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Cultura 28 de enero de 2025

Camunina, una crónica de Julián San Miguel

Una crónica incisiva y desbordante que refleja los límites que está dispuesto a traspasar un ludópata en la etapa más intensa de su adicción. Su autor, Julián San Miguel, profesor de Lengua y Literatura, ejerce como docente en escuelas secundarias de CABA

Julián San Miguel es licenciado en Letras.

«Quiénes son esos dos, sabrás de cierto:
donde Bisenzio su corriente inclina,
fueron señores con su padre»

(La Divina Comedia, Infierno, Canto XXXII, Dante Alighieri)

 

Por Julián San Miguel

El día y el mes son inciertos, es una tarde templada de 2002, a la vez tumultuosa y abatida -en ese orden-, como se verá. En una de las dársenas de Puerto Madero, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, un joven de veintitrés años, con las rodillas trémulas, contempla su última decisión. Ha dilapidado todo el dinero que le robó a su padre y, con la intención de que su cuerpo se hunda en las pecaminosas aguas sobre las que flota el casino, se inclina sobre la barandilla y renuncia al último vestigio de equilibrio. Está a punto de hacerlo.

Veintitrés años más tarde, el hombre que fue aquel joven estira las piernas desde una silla de escritorio. Agitado, me disculpo: “General Paz era un caos, le metí por la colectora a 60”. Me responde: “Ah, jugás sin fichas”. No entiendo lo que dice, pero sonrío y, con una mirada de consulta, me siento a un metro y medio de él, con las rodillas pegadas entre sí.

Se hace un silencio. Extiende uno de los brazos hacia un sintoamplificador que, me cuenta, rescató de lo de sus padres: “Lo amo porque es una manera -y escuchá qué hermoso cliché- de reubicar mi infancia”. Le asoma una sonrisa que enseguida se muere: “soltar nunca fue lo mío”.

Ajusta el dial en el 107.1 y, como si me revelara la ubicación del Edén, me cuenta que es la radio del Santuario de San Cayetano. “Pasan canciones de Silvio Rodríguez”, dice con una de esas carcajadas roncas que se atoran en la nuez, y añade: “un desvarío para no perdérselo”. Sosteniéndose la nuca, se reclina en la silla y contempla el techo: parece no estar seguro de que revivir aquella tarde de 2002 le haga bien, pero me aclara que ha decidido quedarse hasta el final.

Prefiere mantenerse anónimo, algo que, por alguna razón, me tranquiliza. Bastante acaramelado lo mío: se me ocurre bautizarlo Alekséi Ivánovich. Por una cuestión de economía simplemente lo llamaré Iván.

“Empecé jugando al póker a los catorce años”, dice mientras se restriega la cara, tal vez para despertar los recuerdos. Apostábamos con fichitas de Scrabble, que después canjeábamos por monedas reales de diez centavos apiladas al lado nuestro. Ahora levanta las cejas y sacude la cabeza con gesto de negación, enfatizando que “no importa la suma: si hay apuesta, hay juego”. Y su afirmación me induce a reflexionar sobre la evolución del juego desde la infancia, su naturaleza y motivación. Pero concluyo que por el momento será mejor intervenir lo menos posible. Acaso cederle el control revele secretos ocultos —¿cabrá otro tipo?— y evite condicionarlo con preguntas.

“Cuando los pibes querían dejar de jugar y salir a joder a la calle, me empezaban a transpirar las manos y terminaba hundiéndome en el despelote de una variedad de apuestas disparatadas: necesitaba arrebatar de un plumazo ese montoncito de monedas en la última mano del juego”, confiesa Iván, dejando entrever que está dispuesto a abrirse conmigo.

Ahora me siento obligado a intervenir:

—Si tu objetivo era llevarte el pozo, ¿no debían ser apuestas sensatas, en vez de “disparatadas”?

—Me sorprende que alguien con seis dedos de frente y en su sano juicio pueda creer que haya algo sensato en un juego en el que lo único seguro es la incertidumbre.
No me detengo en su provocación, sino en lo que sugieren sus palabras.

