—Pero, pero… ¿Pero qué? —Francisco Javier Pukkas mordía y remordía la goma del lápiz—. Pero no menos… Pero no menos… ¿Pero no menos atemorizante? ¿Pero no menos inquietante? ¡Pero no menos escalofriante, eso! —Y con el entusiasmo de quien grita ¡Eureka! escribió en la pantalla:

que había sido muy básica, pero no menos escalofriante: muy callada y muy quieta, una mujer estaba a los pies de la cama…

Y así siguió tipeando lo que le salía de las yemas de los dedos, sin ponerse a pensar demasiado en lo que iba inventando a punta de palabras. No hacía más que seguir su inspiración, si es que así podía llamarse a ese impulso del alma que ahora disfrutaba sin culpas: según lo que le había explicado Tío Marce, la incertidumbre ya no era una carencia sino una ganancia.

Y además estaba la anécdota que también le aportó el máster ese último día en que se habían visto.

¿Nunca te conté el bloqueo creativo que sufrí con “Victoria entre las sombras”, mi primera novela? No podía generar una sola idea para solucionar una escena crucial. Gracias a Dios salí del pantano, y nunca volví a caer en él. Y el episodio me vino muy bien para terminar de entender aquello que dice Stephen King acerca de que las historias son como fósiles que uno va desenterrando.

—Es verdad. Dice King en “Mientras escribo” que las historias están enterradas en uno, y la tarea consiste en ir descubriéndolas palabra a palabra. Parece magia.

—Parece magia, Pukkas. Y en cierto modo lo es.

—¿Y cómo fue lo del bloqueo, maestro? Todavía no leí su novela, le aclaro.

—De todos modos no precisás conocer el argumento para aprovechar la anécdota, y juro que no habrá ningún espóiler en lo que voy a contarte (y conste que debemos de ser los primeros en imprimir esta palabra, espóiler, pues la Academia la ingresó hace muy pocos días al Diccionario).

»Las cosas fueron así. Hay una escena en la que mi protagonista y sus dos amigos gemelos están a punto de agarrarse a piñas con unos chicos delincuentes, una tribu urbana. La escena transcurre acá, en Mar del Plata.

—Leí una nota que le hicieron, en la que se habla de Mogotes.

—Exacto, Pukkas. La escena de las trompadas sucede en Punta Mogotes, y más precisamente en el estacionamiento del balneario Mar & Tennis, que existe de verdad. Es un pequeño homenaje que quise hacerle a ese complejo, porque durante años veraneamos ahí con Nomi y las chicas. Dicho de paso, fijate que los cuentos y las novelas se nutren de personajes, lugares y hechos reales. Se aprovecha de todo un poco, a decir verdad. Uno toma de la realidad lo que le conviene…

—… y con ella arma otra cosa. Otro mundo.

—Tal cual, Pukkitas Y, en ese sentido, tal vez el ficticio Macondo sea el pueblo más “verídico” de toda Iberoamérica. De más está decirte que sirve de escenario para varias novelas de García Márquez, ¿no?

—Conozco Macondo, Tío. Y Márquez lo describió con tanto detalle que a uno le da la impresión de estar recorriéndolo con tierra entre los dedos de los pies. Parece real.

—Y es así, Pukkas, porque Márquez lo fue inventando agregándole elementos verificables del pueblo en que nació. Pinta tu aldea y serás universal. Pero volvamos a Punta Mogotes, al escenario de la inminente batalla entre los dos grupos antagónicos.

»En medio de la situación, aparece en el estacionamiento del balneario la jefa de esa tribu de brutos, y empuñando una navaja amenaza a mis protagonistas. Les dice algo así como quién quiere ser el primero. Fin de capítulo.

—Buen cliffhanger.

—Estoy de acuerdo, Pukkas. Pero debo reconocer que quien quedó colgando del acantilado fui yo mismo. En el primer tercio de la novela.

—¿Cómo es eso?

—Que ahí me quedé, con la maldita Palmira apuntando con la navaja a los tres amigos. No había modo de que pudiera imaginar quién de ellos se atrevería a aceptar la invitación al combate.

—Era a matar o morir.

—Totalmente. Se ve que a lo largo del trabajo fui aprendiendo a querer a mis personajes como si fueran personas vivas. Ojo, Pukkas, que no estoy esgrimiendo justificativos absurdos. Simplemente, no sabía cómo seguir la novela. Lo que sí tenía en claro era que terminaría con un bruto incendio. Pero de eso no puedo hablarte ahora, claro: ya la leerás cuando cuadre. Sí sabé que “Victoria entre las sombras” llegó a las manos de mis lectores gracias a lo que suele llamarse “casualidad”, después de una sequía de nada menos que… ¡cinco años!

—¡A la mier… coles, máster! ¿Cómo fue eso?

