El sol estaba fuerte a las tres, y esa tarde la tana no quiso ver el reflejo del vitreaux. Con la desazón tremenda de su desdicha, Cándida se arrojó por la ventana sin saludar más que al viento.
Muchos años más tarde, Daniela me cuenta que, ese día, sobre la mesa de su madre, encontró un conjunto tejido a crochet casi terminado, y una torta haciéndose en el horno. Me dice que cada vez que siente el aroma de la ralladura de limón, se acuerda de su sonrisa.
Yo pienso en la muerte como una vecina escondida. Sabemos que vive al lado, y en el momento menos pensado nos viene a pedir un poco de azúcar, o a charlar sobre lo caro de las cuentas.
El estibador
El último día que lo vieron a Teo fue cuando su familia despreció su error final.
La vida le había salido al cruce muy temprano. A los 9 años ya caminaba por los muelles juntando el pescado que cae de los camiones. El y su amigo Pablo, se paseaban en el parque de la vida entusiasmados de tanta bronca.
Teo como era de cuerpo fornido, a los 13 ya changueaba en la estiba. Era bueno el pibe haciendo fuerza, le había agarrado rápido la mano, y no se quejaba. Pero como todo pibe de la calle, con la plata vino la ginebra y las mujeres, y en poquito tiempo solo gancheaba las lingas para salir a saciar los vicios.
A Pablo se le dio por navegar, y un día apareció vestido de milico para avisarle a su hermano que se había enlistado en la Marina, y que no se verían por un largo tiempo. Teo, con su cigarro negro en la boca, se sacó la boina y lo abrazó. Esa fue la primera y única vez que lloraría.
Pasó el tiempo, los barcos traían pobres mujeres que se hacían putas, refugiados, marineros, poetas, matemáticos, todos los promotores de la conquista hacinados en sus bodegas. Aquello era un verdadero corso humano.
El día que se lo llevaron nadie quiso atestiguar. Al otro lo encontraron bajo un silo, apuñalado en el cuello, sin más compañía que la de su asesino.
Teo pasó muchos años en la cárcel. Para él fue como un viaje largo en alta mar; así le habían dicho. Cuando salió, lo primero que hizo fue empinarse una Bols y arrancar para su casa. El camino resultó duro pero bien verdadero.
Del todo franco, como un buen perro que acompaña a su amo, él siempre dice que no se arrepiente de nada en su corazón.
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