—¿Querés decir que, en cualquier circunstancia, el hecho de apostar constituye una incoherencia? —arriesgo pasando algo en limpio.

—Quiero decir que, hasta mi mejor amigo de la adolescencia, un fanático del juego, me gritaba que usara la cabeza de una puta vez.

La efervescencia con la que narra el comienzo de todo invita a preguntar sin reservas:

—¿Te considerás un adicto al juego?

—Soy un adicto al juego.

—Sos.

Iván apunta las palmas al cielo. Ahora soy yo el que provoca:

—¿No creés que te cargás con un estigma?
Durante unos tres eternos segundos, me sostiene la mirada en silencio.

—El juego se merendó todos los valores que gobernaban mi mundo. Hasta mis veintitrés, los mantuve, más o menos; después, empecé a perder el control: primero los sueldos, después mis cosas, después los préstamos, después las mentiras para que me presten más, ¿viste? Después el afano.

—A tu papá…

Iván asiente con la cabeza, frunce los labios, embiste:

—Era la segunda vez. La primera había vuelto del casino con unos cuantos dólares de más, así que le devolví con yapa. Entonces me regaló Demian, de Hesse y me lo dedicó amorosamente…

—¿Pero…?

—Pero, lejos de un libro y una confesión sentimental, en la segunda no hubo más que una cordial invitación a la puerta de salida. Ni dólares ni yapa de mi parte. Todo muy bonito —Iván no esboza una sonrisa: la tose.

Frente al eco de aquella mirada fulminante y en el silencio que clama por romperse, apunto mis ojos a un lugar neutral.

Como convencido de que los detalles añaden veracidad, describe aquel día de lluvia ácida, en el que sus progenitores “andaban de joda por Europa”:

—Ese día, el cuarto de mis viejos se había dispuesto para unas manos de pintura, entonces me ubiqué en el centro de la habitación desierta, sin cama de “papi y mami”, y, hundido en una reposera verde a rayas, me prendí, cortesía del ropero de papá, un Marlboro de free shop. Dejar el pucho fue la peor decisión de mi vida —agrega con aire de confesión solemne y da una honda calada al cigarrillo imaginario.

Nuestras miradas se pierden, legitiman la esencia de los silencios: se empieza a formar el código de lo que se dice sin hablar. Pero hasta los mejores silencios deben interrumpirse:

—Voy a un grupo de autoayuda. Pero tenemos voto de sigilo: Lo que pasa ahí, queda ahí. Sobre mí, soltá lo que te intriga.

—Tranquilo.—Me llevo la mano a los labios simulando coserlos.

—Fue un tortazo, un horrendo descubrimiento: en un instante de certeza absoluta, supe que en el escritorio de mi viejo debía haber guita. Y lo peor es que el tipo había sido tan terriblemente convincente al decir que no dejaría nada, que, en ese momento, le creí sin la más mínima duda.

Él continuará su relato y yo me daré cuenta de que aquel “tortazo” providencial no sólo marcaría el comienzo de la despedida del hogar de su infancia y adolescencia, sino también la bisagra entre la posibilidad de retornar y el riesgo de perderse para siempre.

—Me metí en su escritorio y, si bien me temblaban hasta los párpados, me quedé inmóvil como una estaca: no podía pensar ni parar de pensar.

—No pares.

—Y, cuando vi eso, comenzó a irse todo a la mierda. Me vibró desde la nuez hasta el culo, pasando por el alma.

—¿Qué vist…?

—… El cajón de abajo del ropero, donde mi viejo guardaba dos pares de zapatos apoyados oblicuamente sobre la base inclinada de madera. Levanté la base y me encontré con una billetera larga, negra, impecable. Adentro, tenía documentos, pesos, dólares y qué se yo cuántos otros papeles que ya ni me acuerdo, y menos mal que no les presté atención, porque andá a saber si no eran… En fin.

