CERRAR

La Capital - Logo

× El País El Mundo La Zona Cultura Tecnología Gastronomía Salud Interés General La Ciudad Deportes Arte y Espectáculos Policiales Cartelera Fotos de Familia Clasificados Fúnebres
Opinión 20 de marzo de 2016

Colombina, o del desamor

Por Fabrizio Zotta

I.
La microhistoria de una derrota es lo que embelesa en el texto de Jaime Roos. Escuchando Colombina uno asiste a un fracaso, a una historia de amor no concretada, a lo más parecido a una noche cualquiera. La canción prepara el terreno de una épica que no se produce, que concluye así, sin más.
Sin embargo, hay algo en la construcción del relato de Colombina que aparece más allá del goce estético de la música y de la media sonrisa que desata. Y esa peculiaridad está dada por el interrogante (no resuelto) sobre cuál es el fundamento de la derrota. ¿Dónde está el error? ¿Cuál es el equívoco? ¿Será la primera duda ante la sonrisa de la princesa que en la noche se quedaba?, ¿Será que nunca hubo tal cosa?, ¿O será un acto de fe poética al murguista que, desde luego, no es el hombre que aparece después?

II.
La historia puede contarse de manera sencilla: un equívoco, las ganas de creer y el gesto malinterpretado. La sonrisa nunca fue para él, la princesa no registró ninguna reverencia hecha por si acaso. Esos destinos no se cruzarían jamás, no por fatalidad, sino por mero desinterés de una de las partes.
Si bien se mira esta historia es la mayoría de las historias de amor (o de desamor) Las que se concretan son muy pocas. Esta es un producto febril de la imaginación del murguista. Desde este punto, la historia se reduce a la nada, aunque tiene su mérito porque no suelen dedicarse canciones al desamor inexistente: son consabidos los boleros, tangos y valsecitos cuando hay abandono, engaño, no reciprocidad… pero siempre uno de los dos vive (en) la historia. Aquí nunca llegó a comenzar, ninguno sabe siquiera el nombre del otro. En Colombina el desamor es anterior a todo. Incluso a su propia posibilidad.

III.
Sin embargo, la clave de la historia podría estar en otro lado. Esa princesa se enamoró de su arlequín, pero sólo de él. Quien se acerca con su “cómo te va” es un hombre cualquiera, y no aquel que saludaba con su gorro. Y el detalle lo tenemos aquí: “Dejó el disfraz en el respaldo del asiento, borró los restos de pintura con su mano”: muere el misterio, se cae la máscara, y nada puede ser lo mismo. ¿Quién se acerca buscando ese beso? De seguro nadie que le importe a la princesa que está enamorada del arte y de su engaño.
El arte se percibe de una sola vez, como un rayo, así, bestial. Y el amor posiblemente también. La impostura es parte del juego, es uno de sus motores. Quizá la princesa que en la noche se quedaba buscaba a su amado detrás de esos restos de pintura, y sí, efectivamente, le dedicó su sonrisa. Pero no fue ella solamente la que se perdió entre la gente. También se perdió él, que quedó colgando en el respaldo del asiento.