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Cultura 11 de febrero de 2025

Con tener talento no te alcanza: ¡A cazar la regadera!

“Podés virar tranquilamente a otras zonas argumentales, no tenés por qué aferrarte a la idea original” es una de las moralejas que el Tío Marce enseña a Pukkas en este capítulo número 40. Y para ilustrar la cuestión, el alumno trae una famosa reflexión de George R. R. Martin.

George R. R. Martin. Ilustración de Jorge Estefanía.

Por Marcelo di Marco (*)

—Impresionante —dijo Tony, acuclillado sobre el piso de cantos rodados y con la cabeza asomada al borde de la pileta. Recién habían terminado de almorzar, y por la posición le vino a la garganta un reflujo de acidez—. Parecen larvas, ¿no?

—Nunca vi nada parecido. ¿Qué son, Tony? ¿Renacuajos?

Ni Marla ni Tony podían creerlo, pero la transparencia del agua permitía apreciar perfectamente aquel fenómeno, incluso amplificándolo por el efecto lupa: la pared del lado del sol de la pileta de la cabaña estaba plagada por unos bichos negros que ninguno de los dos había visto hasta ahora, en los cuatro o cinco días que llevaban de vacaciones en el Atuel –en realidad, desde que habían nacido no vieron jamás bichos así, como estos que ahora bullían en la pileta–. Lo más raro que habían descubierto, sobre todo al comer al aire libre, como recién, bajo la pérgola y de cara a las montañas que se levantaban al pie del río, eran mosquitas comunes y silvestres, moscas y alguna que otra avispa que pasaba de largo. Pero estos bichos eran muy distintos. Estos eran centenares. Y nadaban rápido, apenas por debajo de la superficie. Buceaban, sí. Y como con un propósito. Y encima tenían… Sí: tenían alas.

—Si son renacuajos, son renacuajos con alas. Mejor pasame el bichero, tontita.

Siempre burlándome, pensó Marla, obedeciendo. Pelotudo.

Tony se levantó, le sacó de las manos el bichero y lo metió en el agua, bien pegado a la pared celeste cruzada por las ondulaciones de la luz del mediodía. Eran crías no del todo formadas, sin duda, del tamaño de una semilla de lino: una semilla bien negra, y con matices verdosos. Tenían más culo que cabeza, como dice el chiste. Avispas en miniatura, sí. Aunque sin aguijón.

—Realmente estoy bastante satisfecho con el trabajo que te mandaste. —Tío Marce señaló en la pantalla el comienzo del cuento que Pukkas le había traído esa mañana a La Anita. Venía comparando párrafo a párrafo la versión original (que aparece en el final del capítulo anterior) con la versión corregida (que encabeza el presente capítulo), y debía reconocer que el chico había conseguido sacarle el jugo al borrador de su relato.

—Gracias, máster.

—Además, hiciste muy bien en conservar la primera versión.

—Es que me pareció que a nuestros lectores podría servirles conocer el proceso de edición, ver cómo pasé del borrador a un texto un poco más legible. Y acá me tiene, listo para que me ayude a comprender mejor mi trabajo, y así ayudarlos también a ellos.

—Bárbaro, pongamos manos a la obra.

—Aunque antes debo confesarle que con sus señalamientos me pasa como al gran poeta Catulo con su novia Lesbia: los odio y los amo al mismo tiempo.

—Epa, qué clásico que te viniste esta mañana.

—Son los sentimientos conflictivos los que me inspiran, maestro. A veces me voy de acá con ganas de quemarlo todo.

—¿Quemarme todo a mí?

—A todo. A usted, a mis borradores y al universo entero.

—Tarea muy ingrata es la del coordinador de taller, Pukkas. Vos lo decís en broma, pero a la gran mayoría de los escritores que vengo formando en estos cuarenta y cinco años les pasa algo parecido. Y te aclaro que guardar hacia el taller esas emociones encontradas es algo muy natural. Incluso diría que es necesario tal conflicto para que las cosas echen a andar mucho mejor. A mí me pasaba lo mismo cuando me iba de lo de mis maestros Santiago Kovadloff, en poesía, y Vicente Battista, en narrativa. Y les agradezco de corazón el hecho de haberme dicho siempre la verdad. Sin esas dos guías fundamentales, sumado el intercambio informal que en los años ochenta y noventa tuve durante mi larga amistad con Ricardo Zelarayán, maestro de generaciones, no sé qué hubiera podido pasar con mi carrera. Desde acá les mando todo mi agradecimiento a los tres por su cariño y su profesionalismo a la hora de señalar todo lo señalable, con toda justicia y todo respeto.

—Supongo que en la vereda de enfrente se encuentran los coordinadores chantas que le mienten a uno desde el principio de la clase hasta el final.