El “en fin” me sugiere consultarle sobre la profesión de su padre y la relación entre ellos, pero decido no desviar su atención. Entonces, aprovecho y recojo aquello del “instante de certeza” para aclarar el asunto. Pero, a veces, las verdades se revelan con una velocidad que aturde, una estrategia hábil que, en sí misma, las oculta.

—A un enfermo sólo lo entiende otro enfermo. —Se cruza y descruza de brazos— ¿Vos podés entender la habilidad para encontrar donde no hay manera de que haya, y no hay, pero sí hay, obviamente que hay, y sabés que con eso te vas a timbear como un trastornado? Y me fui nomás, con culpa, sí, pero sin frenos. Y ahí tenés la arritmia que se mofa de la ética, y yo sin creer que le estaba robando, porque en mi cabeza de jugador estaba tomando prestado para devolverle más tarde. ¿Entendés?

Aprovecho que respira, y le comparto unas palabras de Mark Twain:

—“Hay dos ocasiones en la vida en las que el hombre no debería jugar: cuando no tiene dinero propio para ello y cuando juega su propio dinero”.

Mark Twain tenía razón —me responde y agrega con un toque pretencioso—, pero yo le añadiría una tercera: cuando no hay dinero propio ni ajeno, porque de la abstinencia surge el juego por ensoñación.

Mientras recreo a Iván atravesando la tercera, seguramente la de un cuerpo desplomado en la flacura de un colchón viejo, perdido durante horas en fantasías absorbentes, descubro —aunque yo, él y todo el mundo lo sabe— que la guita va y viene; el tiempo sólo va.

Iván sigue:

—En el casino iba todo tan rápido, que, para reducir el vértigo, achinaba los ojos cada vez que los crupieres empujaban el stick confinando mis fichas, y lo mismo hacía después de lanzar los dados, algo que también dejé de hacer, porque es como tomarte un somnífero antes de lanzarte en paracaídas. Con el tiempo aprendí a suspender la conciencia para no mortificarme, porque ¿cómo apostar si la culpa te zapatea un malambo en la cabeza? Digresión aparte, en un momento de esa noche, desaceleré: me había jugado hasta la adrenalina.

¿Entonces no sentías nada?

—Los sentimientos se adormecen. Pero en aquel principio de mi carrera, la verdad me sacudió, la pregunta era ya la respuesta: ¿Yo, un chorro? Pero algunas sacudidas no duran: al rato, yo despilfarraba lanzando esos dados malparidos; mi capacidad de registrar la plata se iba al carajo: las fichas son un disfraz costoso, ¿viste? En esta faena también me rifaba la cordura.

—¿Cómo es eso?

—Como suena. Y cuando se acabó todo, corrí uno de los telones bordó del costado de la sala por donde podía salirse al pasillo exterior del barco. Ya afuera, dejé un poco que el mareo hiciese lo suyo, me incliné en la baranda y pasé unos segundos examinando la roña indecente que reposaba bajo el agua.

Por varias de sus expresiones, rebuscadas y pomposas, me vengo preguntando si lo que Iván cuenta no lo habrá escrito y ensayado antes. Pero lo que en verdad me altera es que sus palabras se asemejan a mi estilo literario, como quien apuesta a camunina: dos dados que, al caer, muestran la misma cara.

Así y todo, lo noto bastante genuino. Y eso me alivia.
También advierto que disfruta no del recuerdo, sino de la anécdota, del relato que hace, del cómo lo hace. Me atrevería a asegurar que Iván quiere pedir perdón, y no sabe cómo hacerlo. Me animo a preguntarle y, con una sutileza que irrita, no tarda en rajarse del tema:

—¿Disculparme…? Quizá mañana, hoy no.

Me anticipa que, en medio de aquella vacilación que lo separaba de un final sumergido, se le apareció la cara de uno de sus hermanos en un pedazo de madera roída que flotaba en el agua. Me confiesa:

—Sabía que él me iba a recibir sin reproches. Ese cacho de madera me lo mandó Dios.

