Caminos que se cruzan: hasta la próxima vez
El ritual de las historias (tercera parte)
“Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…”
Jack Kerouak, En el camino.
Por Luciano Testoni
@Luchobuendía
FEBRERO 2017.
Estoy en el departamento de Agustina. Me siento en el futón, tengo un remolino de pensamientos en la cabeza que no me dejan permanecer en la misma posición. Me paro, miro la hora en el teléfono, reviso la última conexión, reviso los últimos mensajes. Tendría que haber llegado hace quince minutos.
Abro las cortinas, miro el mar en busca de un poco de calma prestada. Las olas que vienen y se van tienen un efecto hipnótico. Bajo la vista, voy del mar a la arena, a la gente que camina por la costa, a la calle. Me detengo en la plaza, hay chicos que juegan con perros y señoras sentadas en círculo que se pasan el mate. Plaza, verde, calle, me refriego los ojos. Abro la ventana, saco un cigarrillo, y me dispongo a prenderlo, pero en el mismo momento veo pasar la camioneta.
Pienso en voz alta, las ideas se vuelven acción cuando las pongo en palabras, el tiempo local se detiene, se estira y se pausa. Bajo los diez pisos que me separan de la realidad de ahí afuera, salgo a la calle. Busco con la mirada, con los oídos, y con los pies. Llego a la esquina y lo veo. Él estaciona sobre el cordón de Plaza España. Saludo desde lejos, no me alcanza el cuerpo para contener la alegría. Es muy metódico para estacionar, se toma su tiempo, y mis relojes ya no entienden de estar apurado.
El surrealismo de ciertas situaciones no entra en mis bolsillos. Agustina mira la escena desde el costado como miran los chicos las golosinas en la góndola de un mercado. Él abre la puerta y se baja. Como siempre, dos segundos después, Lorenzo se materializa tras él y corre frenético por el pasto (fueron muchos días monótonos de ruta y concreto). No puedo convertir en palabras todo esto que pasa.
Parpadeo, floto en el sopor de Cartagena, parpadeo, estoy en las rutas infinitas del sur de Chile, parpadeo, es una noche fría de febrero y Ben está en Mar del Plata.
***
El 18 de noviembre del año pasado, me fui desde Chiloé hasta Chaiten (Chile) en lo que recuerdo como un trayecto atroz de colectivos que se movían como serpientes entre las montañas y barcazas que peleaban mano a mano con el pacífico.
No recuerdo si fueron doce, catorce, o dieciséis horas, sí recuerdo en cambio que la ruta se deshacía en polvo a los costados del bondi, y que a mi cabeza le costaba seguir el ritmo del horizonte movedizo en el mar. Mientras que estaba en Castro (Chiloé), coordiné encontrarme con Ben para hacer unos días de viaje juntos. Para él era acortar un poco más la distancia con el punto final de su viaje (Ushuaia), para mí era escaparme unos días a vivir dentro de una película.
Llegué a Chaiten, y encontré el hostel rápido, mis pensamientos apuraban mis pies. Entré por el patio del costado, y lo primero que vi fue a Wally, con el toldo puesto, y la alfombra afuera. Ben estaba durmiendo una siesta, Lorenzo estaba afuera, casi que a mi espera. Lo saludé, Lorenzo es el único perro que conozco que sonríe, me fui a hacer un café y a acomodar mis cosas.
Cuando salí, Ben justo estaba despertando, al día siguiente arrancó la aventura. Fueron en total cinco días de viaje. Unos pocos cientos de kilómetros que se repartían entre la costa oeste de Chile, con el pacífico de fondo continuo, y la cordillera al otro lado. La ruta era un rulo eterno que subía y bajaba sin pedir permiso, rodeada en grandes tramos por campos de flores violetas y ríos celestes. Acampamos a la orilla de las ciudades, siempre al costado de los pueblos.
Yo veía todo desde afuera, era al mismo tiempo protagonista y testigo. El sol brilla más fuerte cuando sale desde las montañas. El agua era transparente, celeste, turquesa, y de a ratos verde. Los ríos se vuelven mil arroyos, a los lagos los confundo con el mar. Las noches fueron siempre despejadas, llenas de estrellas que se quedaban hasta la madrugada, y siempre de fondo hubo una guitarra que se desgarraba en acordes sueltos a los cuatro vientos.
El último día el atardecer fue a las nueve de la noche. Muy al sur, mi teléfono me recordó que era hora de empezar nuevamente a subir. Sin saber si (o cuando) lo iba a ver de nuevo nos despedimos en el centro de Coyhaique. Ben tenía que seguir bajando, yo de a poco emprender el retorno.
El sábado 4 de febrero de este año, alrededor de las diez de la noche, estaba con un grupo de amigos tomando unas cervezas. Ben estaba entre ellos. Las charlas, como siempre, bailaban entre el inglés y el español, y Lorenzo nos miraba a todos de reojo desde el futón blanco donde horas antes yo los esperaba, sentado junto a la ansiedad. Entre noviembre y enero terminó de recorrer la Patagonia, llegó a Ushuaia, rompió la camioneta, la arregló, y por primera vez en los (casi) setecientos treinta días de su viaje, la brújula empezó a apuntar al norte. Los siete días que estuvo en Mar del Plata fueron días quietos, un espejo invertido a los días de Chile.
Cambiamos ruta y camioneta por pies y veredas (la mayor aventura fue pasear a Lorenzo en medio de un temporal). En una semana de quietud no se recupera el descanso de dos años continuos de viaje, pero por algún lado hay que empezar. Mientras que yo estaba inmerso en la rutina de las-cosas-que-hay-que-hacer, fui público continuo de los últimos días de viaje de Ben y Lorenzo.
Las compras de los pasajes, el jet-lag previo a llegar, la incertidumbre del futuro se asomaba en todos los silencios. Todas las mañanas fueron de mates, y todas las noches de cerveza. El último día todo se volvió real; esta vez la despedida no dejaba cabos sueltos. Hay caminos que se cruzan, sin respetar los límites del tiempo o los espacios, y siempre, cuando uno menos lo espera, vuelven a cruzarse.
Antes de irse, les saque una foto (que ilustra esta página), y el saludo esta vez fue concreto: no sé el dónde, ni el cuándo, pero hasta la próxima vez.
***
“En el transcurso de los últimos dos años fundí el motor de mi camioneta en el desierto de México, choqué una moto rentada en un pueblo de Guatemala, y me despojaron de todas mis cosas en la parte norte de la Patagonia.
Me han robado a punto de cuchillo, me chocó un auto mientras cruzaba una calle transitada, y estuve descompuesto por culpa de la comida más veces de las que puedo recordar.
Han sido, sin ninguna duda, los mejores dos años de mi vida”. (Montevideo, horas antes de abordar el avión, 23 de febrero 2017).
Los viajes de Ben pueden seguirse en Instagram:
@benbenbuhben
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