—Exacto. El infierno debe de tener para ellos un lugar reservado por haber jugado tanto con las ilusiones de sus incautos alumnos, y por romperles el alma deformándolos a base de lisonjas. No sabés la cantidad de gente que me ha traído desastres que había presentado en otros talleres, en los que se los alabaron como si se trataran de obras maestras, y sin modificarles ni una sola coma. También esos alumnos salían de tales antros con un sentimiento doble al rumiar los elogios que acababan de dispararles a discreción. Pero no experimentaban el productivo entrelazamiento del amor y del odio, sino una superficial alegría y una sutil desconfianza. Y tarde o temprano terminaban por abandonarlos. Una buena manera de reconocer a simple vista a esos lacras es averiguar, antes de concertar una entrevista con ellos —entrevista que a veces incluso se cobra, te lo juro—, qué libros han escrito y cuál es su cosmovisión acerca de la literatura, y si la aman o no. Cuidate de aquellos que te disparan versos tales como “Yo no enseño, yo facilito”, o “A mí no me interesa la literatura”. Por lo menos, esos no te engañan: te están avisando de entrada lo que te espera si caés en sus manos.

—Yo prefiero irme de La Anita a las puteadas, pero aprendiendo.

—¿Es que para qué estamos, si no? ¿Te imaginás irte del gimnasio, después de un par de horas de entrenamiento, sin que te duela un solo musculito?

—Crecer duele, pero la apuesta vale la pena.

—Me alegra oírte decir eso, Pukkas. Es un buen preámbulo para el análisis de las dos versiones que me trajise. Y lo primero que me gustaría señalar es algo que tiene que ver con la base de todo, aunque no se refiera directamente a tu estilo de escritura. Hablo de la naturalidad con que fuiste virando a otro argumento. Fuiste buscando, hasta que encontraste. El inicio del primero que me mostraste era muy distinto. Que yo recuerde, sólo quedó la cabaña. Eso sí: cambiaste al mar por un río. Por eso volaron las dunas. Y la mujer misteriosa se convirtió en esta tal Marla, la “tontita”. Y lo que sí quedó también es la pileta.

—No, maestro, lo de la pileta se me ocurrió después. Lo que pasa es que la imagen de algo parecido a una pileta venía dándome vueltas en la cabeza, ¿se acuerda? Y usted me ayudó a darle forma al mencionarme los complejos de cabañas. En esta versión, su pileta de vacaciones pasó a ocupar el primer plano. Todo se fue dando así de lógico.

—Esto les viene muy bien a nuestros lectores interesados en la creación literaria. La moraleja vendría a ser: “Podés virar tranquilamente a otras zonas argumentales, no tenés por qué aferrarte a la idea original”. No entraña ninguna traición a vos mismo ni a nadie el hecho de cambiar de caballo, por así decirlo. Bien por vos, porque ejemplificaste con tu propia experiencia aquello que habíamos hablado sobre lo de escribir basándonos en un plan, o ejercer nuestra libertad creadora inventando sobre la marcha.

—Mis variaciones prueban que es totalmente legítimo cambiar de idea en cuanto al argumento, a medida que uno lo va escribiendo.

—Tal cual, Pukkitas. Nadie tiene que preocuparse porque eso suceda. Y es más: cuando la obra empieza a interpelarte con razonamientos distintos de los tuyos, con objeciones acerca de tus apetencias argumentales y de la verosimilitud con que la estás encarando, ahí demuestra que está viva.

—¿Sabe, maestro, que circula en la web una famosa reflexión de George R. R. Martin que viene a ilustrar esta cuestión? Se la paso, así la dejamos perfectamente abrochada. Y ya sé en cuál de las dos categorías que expondrá Martin se ubicará usted. Aquí va: “Creo que hay dos tipos de escritores, los arquitectos y los jardineros. Los primeros planean todo con antelación, igual que un arquitecto diseña una casa. Saben cuántas habitaciones va a tener la casa, qué tipo de tejado van a instalar, por dónde van a pasar los cables, qué fontanería va a haber… Lo tienen todo diseñado y planificado incluso antes de poner el primer clavo. Los segundos cavan un agujero, depositan una semilla y la riegan. Saben más o menos qué semilla es, pero cuando la planta brota y la riega, no saben cuántas ramas va a tener, lo averiguan según va creciendo. Yo soy más jardinero que arquitecto”.

—Impresionante, Pukkas, palabra de escritor jardinero. Y ahora dejame que te ayude analizando qué procedimientos usaste para pasar del borrador a la versión que hoy me trajiste.


(*)  Los capítulos anteriores pueden leerse haciendo clic acá.