Y hablándome del hermano, me sube la vara:

—¿Querés conversar con él?

Como se supone que la entrevista la llevo adelante yo, le miento:

Me lo sacaste de la boca.

Precipitado, se lanza a una invitación por Meet, y el otro lo atiende antes de que cargue la pantalla.
Durante unos minutos, hablan cosas de hermanos. Decido por primera vez en mi carrera de cronista tomar las riendas. Me presento en dos palabras y no pierdo tiempo con rodeos:

¿Quién se te apareció esa noche en la puerta?

Los hermanos se miran. Iván levanta los hombros, me lanza un guiño y le hace un gesto al hermano, señalándome con un leve cabeceo. El otro no aturde con su verdad: es letárgico, pero se le entiende y, lo más importante, creo en lo que cuenta. Afirma que Iván se le apareció aquella noche en el PH con “la cara de un tipo que, si no se suicida, le pega en el palo”. Iván guarda silencio, un jugoso silencio detrás del que yo busco algún tesoro escondido. Necesito asegurarme, le pido que sea lo más específico posible. Mientras me hunde unos ojos de águila, se inclina hacia la cámara web de su computadora. Su cara ocupa toda la pantalla:

—Vi un tipo des-trui-do.

Iván me ofrece un café y un par de Okebon, a las que se ocupa de dignificar:

—Se rompen fácil, pero es porque están hechas para mojar en leche.

Le cuento que yo se las doy a mi nena de dos años. Levanta la barbilla con una sonrisa patética (en el sentido trágico de la palabra).

En esa charla de a tres, me entero de que aquella noche no ocurrió mucho más que un encuentro de hermanos en el que, sentados en dos sillones de cuero desgastado como esos que se encuentran en el mercado de pulgas, el enfermo, sin voz, miraba al vacío, y el otro, incapaz de llenar aquel vacío con palabras, lo miraba a él.

Mientras dudo si este Meet merece un lugar en la crónica, se cuela una discrepancia entre ellos, que se despiden. Sin saberlo, Iván tramita un nuevo pasaporte al infierno.

—Chau, cabeza. Ah, ¿vos recordás si el día que papá me mandó a vivir con vos coincidió con su vuelta de Europ…?

—… Pará, pará —interrumpe el hermano, que se tapa la boca, después apunta con la frente a los ojos del otro y finalmente hace un silencio de tres segundos que a Iván parece incomodarlo un poco?: te estás inventando un recuerdo para aminorar el golpe.

—¿De qué hablás? Papá me mandó a tu casa.

¡Flaco, vos no tenías adónde caer! Nadie te envió a ningún lado: a vos te tiraron a la calle. Lo que pasa es que todos sabíamos que me ibas a caer acá.

Iván me mira, cómplice:

—Se hunde el “cacho de madera”.

En lo poco que queda de Meet, creo advertir un poco de aquellos silencios que, me imagino, se enclavaron esa noche en el PH. Me digo entonces que la identidad de los de hoy comienza a ser develada, pero mi fracaso no tiene fin, porque los silencios parecen ser el oro de la historia y todavía así no sé explicarlos.

¿Cómo se escribe un silencio?

Tras unos comentarios intrascendentes, cerramos el Meet. Con gesto muerto, como habiendo escuchado una pregunta que no formulé, Iván me responde:

—No recuerdo a mi viejo negándome un café, una oreja o—justo a mí— una mano gorda con la guita; pero cuando nos vemos, no le pido nada; en cambio, le arranco alguna historia, me cocina y vemos boxeo.

Aunque la “respuesta” de Iván no aporta mucho a la crónica, la incluyo: su tono monocorde parece ser una manera sutil de pedir algo que, de ser directo, le resultaría embarazoso. O eso deduzco.

Iván se golpea los muslos, se levanta, y, con un “muy bien”, me corteja con una cordial invitación a la puerta de salida. Antes de irme me ofrece un paquete de Okebon, ya en las últimas:

—Lleváselo a tu nena, yo hoy ataco unas Oreo.