—Siempre me recuerdo, en esos cinco veranos, caminando con Nomi por la orilla de la inmensidad de Punta Mogotes. Y durante la caminata nos preguntábamos cómo seguiría la historia. Y no encontrábamos la más mínima respuesta. Y en algún momento del paseo yo le prometía a ella que no bien volviera a Buenos Aires la retomaría.

—Y nada.

—Y nada. Mi promesa se había convertido en un clásico veraniego. No se me caía una sola propuesta. Hasta que una tarde, zapeando, descubrí en la pantalla una imagen que retuvo mi atención. Tres chicos, tres adolescentes de las edades de mis personajes, aparecían en el túnel de un tren fantasma abandonado.

—¿Qué película era?

—No lo sé, Pukkas, y tampoco me importa. Lo que sí me importa es que en ese momento me dije, textualmente: “Estos son mis tres chicos”. Y ahí apagué el televisor, porque me di cuenta de que me habían vuelto las ganas. Algo estaba germinando a partir de esa caprichosa convicción, a la que siguió lógicamente esta pregunta: “¿Cómo llegaron ahí estos tres?”. No lo pensé dos veces. Busqué una birome y una libreta, y montado en mi bici me fui a un bar del barrio, un boliche que no conocía. The Remington, se llamaba. Me senté en una de las mesas de la vereda, pedí una cerveza, y me puse a responder a la pregunta. Y así, anotando en la libreta acción por acción y escena por escena, el esquema argumental fue desarrollándose delante de mis asombrados ojos hasta llegar al desenlace.

—Lo del incendio.

—Ajá.

—¿Y qué es lo que se incendia?

—Lo siento, Pukkas, pero eso no te lo voy a decir. Mejor quedate con la idea de que uno a veces necesita armar una lista de los hechos que sucederán, incluso cuando lo que más le sirve sea partir de una gozosa incerteza.

—Como diría Tía Nomi, “Ni tan calvo ni con dos pelucas”.

—Efectivamente. Y, para liberarte de una vez por todas de tus tribulaciones, pensá en aquello que también dice King en “Mientras escribo”: no te preocupes por saber cómo seguirá tu narración: tarde o temprano, las historias siempre terminan. En mi caso, después del desbloqueo terminé los dos tercios restantes de mi novela en apenas dos meses. No podía parar de escribir, como un poseso. Y la historia de mi impotencia creativa tuvo un final feliz: “Victoria” fue publicada en Penguin Random House, a la presentación en el Centro Cultural San Martín acudieron unas doscientas cincuenta almas, llegó a dos ediciones y sigue vendiéndose a casi quince años de su lanzamiento.

—Y sé que gracias al impacto que su novela le provocó al alumnado de Evangelina Aguilera, los chicos votaron para que se bautice con su nombre al flamante espacio cultural de uno de los mejores colegios de Mar del Plata.

—Así fue, Pukkas. En la inauguración viví una de los momentos más felices de toda mi carrera. Por eso vaya desde acá mi agradecimiento para la poeta-profesora, para mis jóvenes lectores y para las autoridades del colegio. En cuanto a vos, vaya esta moraleja: alejá de tu corazoncito bueno toda inquietud, y sé libre inventando, escribiendo y corrigiendo. ¿Estamos?

Ahora Pukkas releía una y otra vez en voz alta el nuevo párrafo que acababa de redactar libremente, inventando, escribiendo y corrigiendo. Y lo releía como le había indicado Tío Marce, siempre abarcando los párrafos anteriores.

Y así, en medio del living y bien atontado, a Tony le volvió la imagen de la pesadilla, que había sido muy básica, pero no menos escalofriante: muy callada y muy quieta, una mujer estaba a los pies de la cama, observándolo dormir.

Pero no podía descubrir qué tenía que ver el nuevo personaje que había aterrizado como con paracaídas en el comienzo de su relato. ¿Qué hacía ahí esa mujer tan extraña, en medio de lo que estaba contando del mar y de las dunas y la cabaña y la pileta? Evidentemente, las cosas se le iban apareciendo a uno como con vida propia. En una función de cine debate había visto una película francesa en la que la Muerte venía a los pies de la cama del protagonista a vigilar su sueño.

Recordó la misteriosa sombra que lo acechaba en la biblioteca de su pesadilla. Advertía, sí, que la primera persona con que había empezado la historia, según aquellos dos párrafos iniciales que le había mostrado al máster, se había convertido en una tercera. Y no sólo eso, porque ahora el protagonista se llamaba Tony. Tony. ¿De dónde había sacado ese nombre?

Y en eso estaba cuando le llegó desde la cocina un grito que le puso la piel de gallo:

—¡Francisco, por Dios! —La voz de Anna Leah sonaba aterrorizada—. ¡Vení enseguida!


(*) Los capítulos anteriores pueden leerse siguiendo este enlace:
https://www.lacapitalmdp.com/temas/la-columna-de-marcelo-di-marco/