Pero cuando abro la puerta, me retiene:

—¿Qué harías si con veintitrés años tu hija te afana?

Intento pensar una respuesta, pero sólo me sale decir que no sé.

—Es jodido, ¿no? —deja escapar, estirándose la piel del pescuezo. Me guiña un ojo y vuelve a lo suyo.

Hago un chasquido, del otro lado ha surgido un comentario de último instante. En el movimiento irreversible de la puerta que cierro, le corto la cara a Iván justo cuando se vuelve para agregar algo. Y en el subsiguiente movimiento, ahora el de mi indecisión que me lleva y me trae al lugar, pensando en si tocar o no la puerta para que él termine la frase, me enredo los pies y casi pierdo el último vestigio de equilibrio. Estoy a punto de hacerlo.

Veintitrés segundos más tarde, el hombre que fue aquel cronista novato camina en dirección contraria a la casa del jugador. El jugador desborda en preguntas. El cronista lo sabe porque, aunque finalmente no ha vuelto y ya se ha alejado varios metros, puede escuchar cómo la voz agitada del entrevistado se va elevando, y también se va perdiendo: “¿Si me perdono yo, pued…? ¿¡Ya no puedo volv…!? ¡No te olvides de lo del box…!

Allá se quedan esos últimos susurros estridentes, esas agitadas preguntas que se van perdiendo a medida que me alejo, como corolario de lo que, ahora para mí, se transforma en un tortazo: lo que creí una crónica aséptica sobre un robo, una adicción o un intento de suicidio, terminó por develar el bisbiseo de una súplica podrida, atrapada bajo un oscilante péndulo en el fondo de un pozo circular con una profundidad imposible de descubrir. Sí, soy novato, pero no sordo.

En el auto, una comezón me impide estarme quieto en el asiento. Acelero y bajo la ventanilla. Me gusta manejar rápido: ni el coche ni yo podemos pensar ni parar de pensar. Sin freno, sin rumbo.

Me llega un audio de WhatsApp. En el fondo se oye “Sueño con serpientes”, de Silvio Rodríguez: “Te olvidaste las Okebon, y yo de preguntarte si fumabas. A mí no me jode; abríamos la ventana y listo. Dejar el pucho… ¿Te lo dije antes? Eso fue la mayor cagada de mi vida. Me gustaba tanto fumar. Creo que en cualquier momento retomo”.

Y yo me quedo pensando acerca de lo del pucho, porque dos Okebon y media hechas polvo no pueden ser una preocupación creíble. Después, giro y me estaciono en una sola maniobra, pero, en un giro mental, me estaciono en un lugar diferente. Huelo un narcótico perfume; de espaldas a una mesa de Craps, Iván desayuna unos Marlboro; él sabe que estoy ahí. Se da la vuelta, me hace la venia y se aleja guiñándome un ojo.

Me pregunto cómo será la adrenalina de buscar dinero donde no hay, —“pero sí hay, obviamente que hay”—, o la incertidumbre de un par de dados que, en su capricho siniestro, repiquetean sobre los trazos de un paño de embrujos jugándose el destino de una familia. Me viene la dulce vacilación del desequilibrio con una Okebon partida diluyéndose en la leche y estropeándolo todo; y se me vienen, en la colectora, los coches a los que temerariamente me aproximo. Y también se me vienen todas las palabras de más que solté, la cantidad de adjetivos inútiles, el vicio de lo barroco y lo poco que realmente logré contar. Todo, una fantástica acumulación de ruido.

“… jugás sin fichas” me había señalado… Jugás sin fichas.
Tal vez Iván tenga razón.
Tal vez todos seamos jugadores.
Es triste pensar que podemos escapar de nuestro juego sólo por un rato.
Quiero creer que, en ocasiones, ese rato puede durar hasta que la vida se acabe.
Y el silencio, aquello que no supe explicar, ¿será redención o condena?
Quiero saber qué piensa Iván.
Y también quiero hablarle de mí.
Ojalá que vuelva a verlo.